Capítulo 4

2318 Palabras
El Precio de la Verdad Una semana después… Valeria El sonido de la puerta cerrándose a sus espaldas fue como un disparo en la noche, seco y definitivo. Algo que aun siento, No vi a Leonardo salir. No lo necesitaba. Su ausencia era tan pesada como su presencia, pero por primera vez en mucho tiempo, no sentí la necesidad de correr tras él. No tenía fuerzas, no tenía ganas. Mis manos temblaban mientras sostenía el teléfono. La pantalla negra reflejaba mi rostro, pero yo no me reconocía. Mis ojos estaban hinchados, la piel pálida, y en mi expresión solo quedaban rastros de una mujer que había sido devorada por la tristeza. Los mensajes aún retumbaban en mi mente, como una canción maldita que no podía dejar de escuchar. Cada palabra de Leonardo era una cuchillada más a un corazón que ya apenas latía. Me dejé caer en el sofá, sintiendo cómo el vacío me envolvía. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Cómo permití que alguien a quien le di tanto terminara por destruirme? El amor que le había tenido se desmoronaba, cayendo en pedazos a mi alrededor, y con cada fragmento que se rompía, una parte de mí desaparecía también. Había creído en él, en sus promesas, en su mirada que un día fue mi refugio. Ahora todo lo que veía era la verdad: su indiferencia, su egoísmo, su capacidad de mentir con tanta naturalidad que había logrado que dudara de mí misma. Mi abuela solía decir: "Los hombres solo son buenos cuando están muertos." De niña solía reír cuando lo decía, pero ahora, con el corazón hecho trizas, su frase sonaba como una cruel advertencia. Tal vez tenía razón. Tal vez nunca lo conocí realmente. Tal vez solo amé a un espejismo, a la versión que él me permitió ver mientras le fue conveniente. Cerré los ojos con fuerza y apreté los puños. "Ya basta." No podía seguir atrapada en esta miseria. No podía seguir siendo una sombra de la mujer que una vez fui. Me levanté con torpeza y caminé hasta la ventana. La ciudad seguía su curso como si nada hubiera pasado. La gente caminaba, reía, hablaba… ajenos a mi dolor. Me pregunté si alguien más allá de estas paredes podía notar lo rota que estaba. Lo dudaba. El mundo no se detiene por el corazón roto de nadie. Respiré hondo. No más. No más noches sin dormir. No más buscar respuestas en alguien que jamás me las daría. No más esperar redención de quien nunca la buscaría. Caminé hasta mi armario y saqué la primera chaqueta que encontré. No sabía a dónde iba, pero sabía que tenía que salir de aquí, alejarme de estos muros impregnados de su recuerdo. Antes de cruzar la puerta, tomé mi teléfono una vez más. Leí su último mensaje. Lo releí. Y sin pensarlo más, apagué el teléfono y lo guardé en mi bolso. Leonardo ya no tenía poder sobre mí. El aire de la noche me golpeó el rostro al salir del edificio, despejando un poco mi mente. La ciudad parecía menos ruidosa de lo habitual, o quizás era porque por primera vez en mucho tiempo, ya no estaba buscando respuestas en los demás. Esta vez, solo me tenía a mí misma. Mis pasos resonaban en la acera mientras caminaba sin rumbo. Cada paso era una afirmación silenciosa de que seguiría adelante, aunque doliera. Aunque sintiera que estaba caminando sobre vidrios rotos. Pensé en todo lo que había dejado de hacer por él. Los sueños que pospuse, las oportunidades que rechacé. Me perdí en su mundo hasta el punto de olvidar que también tenía el mío. Ya no más. El dolor aún estaba ahí, ardía en mi pecho como una herida abierta, pero ya no era solo un recordatorio de lo que había perdido. También era un testimonio de mi resistencia. No me iba a rendir. No iba a dejar que su amor tóxico definiera mi futuro. Mis manos dejaron de temblar. Mi respiración se volvió más estable. