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El lado escondido de una mente siniestra

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Mentiras. Engaños. Manipulación...Tres de incontables costados de un hombre gobernado por sus peores sentimientos. Un ser nefasto que se dedicó a caminar por las llamas del infierno y a quien jamás la culpa y el remordimiento lo lograron desviar de su eje inicial. Un arquetipo de la maldad en su máxima expresión; un reflejo vivo de la sicopatía elevada a un nivel superlativo. La retorcida historia de Mauricio Arregui, un hombre que pareció haber planificado los destructivos caminos de su vida y desear fervientemente llevar a los suyos a vivir dentro de ese mar de fuego. La mendacidad, el enredo y el embuste fueron sus armas letales a lo largo de su proceso. Con ellas se manejó y ese fue su mayor legado.

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MELINA (Parte 1)
Nunca tuve el deseo firme de ir a visitar a mi madre al cementerio. No sé si la palabra es "deseo". Probablemente no sea esa la palabra. Se me cruzaron muchas por la mente: propósito, ganas, idea, anhelo, por nombrar algunas de las tantas. Pero supongo que "deseo" es la más apropiada porque encierra a todas las que nombré. Y a las que omití. Tal vez otros usen denominaciones distintas, pero yo prefiero quedarme con la palabra "deseo". Desde ese 27 de enero un hueco grande se abrió en mi pecho, un espacio gigantesco me abarcó la totalidad del alma y recién ahora parece sacudirme, como aquellas estrellas que caen desde el horizonte nocturno, esas que, en realidad, colisionaron millones de años atrás y que millones de años después las vemos como si fuera una rozadura presente y fidedigna. He caminado estos años con un dolor a cuestas, dolor al que no sentí royendo mi carne y al que no advertí, más allá de saber que a mi madre no la iba a tener y no la iba a ver nunca más: "El hueso quebrado duele cuando todo el polvo se asienta". En 1983. trabajando en mi casa paterna con la colocación de una ventana corrediza, el vidrio de la misma se zafó por las canaletas de la estructura de chapa en una maniobra errónea de mi parte - y dio de lleno en el suelo. Me quería morir, porque al tiempo que el vidrió se hacía añicos, mi padre ingresaba a casa por la puerta principal escuchando los últimos lamentos del cristal esparcidos por el piso. Mamá se asomó y en un lenguaje mudo le rogué que no levantara el avispero para que mi padre no me alzara por los aires después de semejante descuido. El grito de mamá fue un suplicio venido desde los rincones más temerarios del infierno. Papá se asomó y un color blanquecino tirando a pálido mortal lo cubrió repentinamente. Me entregué. No tenía escapatoria. Pero no entendía por qué mamá daba esos alaridos demoníacos que seguramente escuchaban los vecinos, y menos aún comprendía por qué papá no se soltaba con su habitual cara de perro. Mamá estiró su brazo tan lentamente como yo lo seguía en su despliegue y apuntó hacia el suelo con su garganta a punto de estallar. Un charco inmenso de sangre rodeaba mis pies dando la sensación de estar parado sobre un hoyo relleno del líquido rojo. Sólo recuerdo que mi dedo pulgar (el gordo) estaba a unos diez centímetros, aislado del resto del pie, como si hubiese sido expulsado por los cuatro dedos restantes. Recién ahí comprendí los gritos desgarradores de mamá y la palidez extrema de mi padre. Me dolieron más los cuatro meses venideros, provisto de muletas y curaciones de todo tipo, que aquella sesgadura atroz que me dejó una incapacidad menor y un dedo rígido para toda la vida. Mamá murió porque era su turno, era su hora, su momento, así como un 22 de mayo de 1941 a las cuatro de la tarde fue su turno, su hora y su momento de ingresar en la gran historia de aquellos que tienen la fortuna de ser partícipes de esta vida de misterios. Pero dos años después de su muerte siento el impacto de aquel golpe, de aquella pérdida, como lo sentí cuando vi el dedo despegado de mi cuerpo o cuando pedí tres deseos al creer que esa estrella moría esa noche detrás de las márgenes del universo. Una mañana me desperté con la palabra "deseo" hecha carne, como si me doliera una parte de mi cuerpo. Y si bien me aferraba al concepto de que a la vieja no iba a verla nunca más (detesto las presunciones y esa sabiduría ignorante de los que creen conocer las verdades de un más allá), sentí la férrea necesidad de estar un poco más cerca de ella, aunque sea jugueteando con la flor natural