I. ULACA-3

2159 Palabras
—No —atajó el instructor—. Creo que deberías pensar menos en las conquistas y en el poder; eres muy joven todavía. Sin embargo, a Michelle le divertía mucho ver cómo su pupilo razonaba y discurría. Aunque durante mucho tiempo evitó fomentar su interés por temor a que ello le restase tiempo para otros aprendizajes, nunca eludía una conversación si esta salía al encuentro del aburrimiento. Algunas veces proponía él los temas, otras surgían como de la nada, y las más de las veces era el aprendiz el que soltaba algún titulillo que daba pie a la charla. —¿Recuerdas lo que me contaste aquella vez sobre el reino de Tartessos? —abordó Pietro con energía cuando habían pasado muchos meses desde la referida conversación. —No —respondió Michelle forzando la mentira. —Sí, hombre, ¿cómo no te vas a acordar?, lo de Argantonio y todo eso. ¿No te acuerdas de que a mí me pareció una historia incompleta? —¡Ah, sí!, ahora sí. Pero ¿qué quieres decir con eso? —Solo que yo tenía razón. Que habrían acabado sometiéndolos. Grecia siempre fue cuna de grandes guerreros. Mira si no lo que consiguió Alejandro Magno. —¿Qué sabes tú de Alejandro Magno? Yo nunca te hablé de él ni te he dado libro alguno en el que figure su nombre. —Mi abuelo. Él me compra libros y me pide que se los lea por la noche. Mi madre recela un poco porque dice que son poco piadosos, pero al final, por no discutir con él, permite que sigan entrando en casa. Bueno, lo que te decía. Once años, solo once años necesitó Alejandro Magno para convertirse en señor de Persia, Siria, Egipto y Mesopotamia. Era un hombre casi divino, un ser magnífico al que todos adoraban. Derramó sangre en muchos lugares, venció sin lucha en otros. Paseó sus huestes por montañas y valles, por el desierto y por las llanuras. Sus gentes se establecieron en todos los territorios conquistados, y llevando como llevaban su patria en los genitales, los niños que fueron naciendo dejaron de ser extranjeros. Invadió, ocupó y conquistó. Obtuvo todo lo que un hombre puede desear… —Y también deseó todo lo que un hombre no puede alcanzar —interrumpió Michelle—. En mi opinión, Alejandro Magno fue un gran guerrero, pero no un gran hombre. Estas dos condiciones no siempre van unidas. Un hombre borracho de poder no es ningún ejemplo. —Para mí, sí. Las virtudes que se necesitan para llegar a donde él llegó solo las puede reunir un ser superior, un hombre de grandísima inteligencia y mucho más valor. Un genio, en definitiva. —No te equivoques, el poder acaba haciendo enloquecer a los hombres. Es posible que esa imagen que tu mente ha creado no se corresponda con la realidad. Ya hemos visto cuán difícil es discernir lo cierto de lo incierto. En lo único que te doy completamente la razón es en que sus conquistas fueron fugaces y grandiosas. Todo lo demás se presta a interpretaciones. Durante los años siguientes, Pietro progresó notablemente en las materias de obligado estudio. Aprendía a paso lento pero sin pausa ni desfallecimiento. Se aplicaba con los antiguos filósofos, dominaba la aritmética, comprendía perfectamente los principios de la trigonometría, valoraba el arte e, incluso, se permitía la licencia de discutir con su maestro sobre lo acertado o no de las proporciones propuestas por el helenismo. Le encantaban las quimeras dialécticas y a veces se empleaba con tal ímpetu que no encontraba momento para dejar las disquisiciones. En ocasiones esas enardecidas conversaciones servían de recreo para los comensales, que disfrutaban viendo cómo el aprendiz de hombre defendía sus posturas. Otras veces servían para romper el lúgubre silencio en el que se desarrollaban los almuerzos, y de vez en cuando para preocupar a doña Julia, pues en el momento en el que el negocio tenía algo que ver con conquistas, reconquistas o cualquier tipo de poder terrenal, Pietro templaba la voz y hablaba con tanta seriedad que casi daba miedo. —Digo, Michelle —expuso Pietro durante un paseo—, que a lo largo de estos años he aprendido muchas cosas y que, como nos pasa a todos, unas son más de mi gusto que otras. Sabes de mi afición por los grandes hombres y por las grandes culturas; sin embargo, a pesar de ello, no sé ni una sola palabra sobre nosotros, sobre nuestro