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que tenía el control de mi vida otra vez. Esto no era el final. Era un comienzo. Y esta vez, la historia la escribiría yo. Decepciones Anunciadas El día había comenzado con una sensación de vacío difícil de ignorar. Después de su fallido intento de encontrar refugio en su familia, Valeria se despertó con la determinación de buscar apoyo en quien siempre había sido su cómplice: Caleb. Su hermano menor no era precisamente el modelo de responsabilidad, pero al menos tenía la capacidad de hacerla reír, de hacerla olvidar por un momento las cargas que llevaba encima. Y eso era lo que necesitaba ahora. Así que sin pensarlo demasiado, se dirigió al restaurante donde trabajaba. No le avisó con antelación, porque si lo hacía, Caleb podría encontrar alguna excusa para desaparecer. Pero cuando abrió la puerta de su oficina, lo que encontró fue algo muy diferente a lo que esperaba. La imagen de su hermano con la mano metida bajo la falda de una de las camareras la golpeó como un balde de agua fría. Se quedó de pie en el umbral, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, esperando a que al menos tuvieran la decencia de notar su presencia. No lo hicieron. Carraspeó. Nada. Estrelló la puerta contra la pared con tal fuerza que hasta los cubiertos del restaurante parecieron temblar. La chica, una joven de no más de veinte años, dio un brinco y se separó de Caleb con una expresión de puro pánico. Sus mejillas se encendieron al instante. —Yo… Señorita Valeria… No fue… No es… —Jazmín —interrumpió Valeria, su tono cortante—. Sal de inmediato de esta oficina. La muchacha salió disparada sin mirar atrás. Valeria cerró la puerta con una calma fingida antes de girarse hacia su hermano. —¿Lo hiciste a propósito? Pregunte. Caleb suspiró, apoyándose despreocupadamente contra mi escritorio. —¿Por qué rayos lo haría a propósito? —No lo sé, porque quizás esta es mi maldita oficina y yo trabajo a diario aquí —Solté con sarcasmo— Así que te pregunto nuevamente ¿lo hiciste a propósito? —No… Solo sucedió. —¿Igual que las otras veces? Su hermano resopló, exasperado, mirándola con un creciente enojo. —Siempre exagerando, hermanita. —¡Soy tu hermana mayor! —estalló, sintiendo la rabia hervir en su sangre—. Estoy cansada de tu mierda, Caleb. Tienes veintitrés malditos años, no eres un niño al que hay que repetirle las cosas un millón de veces. ¿Aún no entiendes que alguna de ellas podría demandarte por acoso? Como siempre, Caleb guardó silencio. Y Ese era el maldito problema con el. Nunca decía nada. Nunca daba una excusa válida. Lo amaba, pero estaba harta de cubrirlo. Durante años había evitado hablar con su padre sobre el comportamiento de Caleb en los restaurantes de la familia, creyendo que podía ayudarlo a cambiar. Pero la realidad era que su hermano no tenía ninguna intención de cambiar. —No me dejas opción —dijo con frialdad— estas despedido. O sea……..eso quería decir que… — ¿Hablarás con papá? —me miró horrorizado, como si le hubiera dicho que iba a entregarlo a la policía o quizás quien sabe—. Pensé que me querías, arremete buscando un poquito de compasión. —Voy a hacerlo si no cambias. Estoy cansada de protegerte de las consecuencias de tus actos. Lo único que logro es hacerte daño. Caleb pareció encogerse ante su tono. —Lo siento, de verdad. Valeria lo miró con incredulidad. —No lo sientes. Porque si lo sintieras, no seguirías haciendo lo mismo una y otra vez. Y eso duele más que encontrarte follando a una de mis empleadas. Las lágrimas, que había logrado contener durante todo el día, comenzaron a caer sin control. —Mierda… —murmuró Caleb, acercándose para abrazarme. Pero me aparte de inmediato. —¡Jódete! Mi voz tembló con rabia. Sólo quería un maldito abrazo de mi familia a quien siempre puse en primer lugar. Y Por un instante, pensé que la encontraría en Caleb, el apoyo que necesitaba ahora. Pero lo único que había encontrado era otra decepción. Salí del restaurante con el corazón hecho un nudo. Subí a mi auto, cerré mis ojos y respiré hondo varias veces antes de poder arrancar. No podía volver a casa de mis padres. No cuando sabía que encontraría más silencio, más indiferencia. Solo había una persona que la entendería. Su amiga, Stella. Cuando llegó al departamento de Stella tocó el timbre con insistencia. Unos segundos después, la puerta se abrió. —¿Valeria? — frunció el ceño—. ¿Qué haces aquí? —Necesito hablar contigo —su voz sonó quebrada incluso para ella misma. Stella suspiró. —Valeria, ahora no es un buen momento. —¿Qué? —Tengo que entregar un proyecto importante mañana y estoy contra el reloj. Valeria sintió que el mundo volvía a cerrarse sobre ella. —Solo serán unos minutos… lo prometo. —De verdad, lo siento. ¿Podemos hablar mañana? Y La puerta se cerró lentamente. Y con ella, cualquier esperanza de encontrar refugio en alguien más. Se