—Lo último que quiero es ir a otra fiesta—dijo Cami mientras paseaba por los estantes de ropa de Louis Vuitton, con Virgil siguiéndola de cerca.
—Solo es una fiesta—dijo él, sosteniendo un vestido dorado con lentejuelas y enseñándoselo.
Cami lo ignoró—. No quiero que se repita lo de anoche.
Virgil echó un vistazo a la dependienta que estaba cerca.
—Es humana, Virgil—dijo Cami, girándose para salir—. No es como si pudiera oírme desde allá.
Él le tomó el brazo y ella se tensó, apartándose.
—Ya te dije que lo siento, cariño. No sé qué me pasó. Un momento estaba desabrochándote el vestido, y al siguiente me mirabas como si fuera un animal.
Sonaba realmente arrepentido, más que arrepentido, de hecho, lleno de angustia por lo que había hecho la noche anterior.
—Entonces, ¿qué pasó? ¿Estabas borracho, hambriento o qué?
Virgil suspiró y se pasó una mano por el cabello—. No lo sé. Pero sabes que—. Extendió una mano hacia ella otra vez, pero cuando ella se echó para atrás, su expresión se ensombreció.
—Sabes lo que siento, Cami—continuó, bajando la mano—. Sabes cuánto me importas.
A pesar de la culpa que sintió al verlo con el rostro desfigurado por el dolor, sacudió la cabeza. Lo que él estaba diciendo no era nuevo para ella. Había confesado sus sentimientos años atrás, y ella había tenido que romperle el corazón diciéndole que no sentía lo mismo.
—Me asustaste—murmuró, dejándole ver la verdad en sus ojos—. Me quedé ahí sin hacer nada, mirando la puerta durante horas, muerta de miedo de que volvieras.
Virgil parecía destrozado—. Nunca te haría daño, Cami. Tienes que creerme. Ese no era yo.
—¿Todo bien? —preguntó la dependienta, acercándose.
—Sí—respondió Cami—, ya nos íbamos.
Se giró y se dirigió a la salida, con Virgil detrás. No quería ir al centro comercial en primer lugar, pero Virgil había insistido tanto en compensarla por su comportamiento, que le fue más fácil ceder.
Pero ahora las cosas estaban incómodas entre ellos, y se sentía todo mal. Siempre había confiado en él, desde que le salvó la vida y era su amigo más cercano. ¿Cómo se suponía que olvidara lo que había pasado... y si volvía a suceder?
—¿Cami?—murmuró Virgil.
Ella no respondió. Si lo hacía, solo diría algo que lo lastimaría. Así que caminaron en silencio por el Crystal's, entre vampiros y humanos cargados de bolsas que entraban y salían de las tiendas de diseñadores.
Pensó que salir de casa por un par de horas la distraería de lo que había pasado entre ella y Virgil, pero una vez más, ir a cualquier lugar en Las Vegas solo la hacía sentir peor.
Desvió la mirada de otra pareja humana que susurraba mientras la observaban y apretó los dientes, intentando aparentar que no le importaba. Incluso con jeans y camiseta, siempre parecían reconocer lo que era, y eso la hacía sentir como un animal en un zoológico.
—Quiero irme a casa, Virgil—dijo mientras él la guiaba hacia Versace.
—Y nos iremos—le aseguró Virgil.
—¿No tienes algo un poco más fuerte, cariño?—preguntó a una dependienta que sostenía una bandeja de copas de champán.
La mujer, con grandes ojos marrones y labios rojos, se ruborizó, y Cami suspiró mientras se adentraba en la tienda, rechazando la bebida.
Estaba cansada de que la trataran como a una celebridad, o de que la miraran con una mezcla de horror y fascinación, en donde fuera que estuvieran.
Virgil se terminó la copa de champán de un trago y la dejó de nuevo en la bandeja.
—Llevas diciendo eso semanas—le recordó Cami.
—Es Las Vegas, cariño. Estamos aquí para divertirnos.
—Vinimos a divertirnos... para Año Nuevo. Pero ahora es mediados de febrero y seguimos aquí.
Virgil tomó un vestido de seda rojo y se lo mostró.
—¿Por qué no te pruebas este?
