MELINA (Parte 1)
Nunca tuve el deseo firme de ir a visitar a mi madre al cementerio.
No sé si la palabra es "deseo". Probablemente no sea esa la
palabra. Se me cruzaron muchas por la mente: propósito, ganas,
idea, anhelo, por nombrar algunas de las tantas. Pero supongo que
"deseo" es la más apropiada porque encierra a todas las que
nombré. Y a las que omití. Tal vez otros usen denominaciones
distintas, pero yo prefiero quedarme con la palabra "deseo".
Desde ese 27 de enero un hueco grande se abrió en mi pecho, un
espacio gigantesco me abarcó la totalidad del alma y recién ahora
parece sacudirme, como aquellas estrellas que caen desde el
horizonte nocturno, esas que, en realidad, colisionaron millones de
años atrás y que millones de años después las vemos como si fuera
una rozadura presente y fidedigna.
He caminado estos años con un dolor a cuestas, dolor al que no
sentí royendo mi carne y al que no advertí, más allá de saber que a
mi madre no la iba a tener y no la iba a ver nunca más: "El hueso
quebrado duele cuando todo el polvo se asienta".
En 1983. trabajando en mi casa paterna con la colocación de una
ventana corrediza, el vidrio de la misma se zafó por las canaletas de
la estructura de chapa en una maniobra errónea de mi parte - y
dio de lleno en el suelo. Me quería morir, porque al tiempo que el
vidrió se hacía añicos, mi padre ingresaba a casa por la puerta
principal escuchando los últimos lamentos del cristal esparcidos
por el piso. Mamá se asomó y en un lenguaje mudo le rogué que no
levantara el avispero para que mi padre no me alzara por los aires
después de semejante descuido. El grito de mamá fue un suplicio
venido desde los rincones más temerarios del infierno. Papá se
asomó y un color blanquecino tirando a pálido mortal lo cubrió
repentinamente. Me entregué. No tenía escapatoria. Pero no
entendía por qué mamá daba esos alaridos demoníacos que
seguramente escuchaban los vecinos, y menos aún comprendía por
qué papá no se soltaba con su habitual cara de perro. Mamá estiró
su brazo tan lentamente como yo lo seguía en su despliegue y
apuntó hacia el suelo con su garganta a punto de estallar. Un
charco inmenso de sangre rodeaba mis pies dando la sensación de
estar parado sobre un hoyo relleno del líquido rojo. Sólo recuerdo
que mi dedo pulgar (el gordo) estaba a unos diez centímetros,
aislado del resto del pie, como si hubiese sido expulsado por los
cuatro dedos restantes. Recién ahí comprendí los gritos
desgarradores de mamá y la palidez extrema de mi padre. Me
dolieron más los cuatro meses venideros, provisto de muletas y
curaciones de todo tipo, que aquella sesgadura atroz que me dejó
una incapacidad menor y un dedo rígido para toda la vida.
Mamá murió porque era su turno, era su hora, su momento, así
como un 22 de mayo de 1941 a las cuatro de la tarde fue su turno,
su hora y su momento de ingresar en la gran historia de aquellos
que tienen la fortuna de ser partícipes de esta vida de misterios.
Pero dos años después de su muerte siento el impacto de aquel
golpe, de aquella pérdida, como lo sentí cuando vi el dedo
despegado de mi cuerpo o cuando pedí tres deseos al creer que esa
estrella moría esa noche detrás de las márgenes del universo.
Una mañana me desperté con la palabra "deseo" hecha carne,
como si me doliera una parte de mi cuerpo. Y si bien me aferraba al
concepto de que a la vieja no iba a verla nunca más (detesto las
presunciones y esa sabiduría ignorante de los que creen conocer
las verdades de un más allá), sentí la férrea necesidad de estar un
poco más cerca de ella, aunque sea jugueteando con la flor natural
que de seguro estaba asomada a la tierra que cubría el ataúd
deshecho con sus restos comidos por las larvas. o tal vez debería
haberme quedado en mi soledad y haber tenido un diálogo con
ella, sin saber si escucharía mis penas y mis alegrías, pero en
definitiva algo que me hubiera reconfortado y me hubiera hecho
dar cuenta de su muerte.
Entonces me decidí y me dije: "Voy a visitarla".
Pero recordé que encima de mi madre - en el cementerio - estaba
mi padre, quien había muerto casi un año después. Y me pregunté:
"¿Será que la estrella de él todavía no ha caído? ¿Será que aún no
he bajado la mirada hacia mis pies y todavía sigo acorralado con los
gritos desencajados de mi madre y la expresión abúlica de mi
padre?". Tal vez unos años más adelante me despierte masticando
de nuevo la palabra "deseo" y me muevan las ganas de visitarlo.