quedó de pie en el pasillo durante unos segundos, sintiendo el peso de la soledad aferrándose a su pecho. La verdad era dolorosa, pero evidente. No importaba cuánto lo intentara… Estaba completamente sola. Perdiendo la Fe Estaba completamente sola...... Lo supe cuando salí del restaurante con la sensación de haber recibido otro golpe en el estómago. Cuando subí a mi auto y mi reflejo en el espejo retrovisor me mostró a una mujer con los ojos hinchados, el rostro cansado y la frustración escrita en cada línea de su expresión. No tenía dónde ir. Mi familia estaba ahí, pero era como si no lo estuviera. Caleb nunca escuchaba. Papá estaba demasiado ocupado con la empresa como para notar nada más allá de su mundo. Mamá… ella había dejado de preocuparse por nosotros desde hace años, más interesada en su círculo social que en sus propios hijos. Así que me quedaba Héctor. Mi hermano mayor. Mi gemelo. El único que siempre había estado ahí cuando lo necesitaba. O al menos, eso creía. Aparqué frente a su casa con el corazón latiéndome en los oídos. No había planeado venir, pero mis pies me trajeron hasta aquí sin siquiera pensarlo. Golpeé el volante con frustración antes de bajarme. Sabía lo que Héctor me diría. Que dejara de preocuparme por Caleb. Que estaba perdiendo el tiempo intentando cambiarlo. Que él solo aprendería cuando la vida le diera una bofetada bien merecida. Pero no podía rendirme con él. Era mi hermano. Tocando la puerta con impaciencia, esperé. Cuando se abrió, Héctor me miró con una ceja arqueada. — ¿Qué demonios haces aquí a estas horas? —Necesito hablar contigo —dije sin rodeos. Él suspiro y se hizo a un lado para dejarme pasar. El interior de su casa estaba impecable, como siempre. Héctor era meticuloso con su espacio, todo organizado, cada cosa en su lugar. Un reflejo de su personalidad. Me dejé caer en el sofá con un suspiro agotado. —No puedo más con Caleb —admití. Héctor rodó los ojos y se apoyó en el marco de la puerta con los brazos cruzados. —Otra vez con lo mismo… —¡Lo encontré en su oficina con otra empleada! ¡Otra más! —exclamé llevándome las manos a la cara—. Estoy harta de limpiar sus malditos desastres. —Te preocupas demasiado por alguien que no quiere cambiar —dijo con indiferencia. —Es nuestro hermano. —Y eso no significa que sea nuestro problema —replicó. Me miró con esa expresión de fastidio que usaba cada vez que hablábamos de Caleb. —Sabes qué creo, Valeria? —dijo con frialdad—. Que te metes demasiado en la vida de los demás porque no quieres enfrentar la tuya. Sus palabras me golpearon como un puñetazo. —¿Qué? —Siempre estás corriendo detrás de Caleb, tratando de arreglar sus problemas, como si fueras su madre. Pero ¿cuándo te preocupaste por ti? Abrí la boca para responder, pero no encontré qué decir. —Siempre has sido la hija perfecta —continuó Héctor, su tono cargado de reproche—. La que se sacrifica por la familia. La que cubre los errores de todos. Pero ¿qué has conseguido con eso? Me quedé en silencio. Porque, en el fondo, sabía la respuesta. Nada. No tenía nada. Mi vida giraba en torno a una familia que no veía por mí. —Estoy cansada, Héctor —susurré, sintiendo las lágrimas arder en mis ojos—. Estoy cansada de intentarlo y de que nadie se preocupe por mí. Él me miró en silencio por un momento. —Entonces deja de hacerlo —dijo finalmente. Me puse de pie, sintiendo la rabia mezclarse con la tristeza. —Eso es todo lo que tienes para decirme? -Si. Asentí lentamente, sintiendo que algo dentro de mí se rompía. —Bien. Sin decir otra palabra, me di la vuelta y salí de su casa. La ciudad estaba oscura cuando regresaba a la carretera, las luces de los edificios reflejándose en los charcos del pavimento. Manejé sin rumbo por un rato, sin saber exactamente a dónde ir. Ya no quedaba nadie. Caleb nunca escuchaba. Papá no veía más allá de su trabajo. Mamá nunca estuvo realmente presente. Y Héctor... Héctor había dejado claro que no podía contar con él. Me detuve en un semáforo y me miré en el espejo retrovisor. La mujer que me devolvía la mirada no era la misma de hace unos años. Esa Valeria optimista, dispuesta a darlo todo por su familia, por su exnovio, ex prometido y ex amor ya no existía. Tal vez era hora de aceptarlo. Estaba completamente sola.
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