CAPITULO CUATRO

1431 Palabras
꧁★AMELIA★꧂ Las lágrimas continuaban cayendo, y me repetía una y otra: “Abuelo, por favor, ven por mí”. Alguien, por favor, sálveme. El automóvil comenzó a moverse con rapidez, y la vibración del motor fue lo último que escuché antes de que el mundo se desvaneciera por completo. Desperté desorientada y el fuego quemando mi piel, deseando algo que nunca he experimentado, con el cuerpo adolorido por los golpes, con el hierro y la mente confusa. La oscuridad era total, y el frío del metal bajo mi cuerpo me hizo estremecer. Estaba atrapada, el espacio estrecho de la cajuela se sentía claustrofóbico, cada respiración se volvía una tarea ardua. —¡Ayuda! —grité con todas mis fuerzas, pero el sonido quedó atrapado en el reducido espacio, apenas un susurro en la vastedad del silencio que me rodeaba. Mi cuerpo no respondía todavía y mi intimidad se humedecía. El auto seguía su camino, cada bache en la carretera hacía que mi cuerpo se golpeara contra las paredes de metal. Sabía que debía mantener la calma, pero el miedo era abrumador. Intenté recordar lo que había sucedido, cómo había terminado en esta situación, pero mi memoria era un mosaico incompleto de imágenes y sensaciones. “¿Cómo voy a salir de aquí?”, me pregunté, luchando por mantener la esperanza. Intenté moverme, buscar algún punto débil en la cajuela, pero mis movimientos eran torpes y cada intento de escapar parecía inútil. El sonido del motor y el murmullo de las voces fuera eran mis únicos compañeros. Todo era un caos en mi mente. La oscuridad me envolvía, y aunque estaba consciente, mi cuerpo seguía traicionándome, incapaz de moverse con normalidad. Mis extremidades eran pesadas, y mi boca se abría y cerraba sin que las palabras salieran claras. Sentía el frío de la noche, pero el aire que respiraba no era suficiente. De repente, el auto se detuvo. Contuve la respiración, esperando lo peor. Escuché los pasos y las voces y risas acercándose, el sonido de una llave girando en la cerradura. La luz inundó la cajuela y me cegó por un momento. Parpadeé rápidamente, tratando de acostumbrarme a la claridad repentina de las luces. —Sácala de ahí —ordenó Darry, con su voz áspera. —Mírala, está despierta —dijo Darry, una sonrisa torcida asomando en su rostro—. Bienvenida a tu nueva realidad, Amelia. A ver si tu orgullo sigue igual después de lo que hagamos. El terror me invadió de nuevo, pero esta vez, una chispa de determinación se encendió en mi interior. Sabía que debía luchar, que no podía permitir que me vencieran. Este era solo el principio, y tenía que encontrar una manera de escapar. «No te rindas, Amelia», me repetí constantemente. Sentí cómo alguien tiraba de mis piernas, arrastrándome hacia afuera. El contacto de sus manos me heló la piel, no por la temperatura, sino por el asco y el miedo que me recorrían como un latigazo. Intenté resistirme, pero fue inútil. Mi cuerpo no respondía como quería; apenas podía levantar los brazos, y cuando lo hacía, ellos me los apartaban con facilidad. —¡Quédate quieta, Amelia! —escuché decir a London, su tono cargado de desprecio—. Siempre has creído que eres más que nosotros, ¿verdad? La niñita Blackwood con su mansión, sus vestidos caros y su vida perfecta. Creyéndose, mejor que nuestras familias. Quise gritar, explicarles que estaban equivocados, que yo no me creía mejor que nadie, pero lo único que salió de mi boca fueron balbuceos ininteligibles. Quería mirar a mi alrededor, tal vez reconocía el lugar donde me habían llevado. —¿Qué dice? —preguntó Andrew, burlándose—. Parece que la princesa perdió la lengua. —No importa lo que diga —respondió Darry, acercándose más—. Hoy aprenderá que no es tan especial. Que dejara de ser la princesa para convertirse en nuestra ramera. Quería llorar al oír sus despreciables palabras, ¿estos eran mis amigos?, pero ya no me quedaban fuerzas. Mi cabeza seguía pesada, mi visión borrosa, y el mareo era insoportable. Mientras me llevaban, sentí el cambio de textura bajo mis pies. Ya no estábamos en la calle; ahora caminábamos sobre un suelo áspero y sucio. El eco de nuestros pasos