Ese domingo una garúa imperceptible tenía la intención de tocar el
piso, pero su debilidad se disgregaba en el aire centímetros antes
del suelo. No se cumplía un nuevo mes del fallecimiento de mamá,
ni un nuevo aniversario: era un día más, uno cualquiera. Recuerdo
que era otoño, un otoño desapacible y gris, con el tendal de hojas
marrones y amarillas contrastando con la palidez del domingo y, al
mismo tiempo, conjugándose para formar un marco que mezclaba
lo abstracto y lo maravilloso.
Intencionalmente me levanté despacio tratando de no dar tantas
señales de lo que quería hacer, de mis propósitos, para no tener
que ponerme en el amargo y extenuante trabajo de explicar
pormenorizadamente los planes que guardaba en mi cabeza.
Abrí las cortinas de la ventana que daba al patio para remolonear
con la tristeza de la estación, pero desde afuera la imagen que
ingresó fue peor que la que mi cerebro había diseñado
previamente: un halo de melancolía extremo danzaba en soledad
por lo gris plomizo y pesado de un día acabado en su quiebre
abismal; una especie de sombra descomunal se devoraba la ciudad
silenciosa y la exponía al desagrado general, a las miradas tristes de
las personas que lloraban desde los rincones mismos de su alma.
Mi gesto se destiñó de repente y por un instante abandonó aquella
mueca de júbilo que tuvo mientras me preparaba en la habitación
sin hacer el más mínimo ruido. Pero luego até cabos y concluí en
que no debía darle de beber de la sangre que necesitaba al
monstruo que vivía allá afuera para que se burlara arteramente de
mí el resto del domingo.
Mientras desayunaba un espumoso café con leche y medialunas
caseras que había horneado la tarde anterior Abigail, la amiga de
Sabrina, la menor de mis hijas - con mis piernas estiradas y los pies
apoyados en la silla de enfrente - me perdí en el paisaje
desagradable a los ojos, pero reconfortante para el espíritu (por lo
menos para mí), imaginando el camino a recorrer y enfundado en
una especie de nerviosismo palpable, como el cosquilleo clásico
que genera una cita por vez primera. Aquel 27 de enero, luego del
sepelio, todos fueron desapareciendo como almas perdiéndose
detrás de los árboles, uno a uno, lentamente, como una
parsimoniosa peregrinación dolosa. El poderoso viento que se
hacía ancho en la desolación del cementerio parecía querer
desprenderse de su aburrimiento y de vez en cuando me pechaba
como deseando que yo también continuara los pasos de los que se
habían ido. Era verdaderamente fuerte y me silbaba por ambos
flancos. Cuando me cercioré de mi soledad me dispuse a regar la
tierra húmeda que cubría el féretro de mi madre con muchas
palabras atoradas. Luego de una hora y media descubrí que mi
silencio seguía abanderado a mi lengua, aprisionando mi habla y
colocándome en una situación de desagrado conmigo mismo. Las
palabras se disolvieron y en un ceremonioso acto de constricción
siguieron el camino de los deudos por la ruta 150 rumbo a La
Alborada. La que sí pareció decir algo fue ella, mi madre: "Este no
es el momento". No oí su voz, pero sentí que por mi piel reptaron
sus palabras, se colaron por mis poros, y se quedaron acurrucadas
en algún rincón de mi cerebro.
Las piernas se me habían dormido. Me pesaban dos toneladas cada
una y hasta podía sentir un dolor agudo que se disparaba desde el
centro del hueso. Ayudado por mis manos me apoyé en la silla y
me tiré hacia atrás para poder bajarlas, pero éstas cayeron como
dos bolsas de papas sin control alguno. La garúa luchaba por
materializarse y la humedad del patio olía al sudor impartido por
aquella batalla.
Todos continuaban en sus posiciones de confort. Claro, era
domingo. Yo seguía con la idea férrea de no dar claras señales de
mi espectáculo y terminé de alistarme en la cocina, después de
lavar con agua fría los elementos del desayuno para que el
insoportable ruido del viejo calefón no sacudiera el polvo
aquietado.