—No. Dejé de divertirme aquí hace mucho—dijo ella, alejándose. Al ver que la dependienta aún los miraba, se giró hacia él.
—Entonces déjame compensarte.
Normalmente, funcionaba. Su acento británico era su debilidad, y él lo sabía. Pero esta vez ya no tenía paciencia.
—Voy a regresar, Virgil. Ya he tenido suficiente. Sabes lo que siento por este lugar—dijo, dándole la espalda otra vez.
Un breve destello de pánico cruzó por su rostro antes de que empujara el vestido de vuelta al perchero y la siguiera. No fue lejos, apoyándose en la pared mientras él se detenía frente a ella, dándole la espalda a la tienda.
Apoyó una mano en la pared sobre su cabeza y se inclinó para mirarla a los ojos, manteniendo la distancia cuando ella se estremeció.
—Pronto volveremos a Londres. Te lo prometo. Pero por favor, déjame llevarte de fiesta; bailaremos, reiremos y nos divertiremos. Será como en Año Nuevo, y sé que te divertiste esa noche.
Ni siquiera trató de negarlo. No cuando Zaden organizó una fiesta tan increíble que ni siquiera ella quería que terminara.
Sin querer darle la razón a Virgil tan pronto, se giró para observar la boutique con sus filas de vestidos de diseñador, las delgadas dependientas con vestidos negros ajustados hasta la rodilla, y una mujer de cabello largo y n***o que había entrado en la tienda y escaneaba los estantes.
Vampira, pensó. La mujer era una vampira.
Como si sintiera la mirada de Cami, la mujer levantó la vista y sonrió. Ruborizándose al ser sorprendida mirando a la deslumbrante mujer de ojos azules, Cami apartó la mirada. Dios, era tan mala como los turistas.
Suspiró—. Está bien, de acuerdo. Una última fiesta—. Al ver la enorme sonrisa que se extendía en el rostro de Virgil, lo fulminó con la mirada—. Pero esta es la última. Necesito sentirme normal otra vez, y aquí no puedo hacerlo.
Extrañaba su vida tranquila y extrañaba pintar. Si Virgil quería quedarse en Las Vegas un tiempo más, estaba bien, pero ella estaba cansada de ser el centro de atención, de sentirse como un bicho raro. Lo único que Las Vegas le ofrecía era un recordatorio de todo lo que había perdido.
—Haré los arreglos. Ahora—dijo, llevándola rápidamente por la tienda—. Creo que he encontrado el vestido perfecto.
*****
—¿Está todo listo?—preguntó Dorian, con la mirada fija en la fotografía en su mano y no en la mujer de pie frente a su escritorio.
—Sí.
—¿Y la carta?—preguntó él.
—No ha llegado—dijo Kendra—. Todavía no.
Sabía que estaba esperando demasiado al pensar que la carta ya habría llegado, ya que imaginaba que llevaría tiempo para que el asesor enviara los documentos al Consejo. Así que, después de calmar su furia inicial con la rubia que había recogido en el Strip, regresó a su hogar en las Vegas Hills.
Luego de pasar horas dañando seriamente su decantador de whisky de cristal, cerró las persianas de bloqueo total y las pesadas cortinas antes de retirarse a la cama cuando el cielo comenzaba a clarear, pasando de una oscuridad total a un amanecer índigo-púrpura.
Pero puede que llegue esta noche, pensó. Las Vegas era ahora el hogar de los vampiros, y los negocios continuaban toda la noche. Seguía siendo lo que siempre había sido: una ciudad que nunca dormía.
—Eso es todo—dijo, con los ojos todavía en la fotografía en su mano—. Puedes retirarte.
Pero hubo una breve vacilación que lo hizo levantar la vista. Una de las mayores fortalezas de su asistente era su decisión y eficiencia. Ella nunca dudaba.
Cuando la miró, notó que su atención estaba en la fotografía. No necesitaba verla para saber qué era. Después de todo, ¿acaso no había pasado más horas de las que podía contar bebiendo whisky mientras la contemplaba tras su regreso a Las Vegas?
—Señor—dijo ella, en voz baja.
Kendra había llegado a él a través de la academia de formación de Personal de Apoyo de la Agencia Vampírica, un cuerpo secreto de humanos que había servido a los vampiros durante cientos de años.