que de seguro estaba asomada a la tierra que cubría el ataúd deshecho con sus restos comidos por las larvas. o tal vez debería haberme quedado en mi soledad y haber tenido un diálogo con ella, sin saber si escucharía mis penas y mis alegrías, pero en definitiva algo que me hubiera reconfortado y me hubiera hecho dar cuenta de su muerte. Entonces me decidí y me dije: "Voy a visitarla". Pero recordé que encima de mi madre - en el cementerio - estaba mi padre, quien había muerto casi un año después. Y me pregunté: "¿Será que la estrella de él todavía no ha caído? ¿Será que aún no he bajado la mirada hacia mis pies y todavía sigo acorralado con los gritos desencajados de mi madre y la expresión abúlica de mi padre?". Tal vez unos años más adelante me despierte masticando de nuevo la palabra "deseo" y me muevan las ganas de visitarlo. Ese domingo una garúa imperceptible tenía la intención de tocar el piso, pero su debilidad se disgregaba en el aire centímetros antes del suelo. No se cumplía un nuevo mes del fallecimiento de mamá, ni un nuevo aniversario: era un día más, uno cualquiera. Recuerdo que era otoño, un otoño desapacible y gris, con el tendal de hojas marrones y amarillas contrastando con la palidez del domingo y, al mismo tiempo, conjugándose para formar un marco que mezclaba lo abstracto y lo maravilloso. Intencionalmente me levanté despacio tratando de no dar tantas señales de lo que quería hacer, de mis propósitos, para no tener que ponerme en el amargo y extenuante trabajo de explicar pormenorizadamente los planes que guardaba en mi cabeza. Abrí las cortinas de la ventana que daba al patio para remolonear con la tristeza de la estación, pero desde afuera la imagen que ingresó fue peor que la que mi cerebro había diseñado previamente: un halo de melancolía extremo danzaba en soledad por lo gris plomizo y pesado de un día acabado en su quiebre abismal; una especie de sombra descomunal se devoraba la ciudad silenciosa y la exponía al desagrado general, a las miradas tristes de las personas que lloraban desde los rincones mismos de su alma. Mi gesto se destiñó de repente y por un instante abandonó aquella mueca de júbilo que tuvo mientras me preparaba en la habitación sin hacer el más mínimo ruido. Pero luego até cabos y concluí en que no debía darle de beber de la sangre que necesitaba al monstruo que vivía allá afuera para que se burlara arteramente de mí el resto del domingo. Mientras desayunaba un espumoso café con leche y medialunas caseras que había horneado la tarde anterior Abigail, la amiga de Sabrina, la menor de mis hijas - con mis piernas estiradas y los pies apoyados en la silla de enfrente - me perdí en el paisaje desagradable a los ojos, pero reconfortante para el espíritu (por lo menos para mí), imaginando el camino a recorrer y enfundado en una especie de nerviosismo palpable, como el cosquilleo clásico que genera una cita por vez primera. Aquel 27 de enero, luego del sepelio, todos fueron desapareciendo como almas perdiéndose detrás de los árboles, uno a uno, lentamente, como una parsimoniosa peregrinación dolosa. El poderoso viento que se hacía ancho en la desolación del cementerio parecía querer desprenderse de su aburrimiento y de vez en cuando me pechaba como deseando que yo también continuara los pasos de los que se habían ido. Era verdaderamente fuerte y me silbaba por ambos flancos. Cuando me cercioré de mi soledad me dispuse a regar la tierra húmeda que cubría el féretro de mi madre con muchas palabras atoradas. Luego de una hora y media descubrí que mi silencio seguía abanderado a mi lengua, aprisionando mi habla y colocándome en una situación de desagrado conmigo mismo. Las palabras se disolvieron y en un ceremonioso acto de constricción siguieron el camino de los deudos por la ruta 150 rumbo a La Alborada. La que sí pareció decir algo fue ella, mi madre: "Este no es el momento". No oí su voz, pero sentí que por mi piel reptaron sus palabras, se colaron por mis poros, y se quedaron acurrucadas en algún rincón de mi cerebro. Las piernas se me habían dormido. Me pesaban dos toneladas cada una y hasta podía sentir un dolor agudo que se disparaba desde el centro del hueso. Ayudado por mis manos me apoyé en la silla y me tiré hacia atrás para poder bajarlas, pero éstas cayeron como dos bolsas de papas sin control alguno. La garúa luchaba por materializarse y la humedad del patio olía al sudor impartido por aquella batalla. Todos continuaban en sus posiciones de confort. Claro, era domingo. Yo seguía con