Tenía un viaje largo. El cementerio quedaba en Palo n***o, unos
veinticinco kilómetros al norte de La Alborada, un parque
residencial basto, en donde la paz parecía tener color verde y
aroma a jazmines. El primer objetivo estaba logrado: nadie se
percató de mis movimientos ni of el chillido de las ruidosas camas,
ese que dan cuando alguien se mueve en ellas buscando una nueva
postura o intentando saber qué hace papá un domingo a las ocho
de la mañana. Pegué un vistazo camuflado de todos modos, por si
acaso me dejaba guiar erróneamente por mis sensaciones, y
encontré todo como cuando recién amanecía la jornada.
Adentro no lo noté, pero la mañana estaba ciertamente fresca. Me
quedé un instante largo dentro del coche sobando mis piernas y
friccionando mis manos mientras aguardaba que el motor tuviera
un sonido menos ronco, haciendo pegar contra el vidrio empañado
las argollas de humo que lanzaba por mi boca. Un gesto de alegría y
melancolía se me instaló en el rostro cuando una imagen pareció
llamarme con su voz inconfundible: todavía vivía sobre la alfombra
que cubría el piso del auto, hacia el lado del acompañante, el hueco
hecho por la ceniza de uno de los últimos cigarrillos que un viernes
mi madre dejó caer como uno más de sus descuidos. Del reto de
ese día a la saliva enorme que me atoraba la respiración en este
domingo frío, se me cruzó como un relámpago toda su vida
miserable, todo su infortunio, todo el sendero de dolor por el que
tuvo que caminar, como si su vida hubiese sido una condena a
quemarse eternamente los pies.
La calle era la postal de la desolación y los árboles desnudos
lloraban las gotas que la garúa débil dejaba depositada en sus
ramas delgadas. El día parecía no querer despertar aun y podía
darme cuenta de ello, como si sintiera la respiración de su sueño
pesado en el ambiente denso.
-"No me quiero morir -". Esa frase fue acompañándome a lo largo
de todo el viaje desde La Alborada hasta el cementerio de Palo
Negro. Yo vivía en su casa para ese entonces luego de haberme
separado de mi esposa, y tenía un juego de llaves que mamá me
había prestado para no tener que levantarse tarde en la noche
cuando yo regresaba de trabajar. Llegué casi despuntando el alba.
Yo me había armado en el living de la casa una suerte de cama
hecha con los sillones, porque en una habitación dormía mi padre,
postrado y loco de atar, y en la otra dormía ella en una amplia
cama de dos plazas. Cuando me dispuse a desvestirme para
finalmente acostarme, un grito desgarrador atravesó la puerta de
la habitación de mamá y me hizo crujir contra los almohadones del
sillón. Me levanté y cubriéndome con la camiseta larga me metí sin
pedir permiso en el cuarto. Ella estaba inclinada hacia su costado
derecho, con su brazo apoyado sobre el colchón sosteniendo su
cuerpo. Cuando me vio entrar se secó la boca con la manga de su
camisón y en ella pude advertir algo oscuro. Deduje que algo
estaba vomitando y que quiso tapar la evidencia para que yo no
tomara cartas en el asunto. Caminé unos metros hacia donde
presumía que estaba el desastre y pude ver un charco gigante de
una sangre oscura, casi negra, desparramada sobre el suelo. Mamá
no pudo camuflar más su condición y un nuevo episodio de
vómitos le ganó la batalla. Cuando se incorporó, con su rostro
desencajado y sus ojos a punto de estallar, me dijo: - "No me quiero
morir - "
-"Señor, la gente está esperando -" - El empleado de la estación de
servicio me lo dijo en un tono alto, pero no fue un tono de
reprimenda: más bien fue de hartazgo.
-Perdón por favor dije sin mirarlo a los ojos intentando disimular
el instante de recuerdo.
Seis meses después de aquel episodio mamá falleció en una clínica
privada. Un cáncer de hígado la tenía a mal traer desde hacía unos
cuantos años, pero en los últimos diez meses la enfermedad dio la
embestida definitiva. Tres días antes de su muerte había perdido el
conocimiento y, lejos de los pronósticos que auguraban la
posibilidad de un desenlace bajo sufrimientos aterradores, tuvo
una última inspiración y su gesto de dolor se transformó en la paz
que la muerte proporciona.
Poco después de atravesar la ciudad, tranquilamente, y sin tener
obstáculos de importancia, tomé la interminable Avenida de Los
Leones que me unía casi quince kilómetros más adelante con la
ruta 150, llevándome derecho a Palo n***o.