Con el tiempo, su rol había evolucionado de ser esclavos de vampiros a algo más adecuado para el nuevo mundo en el que vivían.
A medida que la larga vida obligaba a los vampiros a adaptarse a un mundo en constante cambio, la Oficina Central de Vampiros - OVC también tuvo que evolucionar en una sociedad más dependiente de la tecnología. La servidumbre sin sentido ya no era suficiente. La inteligencia y la capacidad de prever se convirtieron en lo que definía a la OCV entre la población vampírica.
Y Kendra, como no era de sorprender, provenía de una familia respetada cuyos padres también servían como agentes vampíricos, al igual que sus abuelos antes de ellos.
Capaz, leal e inquebrantablemente dedicada: esas eran las marcas distintivas de la línea DiMarco, y el carácter de Kendra no se apartaba de ellas.
Mientras Dorian pasaba los últimos años en Praga, Kendra, durante ese tiempo, continuó actuando como sus manos y ojos en Las Vegas. Mantenía su hogar limpio, sus documentos en orden y una gran cantidad de tareas completadas eficientemente en su ausencia.
Aunque su pequeña figura y sus rasgos elfos sugerían fragilidad, el tono de su voz decía lo contrario. Cuando hablaba, siempre lo sorprendía cómo alguien que había tomado directamente de la academia podía tener tanta seguridad en sí misma.
Pero la vacilación, la suavidad en su voz… esa no era su Kendra, y eso lo hizo sospechar—. ¿Qué pasa?
—Si… si me permite decírselo, tal vez sería más feliz si usted...—las palabras de Kendra se desvanecieron.
Guardando la fotografía en el primer cajón de su escritorio, se reclinó en su silla, rompiendo el repentino silencio con el crujido del cuero.
Sus ojos nunca se apartaron de su rostro—. ¿Dejarlo? ¿Seguir adelante? ¿Eso era lo que ibas a decir?—preguntó, en un tono apenas audible.
Kendra podía leer su estado de ánimo más rápido que casi cualquiera, incluso sus conocidos vampiros. Mirándola, vio el momento en que se dio cuenta de que había cometido un error. Sin embargo, el único signo de su incomodidad fue el leve apretón en los dedos alrededor de la tableta negra que sostenía en una mano.
—Vamos, Kendra, ahora no es el momento de quedarse callada. Por favor, ¡ilumíname! ¿Debería estar ocupándome en buscar otra mujer con quien acostarme?—su tono era suave.
—Solo quería decir que…
Se levantó sin previo aviso, y aunque vio cómo sus ojos se agrandaban, ella no se movió.
—Tal vez no querías que buscara a cualquiera, ¿es eso?—preguntó, acercándose a ella.
—Señor—murmuró ella.
—¿Alguien como tú, tal vez? ¿Es eso lo que estabas pensando? —preguntó, con un tono ahora frío, dejándole saber sin palabras lo que pensaba de ella—de cualquier posibilidad de que algo sucediera entre ellos.
Ella reaccionó como si la hubiera abofeteado. Luego se irguió y su rostro adoptó una expresión impasible. Pero él aún podía escuchar los latidos de su corazón y sabía que la máscara que llevaba era solo eso: una máscara.
Ella dio un paso a un lado. No un retroceso, sino una retirada deliberada—. Solo quería ahorrarle más sufrimiento, pero veo que no debí haberme molestado. No se preocupe, no cometeré el mismo error otra vez.
Girándose, salió de su oficina, cerrando la puerta tras ella con una calma perfecta, demostrando que Dorian no había penetrado su firmeza hasta el punto de hacerle perder el control. Que él no lo valía.
Profundamente pensativo, Dorian se masajeó la nuca mientras miraba la puerta cerrada antes de regresar a su escritorio.
Sabía lo que Kendra sentía por él; lo que siempre había sentido. No era fácil ocultar las respuestas biológicas de un cuerpo a un vampiro que podía ver, oler y escuchar los signos fisiológicos del deseo.
Le había quedado claro cuando los presentaron en las oficinas de la OCV hace varios años, pero ella era joven entonces, y él no estaba interesado en chicas humanas inocentes.
Pero con los años, mientras él iba de Europa a Nueva York y luego a Las Vegas, la había visto madurar en cuerpo y mente.