me confirmó lo que uno de ellos dijo después: —Bienvenida a tu reino, Amelia. No es el Ritz, pero es lo que te mereces. —¿Un hotel? —balbuceé, aunque ni yo estaba segura de que las palabras se entendieran. —Exacto, princesa —respondió Darry, riendo entre dientes—. Pero no uno de tus hoteles, está muy lejos de tu sitio seguro. Espero que te guste, vamos a estar en una de las mejores habitaciones para que no te quejes de tus “amigos” Mis piernas se tambaleaban mientras me obligaban a caminar. Intenté frenar, pero ellos me empujaban con facilidad. Sentía las miradas de los transeúntes clavándose en mí como agujas. ¿Nadie ve lo que está pasando? ¿Nadie va a ayudarme? Miré la repugnancia en sus rostros, me imagino lo que pasa por sus mentes, creyéndome una mujer de la vida fácil. El mundo seguía girando, cada paso se sentía más inestable que el anterior. Intenté reunir fuerzas para gritar, para pedir ayuda, pero todo lo que salió de mi garganta fue un sonido ahogado. —Dios, hasta para esto eres inútil —espetó Carlos, frustrado. Quería defenderme, pero mi cuerpo era como una marioneta rota. El miedo me paralizaba, pero dentro de mí una chispa de esperanza seguía ardiendo. Alguien tenía que verme. Alguien tenía que detenerlos. Me aferré a esa esperanza, aunque dentro de mí la duda persistía. Ellos murmuraban entre ellos y se reían como si un chiste se hubiera contado entre ellos, mientras dos de ellos me cargaban de un brazo cada uno. Mis pies no tocaban el suelo, me sentía tan indefensa. Ellos se quedaron parados mientras la gente salía del hotel, se quedaron en una esquina para no llamar la atención. Recordando cómo fui con ellos, siempre les ayudé cuando no entendían alguna materia, yo fui atenta con ellos. Nunca les dije algo que los ofendiera, ellos eran atentos conmigo y mis amigas. ¿Por qué ahora actúan de esta manera? Mi abuelo una vez me dijo que me cuidara de las apariencias, que no todo lo que brilla es oro, ahora entiendo lo que quiso decir. Sin embargo, es muy tarde para mí. Dios sé que existes y que ves mi desesperación, solamente te pido que no me abandones en estos momentos. Me aferré a la fe. Escuchaba de los milagros que Dios hacía, en este momento creía en todo, mi fe creció tanto que Dios es todo para mí. Sé que soy una chica que no merezco de él, pero en esta situación él es el único que me puede escuchar y que sabe de mi agonía. Es de madrugada, la gente dejó de salir del hotel, ellos sonrieron porque sus fechorías estaban teniendo éxito. Miré a uno de los botones que recibía a los clientes; ellos esperaron pacientemente a que el botones se distrajera con otro cliente. Aproveché ese instante. Mi cabeza daba vueltas, y un dolor punzante me impedía mantenerla erguida. Sentía una opresión en el pecho, una sensación de ahogo que me hacía difícil respirar. Movía mis labios con dificultad, intentando formar la palabra “ayuda”, una súplica muda que solo yo podía escuchar. La desesperación me carcomía por dentro. ¿Me vería alguien? ¿Se daría cuenta alguien de que estaba en apuros? La esperanza se desvanecía con cada segundo que pasaba. El tiempo parecía detenerse, cada tic-tac del reloj resonaba como un martillo en mi cabeza. El ambiente se sentía pesado y sofocante. Los rostros de los clientes, borrosos y lejanos, parecían observarme sin comprender mi angustia. Me sentía atrapada, como una mosca en una telaraña, incapaz de liberarme. El silencio era ensordecedor, roto solo por el murmullo distante de las conversaciones ajenas. Necesitaba ayuda, y rápido. La sensación de pánico comenzaba a apoderarse de mí. Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero no podía llorar. Solo podía esperar, con una mezcla de miedo y resignación, a que alguien, por casualidad, se diera cuenta de mi desesperada situación. El peso de mi cabeza era insoportable, cada movimiento me producía un dolor agudo. Sentía que me desvanecía, que la oscuridad me envolvía poco a poco. ¿Sería este mi final? Una pregunta que resonaba en mi mente, mientras la desesperación se apoderaba de mi ser.
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