la idea férrea de no dar claras señales de mi espectáculo y terminé de alistarme en la cocina, después de lavar con agua fría los elementos del desayuno para que el insoportable ruido del viejo calefón no sacudiera el polvo aquietado. Tenía un viaje largo. El cementerio quedaba en Palo n***o, unos veinticinco kilómetros al norte de La Alborada, un parque residencial basto, en donde la paz parecía tener color verde y aroma a jazmines. El primer objetivo estaba logrado: nadie se percató de mis movimientos ni of el chillido de las ruidosas camas, ese que dan cuando alguien se mueve en ellas buscando una nueva postura o intentando saber qué hace papá un domingo a las ocho de la mañana. Pegué un vistazo camuflado de todos modos, por si acaso me dejaba guiar erróneamente por mis sensaciones, y encontré todo como cuando recién amanecía la jornada. Adentro no lo noté, pero la mañana estaba ciertamente fresca. Me quedé un instante largo dentro del coche sobando mis piernas y friccionando mis manos mientras aguardaba que el motor tuviera un sonido menos ronco, haciendo pegar contra el vidrio empañado las argollas de humo que lanzaba por mi boca. Un gesto de alegría y melancolía se me instaló en el rostro cuando una imagen pareció llamarme con su voz inconfundible: todavía vivía sobre la alfombra que cubría el piso del auto, hacia el lado del acompañante, el hueco hecho por la ceniza de uno de los últimos cigarrillos que un viernes mi madre dejó caer como uno más de sus descuidos. Del reto de ese día a la saliva enorme que me atoraba la respiración en este domingo frío, se me cruzó como un relámpago toda su vida miserable, todo su infortunio, todo el sendero de dolor por el que tuvo que caminar, como si su vida hubiese sido una condena a quemarse eternamente los pies. La calle era la postal de la desolación y los árboles desnudos lloraban las gotas que la garúa débil dejaba depositada en sus ramas delgadas. El día parecía no querer despertar aun y podía darme cuenta de ello, como si sintiera la respiración de su sueño pesado en el ambiente denso. -"No me quiero morir -". Esa frase fue acompañándome a lo largo de todo el viaje desde La Alborada hasta el cementerio de Palo Negro. Yo vivía en su casa para ese entonces luego de haberme separado de mi esposa, y tenía un juego de llaves que mamá me había prestado para no tener que levantarse tarde en la noche cuando yo regresaba de trabajar. Llegué casi despuntando el alba. Yo me había armado en el living de la casa una suerte de cama hecha con los sillones, porque en una habitación dormía mi padre, postrado y loco de atar, y en la otra dormía ella en una amplia cama de dos plazas. Cuando me dispuse a desvestirme para finalmente acostarme, un grito desgarrador atravesó la puerta de la habitación de mamá y me hizo crujir contra los almohadones del sillón. Me levanté y cubriéndome con la camiseta larga me metí sin pedir permiso en el cuarto. Ella estaba inclinada hacia su costado derecho, con su brazo apoyado sobre el colchón sosteniendo su cuerpo. Cuando me vio entrar se secó la boca con la manga de su camisón y en ella pude advertir algo oscuro. Deduje que algo estaba vomitando y que quiso tapar la evidencia para que yo no tomara cartas en el asunto. Caminé unos metros hacia donde presumía que estaba el desastre y pude ver un charco gigante de una sangre oscura, casi negra, desparramada sobre el suelo. Mamá no pudo camuflar más su condición y un nuevo episodio de vómitos le ganó la batalla. Cuando se incorporó, con su rostro desencajado y sus ojos a punto de estallar, me dijo: - "No me quiero morir - " -"Señor, la gente está esperando -" - El empleado de la estación de servicio me lo dijo en un tono alto, pero no fue un tono de reprimenda: más bien fue de hartazgo. -Perdón por favor dije sin mirarlo a los ojos intentando disimular el instante de recuerdo. Seis meses después de aquel episodio mamá falleció en una clínica privada. Un cáncer de hígado la tenía a mal traer desde hacía unos cuantos años, pero en los últimos diez meses la enfermedad dio la embestida definitiva. Tres días antes de su muerte había perdido el conocimiento y, lejos de los pronósticos que auguraban la posibilidad de un desenlace bajo sufrimientos aterradores, tuvo una última inspiración y su gesto de dolor se transformó en la paz que la muerte proporciona. Poco después de atravesar la ciudad, tranquilamente, y sin tener obstáculos de importancia, tomé la interminable Avenida de Los Leones que me unía casi quince kilómetros