Sabía cuándo había tenido su primera experiencia s****l, lo cual lo sorprendió, ya que pensaba que ella sería del tipo que esperaría por amor. Pero no duró mucho, y no había mencionado salir con nadie más desde entonces.
Por un momento, jugó con la idea de permitir que algo—aunque breve—sucediera entre ellos.
Pero entonces conoció a Camille en Hades, y después de eso... bueno, la idea de llevar a otra mujer a la cama, humana o vampira, se esfumó de su mente.
Miró el reloj. Las nueve. Camille y Virgil estarían de camino a Éxtasis de Artemisa, o ya habrían llegado. No iban todas las noches; los había observado lo suficiente como para saberlo.
Pero era la noche de San Valentín, y no tenía duda de que Virgil querría llevar a Camille a algún lugar, aunque solo fuera para presumir de ella.
El señor Nixon había dejado claro lo que sucedería si se acercaba a ella, pero mientras Dorian fijaba su mirada con intensidad perturbadora en el cajón cerrado del escritorio, las consecuencias le importaban cada vez menos.
Había estado viviendo una vida tranquila en Praga, sin ver a nadie, manteniéndose aislado y vagando por las oscuras calles adoquinadas de una ciudad que alguna vez amó.
Cada noche era una batalla para contener la ira ardiente, sabiendo que, si cedía a ella siquiera un momento, no habría vuelta atrás. Si la dejaba salir, incendiaría el mundo.
Así que se alimentaba de la sangre embotellada que una asistente local de Chequia llenaba en su refrigerador, bebía demasiado, vagaba por las calles y dormía. Ese había sido el patrón de sus días y noches durante años.
Y luego, hace dos semanas, finalmente abrió el correo electrónico que Zaden le había enviado, reclamándole por haberse perdido otra vez su fiesta de Nochevieja. Había fotos adjuntas, y fue como un rayo recorriendo su cuerpo cuando sus ojos se enfocaron en la pareja en el borde de la foto.
Una mujer con una melena rica en castaño miraba a su pareja, con el largo cuello desnudo expuesto en un vestido n***o ceñido y sin tirantes. Un antifaz intrincado con una gran pluma de pavo real enmarcaba sus ojos.
Pegado a ella había un hombre delgado con un antifaz a juego, con un brazo alrededor de su cintura y el otro sosteniendo su barbilla mientras sus labios se posaban en los de ella.
Supo de inmediato que era Camille.
¿Cómo no podría reconocerla?
Trató de convencerse a sí mismo de que no le importaba, de que no era importante que ella lo hubiera dejado. Pero cuando vio la siguiente foto... la forma en que ella reía mirando a Virgil, como si no existiera nadie ni nada más...
Aún recuerda vagamente cómo tomó su teléfono y le dijo a Kendra que preparara su regreso. Una rabia pura y desenfrenada impulsó sus movimientos, y luego, antes de que se diera cuenta, estaba en su avión privado de vuelta a Las Vegas, con planes girando en su mente.
Sus ojos regresaron al reloj en la pared. Eran las nueve y quince. Estaba en Las Vegas y sabía dónde estarían Camille y Virgil esa noche. Tomando el nuevo teléfono móvil que había hecho que Kendra reemplazara en su escritorio, salió de su oficina.
Era tarde cuando Camille y Virgil subieron a su auto. El conductor no necesitó que le dijeran a dónde iban, y así comenzó el descenso por las curvas de Las Vegas Hills, hacia las brillantes luces del Strip a lo lejos.
Al llegar a las puertas de hierro n***o a los pies de las exclusivas residencias vampíricas en lo alto de la ciudad, los Bladed—los guardias armados que servían al Consejo Vampírico—dieron paso a su conductor.
Como siempre, vestidos con camisas y pantalones negros, sus ojos cubiertos con gafas envolventes de espejo, se mantenían con una mano en las características espadas cortas de mango de cuero n***o que los identificaban.
Cami se estremeció al ver a los fríos guardias vampiros, completamente desprovistos de expresión. Dudaba que algún humano se atreviera a probar suerte contra ellos.
Había más de unos pocos rumores sobre cómo los turistas humanos maleducados no siempre tenían la suerte de recibir una segunda oportunidad antes de ser despiadadamente privados de un brazo, una pierna o, a veces, incluso de la cabeza.