origen. Durante mucho tiempo no he tenido ni un solo pensamiento al respecto, pero durante las últimas semanas solo pienso en el imperio romano. He paseado decenas de veces por los foros, he ido a jugar al monte Palatino, me he escondido en los recovecos del Coliseo y también he imaginado que era un valeroso gladiador que luchaba por su vida en el albero. Pero a pesar de todo esto, nunca se me ocurrió pensar sobre el origen de todo aquello ni tampoco sobre su triste final. Me reconozco ignorante en esta materia. Si no te parece inconveniente de mucho peso, te agradecería que me instruyeras y orientaras en un asunto de tanta importancia. Deduzco que de la lectura de los clásicos griegos se puede obtener una buena explicación, aunque me veo incapaz de interpretar correctamente algunos textos. —¿Qué es lo que crees haber comprendido? —inquirió Michelle. —Poco. Solo que cuando los griegos conquistaron Troya y pasaron a cuchillo a la población, el único que consiguió sobrevivir a la m*****a fue Eneas, hijo de la diosa Venus, quien, temeroso de perder la vida, corrió hasta dar con sus huesos en nuestra península. Sufrió hambre y frío. Padeció mil penalidades indignas de un hombre de su rango, pero al final, siendo reconocida su valía, consiguió casarse con Lavinia, hija del rey Latino. Esto es todo lo que te puedo contar con certeza; si aventurase una palabra más sería a riesgo de que hicieras burla de mí, porque el lío que tengo en la cabeza es tal que confundiría los términos de manera absurda. —Bueno, sabes mucho más de lo que sabía yo a tu edad. Te aplaudo por ello y te premio con la narración de lo que sucedió muchos años después. Rea Silvia, obligada a servir a las Vírgenes Vestales para evitar que pudiera tener descendencia, quedó encinta del dios Marte, y dio a luz a dos varones con derecho al trono que le fueron arrebatados y fueron abandonados en un cesto para que se ahogasen. Las dos criaturas permanecieron en tan precaria embarcación muchos días, expuestos a las alimañas, a las corrientes y a las inclemencias del tiempo pero, como estaban marcados como seres especiales, el cestillo encalló en mitad del campo, y Acca Laurentia, conocida como la loba por llevar vida salvaje, los rescató, amamantó y crió hasta que fueron hombres. Estos dos varones eran Rómulo y Remo, y su ambición y su espíritu de grandeza eran de tal porte que no hacían juegos si no eran de guerra, ni cruzaban palabra que no fuera amenaza. Se mostraron impacientes desde el mismo instante en el que fueron rescatados de las aguas, y con esa desazón propia de los que creen que van a morir al día siguiente decidieron fundar una ciudad en el lugar en el que la loba los recuperó para el mundo de los vivos. Marcaron los límites mediante una muralla perimetral, y jurando matar a cualquiera que osase atravesar aquel límite se sentaron a pensar qué nombre le darían a su ciudad. Divagaron durante semanas sin ponerse de acuerdo, pues el nombre que a uno le parecía apropiado, el otro lo consideraba estúpido; bautizaron y rebautizaron la ciudad con decenas de nombres imaginarios que no soportaron la embestida de las primeras horas; cuando vieron que por ese camino no habrían de encontrar un nombre útil, acordaron que aquel que viera más pájaros sobre el Palatino tendría derecho a elegir el nombre que más le gustase sin que el otro se opusiera. Así llegó la ciudad a llamarse Roma, ya que fue Rómulo quien más pájaros avistó. Sin embargo, las cosas del gobierno no debieron de ir nunca bien entre los dos hermanos, ya que los incidentes entre ambos se sucedían un día sí y otro también. Los dos querían ser dueños absolutos, su máxima ambición era someter al otro. Se peleaban y luchaban por cosas nimias, desconfiaban y recelaban de los actos del contrario. Cuando pasado mucho tiempo la rivalidad era su única forma de vida, Remo derribó un trozo de muralla para demostrar a su hermano lo débil de su estructura. Rómulo, fiel a su promesa de defender la ciudad, lo mató sin miramientos. Si los relatos del mundo griego fueron los encargados de abrir los ojos a Pietro, la conciencia de un pasado romano brillante y glorioso le descabaló la razón y el entendimiento, algo que le aturdió de tal modo que quedó mermado para cualquier tarea