El cielo se había tornado más oscuro todavía. Antes de partir había
fantaseado con la idea de que a media mañana el sol podría estar
dando sus primeros indicios de vida, pero, por el contrario, el peso
de la oscuridad derribó todas mis presunciones. La garúa débil
del principio comenzó a tomar una forma más material y esa leve
llovizna fue la compañía segura durante todo el viaje.
Apenas ingresé en los primeros tramos de la ruta descubrí la
inexistencia de los silos de maíz de la gran empresa El Cañaveral,
que hasta hacía un año atrás, se asomaban como tres monstruos
imponentes que le daban prestancia a la primera vista desde la
ruta en pleno viaje. De arranque nomás caí en la cuenta del tiempo
transcurrido y de mi inoperancia por estos trayectos.
Un par de kilómetros más adelante persistía en el abandono El
Centro Etcheverry, un loquero municipal que deambuló en el ojo
de la tormenta desde el momento mismo en que sus puertas se
abrieron a la comunidad y por el que pasaron miles de personas,
muchas de ellas asesinadas arteramente y sin sentido alguno, y
otras tantas cayendo en horrorosos suicidios al contemplarse
enteramente abandonadas a su suerte por familiares que los
depositaban en las garras de una muerte segura y anunciada.
Al pasar por la Estatua del Toro, un monumento escultural que se
transformó en un símbolo para los pueblos aledaños, decidí
detenerme al costado de la ruta aprovechando que la llovizna
había apaciguado un tanto su castigo molesto y, a lo lejos, unos
trescientos metros campo adentro, algunas vacas y un par de
caballos, pastaban en el sosiego de la inmensidad verde.
Mi tío Jesús aguardaba con su santa paciencia cerca del andén la
llegada del coche motor. Dentro de la estación, Catalina, la
hermana mayor, intentaba disuadir la tristeza que mamá se
tragaba en su mudez y en su soledad, sabiendo que si emitía un
chillido sería abofeteada por aquella por más que el mismo Dios
estuviera apostado en frente. Catalina sabía que mamá lloraba,
pero mientras los sollozos fueran parte de la intimidad de mi
madre y no corriera por sus mejillas, todo estaría en su lugar
correcto.
El pitazo del tren n***o se hizo sentir en casi toda Santa Adelaida:
-
"Vamos, movete -'dijo en forma de orden Catalina y mamá sin
pestañear y sin decir palabra alguna, levantó la valija de cuero y
ambas rumbearon hacia donde la máquina las esperaba. Mi padre,
mientras tanto, aguardaba desde muy temprano en la vieja
estación de La Alborada por la llegada de mamá para llevarla
definitivamente a su nuevo hogar que él había alquilado un par de
semanas atrás.
Justo siete días antes se habían casado en una pequeña parroquia
del pueblo de mi madre. En la tarde del día siguiente mi padre
abordó un tren hacia La Alborada por cuestiones laborales y mamá
- con mi padre poco convencido - decidió quedarse por última vez
en Santa Adelaida para pasar un tiempo más junto a su familia.
""Te voy a extrañar Burro Esas fueron las últimas palabras de mi
tío Jesús para con mamá en los escalones de hierro del largo tren
hacia La Alborada. Ella sólo trepó y se desintegró en llantos sobre el
asiento del coche motor, mientras el silbido agudo y cortante
despedía al pueblo con su clásica reverencia. Allá, bien atrás,
quedaban muchos de los sueños de mamá, los rostros ajados por el
trabajo de la abuela Pancha y del abuelo Héctor, las locuras de
Catalina, el manto de piedad de mi tío Jesús, la compañía fiel y
segura de Capitán, el enorme perro con ojos de bueno, el vasto
campo con sus animales tristes por la partida de Valeria y los
veintitrés años de felicidad que parecían disgregarse en el
sentimiento de dolor desparramado sobre los asientos del tren.
Me solté de los alambres que separaban la ruta 150 del infinito
campo, en donde las vacas y los caballos continuaban en su
pastoreo matinal, con la llovizna un poco más gruesa esta vez.
Mamá olió a campo hasta el último día de su vida. Jamás pudo
desarraigarse. Vivió sus setenta años adosada a los churquis y a los
catres desvencijados; a los tambos y a los mudos gritos del alba, a
los extensos maizales y a esos animales que vivieron por siete
décadas en lo más recóndito de su alma. La vastedad de una ciudad
luminosa se hizo estéril ante la fortaleza de su afianzamiento con
las verdades de un pueblo que añoró hasta el hartazgo. Fue con lo
único que mamá le jugó de infiel a mi padre: con su Santa Adelaida
amada.