Como de costumbre, jóvenes con conjuntos de encaje y cuero merodeaban alrededor de las puertas del enclave, esperando que algún vampiro saliera. Al ver acercarse un auto, se apresuraron hacia las puertas y apuntaron sus teléfonos al vehículo.
No es que les sirviera de mucho, pensó Cami, observándolas intentar asomarse a través de las ventanas tintadas mientras pasaban junto a la pequeña multitud.
—¿Recuerdas a la chica que se quitó la camiseta y se lanzó contra el parabrisas?— preguntó Virgil, y Cami no pudo evitar reír al recordarlo.
Aunque ella y Virgil no habían hablado mucho desde que regresaron de compras, solo saber que su tiempo en Las Vegas estaba terminando había mejorado su ánimo. Pronto, Las Vegas sería un recuerdo lejano cuando regresaran a Londres.
—Como si pudiera olvidarlo. No tengo idea de qué esperaba lograr,— dijo ella.
—Yo sí,— dijo Virgil, guiñándole un ojo.
Estar con Virgil era fácil. Tanto que, en parte, aún le costaba creer que él le hubiera dado tanto miedo, y a veces se preguntaba si había reaccionado de más.
Quería perdonarlo y seguir adelante, especialmente cuando captaba la desesperación en sus ojos al mirarla. A él le importaba—más que le importaba—y no era difícil ver que mantener la distancia entre ambos le hacía daño.
Cuando él la llevó a Londres para ayudarla a sanar tras perder a Dorian, ella tuvo la impresión de que no era la única tratando de superar un evento doloroso. Pero cualquiera que fuera la herida que él ocultaba, nunca la mencionaba.
Una vez dejó escapar un nombre, una mujer llamada Laila, cuando ella le preguntó sobre su vida antes de ser convertido. Había en sus ojos una tristeza tan profunda, que ella se preguntó si era una mujer a quien había amado, y que al ser convertido ya no podía estar con ella.
¿Había sido Laila un amor anterior que lo había lastimado o tal vez alguien que había muerto? Ella no lo sabía, ya que Virgil siempre encontraba alguna forma de cambiar el tema cada vez que ella insistía.
Ahora captaba la misma tristeza latente en sus ojos cuando se giró hacia él. Estaba haciendo un buen trabajo escondiéndola, pero ahí estaba. Si era honesta consigo misma, había estado ahí desde que ella le permitió besarla en Nochevieja.
No debería haber accedido, ahora que podía ver que eso solo le recordaría que lo suyo era un amor amistoso, y no romántico.
La sonrisa desapareció de su rostro, y extendió la mano para tomar la de él—. Virgil…
—Cami, ya hemos hablado de esto. No tienes que…
—Pero siento que sí. No puedo evitar sentir que te estoy impidiendo encontrar la felicidad con alguien más. En cambio, estás atado a mí, protegiéndome, dejándome vivir en tu casa, y yo…
Virgil apretó su mano y se acercó más. El humor siempre presente en sus oscuros ojos desapareció, y por un raro momento, sus ojos estaban serios.
—Nuestra casa. Y no me estás impidiendo estar con nadie. Quiero estar contigo.
—Entonces, ¿por qué siento que sí?
—Porque eres una buena persona—dijo, con una sonrisa cínica—. Una persona mucho mejor que yo, si soy honesto, querida.
—¿Pero no quieres algo más?— preguntó ella, insistiendo de una forma en que nunca lo había hecho antes. Tal vez estar de vuelta en Las Vegas la estaba volviendo loca de nuevo.
Virgil se recostó en su asiento, aunque aún sostenía su mano mientras miraba por la ventana. Su auto recorría a toda velocidad las calles de Las Vegas, pasando por hoteles y casinos antes de quedar atrapado en el tráfico del Strip.
Guardó silencio un momento antes de hablar.
—A veces, sí. Pero sé que no puedo competir con Dorian. Sé cuánto significaba para ti.
Ella apartó la mirada de su perfil para fijarse en las personas que pasaban por las aceras, en los vampiros y humanos que se mezclaban en las calles mientras reían, bailaban y bebían.
—¿Crees que es eso lo que estoy haciendo? ¿Pidiéndote competir con él?