más adelante con la ruta 150, llevándome derecho a Palo n***o. El cielo se había tornado más oscuro todavía. Antes de partir había fantaseado con la idea de que a media mañana el sol podría estar dando sus primeros indicios de vida, pero, por el contrario, el peso de la oscuridad derribó todas mis presunciones. La garúa débil del principio comenzó a tomar una forma más material y esa leve llovizna fue la compañía segura durante todo el viaje. Apenas ingresé en los primeros tramos de la ruta descubrí la inexistencia de los silos de maíz de la gran empresa El Cañaveral, que hasta hacía un año atrás, se asomaban como tres monstruos imponentes que le daban prestancia a la primera vista desde la ruta en pleno viaje. De arranque nomás caí en la cuenta del tiempo transcurrido y de mi inoperancia por estos trayectos. Un par de kilómetros más adelante persistía en el abandono El Centro Etcheverry, un loquero municipal que deambuló en el ojo de la tormenta desde el momento mismo en que sus puertas se abrieron a la comunidad y por el que pasaron miles de personas, muchas de ellas asesinadas arteramente y sin sentido alguno, y otras tantas cayendo en horrorosos suicidios al contemplarse enteramente abandonadas a su suerte por familiares que los depositaban en las garras de una muerte segura y anunciada. Al pasar por la Estatua del Toro, un monumento escultural que se transformó en un símbolo para los pueblos aledaños, decidí detenerme al costado de la ruta aprovechando que la llovizna había apaciguado un tanto su castigo molesto y, a lo lejos, unos trescientos metros campo adentro, algunas vacas y un par de caballos, pastaban en el sosiego de la inmensidad verde. Mi tío Jesús aguardaba con su santa paciencia cerca del andén la llegada del coche motor. Dentro de la estación, Catalina, la hermana mayor, intentaba disuadir la tristeza que mamá se tragaba en su mudez y en su soledad, sabiendo que si emitía un chillido sería abofeteada por aquella por más que el mismo Dios estuviera apostado en frente. Catalina sabía que mamá lloraba, pero mientras los sollozos fueran parte de la intimidad de mi madre y no corriera por sus mejillas, todo estaría en su lugar correcto. El pitazo del tren n***o se hizo sentir en casi toda Santa Adelaida: - "Vamos, movete -'dijo en forma de orden Catalina y mamá sin pestañear y sin decir palabra alguna, levantó la valija de cuero y ambas rumbearon hacia donde la máquina las esperaba. Mi padre, mientras tanto, aguardaba desde muy temprano en la vieja estación de La Alborada por la llegada de mamá para llevarla definitivamente a su nuevo hogar que él había alquilado un par de semanas atrás. Justo siete días antes se habían casado en una pequeña parroquia del pueblo de mi madre. En la tarde del día siguiente mi padre abordó un tren hacia La Alborada por cuestiones laborales y mamá - con mi padre poco convencido - decidió quedarse por última vez en Santa Adelaida para pasar un tiempo más junto a su familia. ""Te voy a extrañar Burro Esas fueron las últimas palabras de mi tío Jesús para con mamá en los escalones de hierro del largo tren hacia La Alborada. Ella sólo trepó y se desintegró en llantos sobre el asiento del coche motor, mientras el silbido agudo y cortante despedía al pueblo con su clásica reverencia. Allá, bien atrás, quedaban muchos de los sueños de mamá, los rostros ajados por el trabajo de la abuela Pancha y del abuelo Héctor, las locuras de Catalina, el manto de piedad de mi tío Jesús, la compañía fiel y segura de Capitán, el enorme perro con ojos de bueno, el vasto campo con sus animales tristes por la partida de Valeria y los veintitrés años de felicidad que parecían disgregarse en el sentimiento de dolor desparramado sobre los asientos del tren. Me solté de los alambres que separaban la ruta 150 del infinito campo, en donde las vacas y los caballos continuaban en su pastoreo matinal, con la llovizna un poco más gruesa esta vez. Mamá olió a campo hasta el último día de su vida. Jamás pudo desarraigarse. Vivió sus setenta años adosada a los churquis y a los catres desvencijados; a los tambos y a los mudos gritos del alba, a los extensos maizales y a esos animales que vivieron por siete décadas en lo más recóndito de su alma. La vastedad de una ciudad   luminosa se hizo estéril ante la fortaleza de su afianzamiento con las verdades de un pueblo que añoró hasta el hartazgo. Fue con lo único que mamá le jugó de infiel a mi padre: con su Santa Adelaida amada.

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