que no fuese la lectura de los textos que él mismo elegía. Michelle le recriminaba su actitud con energía desconocida, y fue tanta la desidia mostrada por el muchacho en sus obligaciones que doña Julia tuvo que intervenir para mostrar su tremendo desagrado ante una actitud tan poco constructiva. Pietro se refugiaba en su abuelo, quien, en público y en privado, alentaba su afición, pero doña Julia, impasible y dispuesta a no dejarse mover un punto, le dio a su hijo un plazo de un mes para volver a sus actividades normales y le amenazó con tomar medidas severas si el cambio no se producía. Pero no se produjo. No solo la actitud de Pietro se mantuvo inmutable, sino que fue a peor; en los momentos de máxima agitación llegó a ignorar por completo las instrucciones de su maestro para entregarse a sus actividades particulares. Solo existía Roma y, como no había modo alguno de sacarlo de su ensimismamiento, con tan buena voluntad como desacierto doña Julia tomó a Michelle como secretario y contrató a otro instructor más severo para su díscolo hijo. El elegido fue don Giovanni, un hombre de mediana edad de carácter seco y poco amigo de las bromas. Parecía autoritario y firme, pero tratándole se veía que la fachada no tenía nada que ver con la persona que se escondía detrás. Tenía el rostro serio, eso sí, pero no porque lo fuera, sino porque sus rasgos faciales habían compuesto así la cara. Hablaba poco, también era cierto, pero no porque le gustase ahorrar palabras, sino porque tenía el don de decir con pocas todo lo que tenía que decir. Se diría, conociéndole, que era amable, sabio y experto, y estando avisado de las causas por las que había llegado él a esa casa, tomó la decisión de no mostrarse intransigente con Pietro, pues sabía por otras experiencias que si no buscaban un punto de equilibrio su empleo duraría poco. —¡Haremos algo, joven! —le dijo Giovanni a Pietro en su primer encuentro—. Ya que, por suerte o por desgracia, estamos condenados a entendernos, será mejor que nos pongamos de acuerdo en la estrategia que vamos a seguir. Yo podría aplicarme con energía y obligarte a estudiar sin escatimar medios ni castigos, que así es como se enseña hoy en día, pero, advertido como estoy de tu inteligencia, y también de tu dejadez y cabezonería, me parece más oportuno que lleguemos a un acuerdo que nos permita vivir a ambos. Eres adulto y puedes pensar. Puedes usar esa magnífica cualidad y darte cuenta de lo conveniente que es no salirse del camino medio. Tienes una edad magnífica que te permite divertirte, estudiar y también cultivar otras aficiones y entretenimiento. Los días son muy largos, solo es cuestión de establecer prioridades y organizarse. Me han dicho que tus conocimientos generales son amplios y que no hay materia por complicada que sea que se te resista, aunque también estoy bien avisado de que tus inclinaciones te impiden dedicar tiempo a los asuntos verdaderamente importantes. Vamos a pasar mucho tiempo juntos, tal vez demasiado, y puedes comprender que si yo llegase a estar en una situación comprometida por tu desidia, el apuro en el que tú te encontrarías no sería de menor tamaño, pues ya sabes que tu madre es mujer de muchísimo carácter que no permitirá que te muestres perezoso. Es evidente que podríamos jugar al gato y al ratón el uno con el otro, y a buen seguro que, con el paso de los días, iríamos intercambiando los papeles, siendo hoy gato el que el día anterior había sido ratón, pero siendo esta una estrategia de mucho trabajo y poco provecho, más nos vale ponernos de acuerdo en este acto. Además, tengo que decirte algo que tal vez no sepas y que puede que te anime. Michelle, tu anterior instructor, es un hombre sapientísimo en ciencias y un gran conocedor del helenismo; te puedo decir que esa misma erudición la poseo yo en los temas referidos a Roma, a la antigua Roma, a esa que tanto te llama la atención. Sé condescendiente conmigo y te aseguro que te contaré cosas que te proporcionarán tanta felicidad que desearás que pasen los días raudos para asistir a mis lecciones. Eso sí, hemos de ser discretos, y la discreción incluye aprovechamiento y constancia. ¿Qué me dices? ¿Crees que podremos entendernos?
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