Virgil se volvió hacia ella con una sonrisa triste que apenas asomaba en su rostro.
—No, pero lo entendería si fuera así. Los primeros amores tienen un poder sobre uno.
Ah, entonces eso era lo que Laila había sido. Un primer amor, al igual que Dorian lo había sido para ella.
Suspirando, se recostó en su asiento y miró al frente por el parabrisas, hacia las luces y las personas que cruzaban la calle en un semáforo.
—Lo fue,— suspiró. —Pero él se ha ido, y cada vez que estoy aquí, es como si su fantasma me persiguiera. Necesito seguir adelante, pero algo en mi interior parece no poder hacerlo.
—Ven acá,— dijo Virgil, tirando de su mano. Desabrochándose el cinturón, se deslizó hasta su lado.
Envolviendo su brazo alrededor de sus hombros, ella recostó la cabeza en su pecho y miró por la ventana. Esto era lo que necesitaba, pensó—respirar el aroma fresco de Virgil, simple y sin complicaciones, solo confort.
Cuando el auto se detuvo frente a Éxtasis, Cami sintió que el corazón se le aceleraba al recibir un golpe de miedo. No había pensado en preguntarle a Virgil a dónde iban esa noche, pero debió haber sabido que sería Éxtasis de Artemisa, el último lugar donde había visto al hombre con el sorprendente parecido a Dorian. Estaba allí un segundo y al siguiente, ya no.
Sintió la mirada de Virgil sobre ella e intentó calmar su corazón acelerado.
—¿Qué pasa, amor?
Ella se rió, pero incluso para ella sonó forzada.
—Nada, estoy siendo tonta.
Él la apartó de él con suavidad y la miró en silencio.
No era la primera vez que se preguntaba por qué no había dejado que algo más sucediera entre ellos.
Era atractivo de una manera que la chica que había sido cuando llevaba una vida tranquila y sin sobresaltos en un pequeño pueblo de Dakota con sus padres religiosos nunca habría podido resistir.
Le recordó las veces que se colaba CDs prestados de su amiga Lessie, ya que en su casa solo se permitía música cristiana o cierto tipo de country.
Jamás habrían permitido que escuchara rock. No con todas esas palabras mal sonantes o las carátulas de CDs con músicos tatuados y llenos de piercings, todos vestidos de n***o. Así que los escuchaba en secreto, bajo las cobijas con unos auriculares de Lessie en la madrugada, mientras ellos dormían.
Con su cabello n***o hasta los hombros recogido en una liga y los brillantes pendientes de plata en sus orejas, le costaba entender cómo nunca había sentido interés en nada más que una amistad con Virgil.
—Habla,— dijo él.
—Virgil, tenemos que salir. Estamos causando un atasco,— dijo ella, mirando por encima de su hombro a al menos dos Mercedes negros esperando detrás de ellos.
Detrás de la alta cerca negra a ambos lados, turistas esperaban con sus teléfonos listos para captar las llegadas en uno de los pocos lugares que bordeaban el Strip y donde ningún humano podía entrar.
Por un momento, Cami estuvo convencida de que Virgil iba a decirle que al diablo con los vampiros esperando, que solo le importaba lo que le pasaba a ella. Pero luego suspiró y abrió la puerta.
—Hablaremos después,— dijo en su lugar. En ese momento no pudo evitar compararlo con Dorian.
Dorian no habría importado si el tráfico se detenía por una hora. No me habría dejado salir del auto hasta saber qué me pasaba.
Tomando su mano, salió y trató de ignorar los flashes de las cámaras de los turistas. Las adolescentes parecían especialmente fascinadas con Virgil, por lo que sabía que él estaba recibiendo más atención que ella. Pero claro, a su edad, no podía negar el atractivo de vampiros hermosos con piel pálida y ajustados pantalones de cuero.
Deteniéndose un momento, observó la fachada de Éxtasis, con sus ventanas pintadas de n***o y las barras metálicas bruñidas.
—Pareces asustada,— dijo Virgil.
Ella se giró hacia él y se dio cuenta de que la había estado observando mientras miraba el edificio.
—¿De verdad?
—Mm.
Sonrió.
—No es nada, estoy bien,— dijo, y suspiró aliviada al ver que él no insistía. Agradecida de que siempre confiara en su palabra.
—¿Te he dicho lo hermosa que estás esta noche?— dijo Virgil mientras la guiaba hacia la entrada con una mano en su cadera.
Mirando el largo vestido n***o de cuentas que le quedaba como un guante, ella se encogió de hombros.
—Si tú lo dices.
Se había acostumbrado demasiado a las holgadas camisas masculinas que usaba en su casa de Londres, y nunca había ocultado su deseo de volver a la normalidad. Los vestidos de diseñador y las joyas caras nunca habían tenido ningún atractivo para ella. Prefiere la comodidad sencilla y relajada en cualquier momento.
—Lo siento, cariño, pero las camisas masculinas manchadas de pintura no son el estilo aquí,— dijo Virgil, guiñándole el ojo a las adolescentes que reían y los grababan en sus teléfonos.
Cami estalló en carcajadas cuando, sin previo aviso, Virgil se volvió hacia ella, la inclinó y la besó.
No pudo evitar escuchar los suspiros de placer por lo que debía parecer un momento romántico entre dos amantes vampiros. Se lo estaban comiendo con los ojos, tal como Virgil sabía que harían.
Cerrando los ojos, siguió el juego, tomando el rostro de Virgil entre sus manos mientras intentaba contener su risa. Por el apretón de advertencia en su cadera derecha, Virgil era muy consciente de ello.
Entonces, él la levantó y la guió hacia el interior mientras Cami alcanzaba a ver a una mujer abanicándose con su teléfono. En cuanto las puertas se cerraron tras ellos, ambos estallaron en carcajadas.
A pesar de su inquietud anterior, estaba pasándolo de maravilla. Virgil estaba decidido a cumplir su promesa de que disfrutaría la noche, y lo estaba logrando.
Habían bailado sin parar desde que llegaron, y cuando no estaban bailando, él la hacía reír contándole los chistes más groseros que se le ocurrían. No parecía importarle la desaprobación que recibía, y después de un rato, a ella tampoco.
—No más,— se rindió ella. —Me duelen los pies y los costados de tanto reír con tus terribles chistes. Necesito un descanso.
—¿Estás segura? Te prometí una buena noche.
—Me la estoy pasando genial,— sonrió.
—Entonces iré a buscar unas bebidas.— Sus ojos buscaron un mesero. —Espera aquí, vuelvo enseguida.
—Iré contigo,— dijo Cami, mirando cautelosa los rostros fríos a su alrededor. La dejaría sola en medio de la pista de baile, y no estaba segura de haber superado lo que pasó la última vez.
—No hace falta. Solo será un minuto, y volvemos a bailar.— Le guiñó un ojo antes de darse la vuelta.
Deteniéndolo con una mano en el hombro, ella le dio un beso en la mejilla.
—Gracias, Virgil.
—No hace falta agradecer. La noche aún no termina,— dijo antes de desaparecer entre la multitud.
Aun sonriendo, Cami se apartó para dejar paso a las parejas que seguían bailando. Éxtasis estaba tan concurrido como siempre, y con jazz en lugar de la música clásica habitual, el ambiente era mucho menos frío.
Pero, por mucho que estaba disfrutando de la noche con Virgil, ya era hora de que los dos volvieran a Londres. Hablaría con él sobre eso cuando regresaran a casa, decidió.
Una mano se posó en su hombro y, sonriendo, se giró.
—¿No encontraste...?— Se detuvo. Se quedó mirando.
Una mano, fría e implacable, le sujetó la cintura y la atrajo hacia él. Sus manos subieron para apoyarse en un pecho igualmente duro, buscando equilibrio mientras su mundo se tambaleaba a su alrededor.
—¡Dorian!— jadeó.
No hubo respuesta del hombre de rostro sombrío, mandíbula firme y mentón obstinado, que la miraba con unos torturados ojos verde esmeralda. Su cabello n***o azabache, grueso y un poco largo, rozaba la nuca.
Con sus brazos aprisionándola contra él, mientras sus manos se aferraban en un intento inútil de estabilizarse, él la llevó a través de la densa multitud de personas.
Sus manos eran frías y duras, y su rostro... de alguna manera, parecía aún más impenetrable.