Prólogo
Me encuentro desnuda entre sus brazos. Pensé que me abrazaría, que me susurraría palabras dulces, pero en lugar de eso, se alejó de mí como si mi sola presencia le resultara repulsiva.
Su mirada era fría, cruel… ajena.
—¿Por qué me miras así? —pregunté con la voz temblorosa, sintiendo un nudo en la garganta.
Alex soltó una carcajada seca y despectiva antes de cruzarse de brazos.
—Ya obtuve lo que quería —su tono fue cortante, sin rastro de la pasión con la que me había tocado minutos antes—. Ahora lárgate, Alma. Tienes una hora para desaparecer de mi vista… o los hombres de la mafia italiana vendrán por ti.
Un escalofrío recorrió mi espalda. No entendía nada. Sentía el pecho a punto de estallar, como si una mano invisible me estrujara el corazón.
—No… no entiendo, Alex —murmuré, buscando en su mirada una explicación, una mentira, algo que me dijera que esto no era real—. ¿Por qué me haces esto?
Él suspiró con impaciencia, como si mi dolor fuera una molestia menor. Se acercó y me tomó del mentón con fuerza, obligándome a mirarlo a los ojos.
—Mi tío me puso una condición para cederme el título de Don —dijo con un deje de burla—. Debía enamorar y desvirgar a la hija de Cristo Hierro.
Sus palabras me golpearon con la violencia de una bala directa al pecho.
—Y fue demasiado fácil. Caíste sin esfuerzo, cariño —prosiguió, dejando ir mi rostro como si fuera algo sin valor—. ¿De verdad creíste que lo dejaría todo por ti? ¿Que te amaba?
Mi respiración se volvió errática. Quería gritar, llorar, arañarle el rostro hasta hacerle sangrar, pero mi cuerpo estaba paralizado por el impacto.
—No… —susurré, sintiendo cómo las lágrimas ardían en mis ojos.
Alex esbozó una sonrisa ladina y dio un paso atrás, como si mi miseria lo entretuviera.
—Vístete y vete, Alma —ordenó con indiferencia—. Tienes una hora antes de que la verdadera pesadilla comience.
Las lágrimas nublaban mi vista, pero el fuego dentro de mí ardía con más intensidad que nunca.
—¿Por qué me has hecho esto, Alessandro? —mi voz se quebró, pero aun así me mantuve firme—. Yo huí… escapé de mi padre por ti. Lo traicioné. ¡Jamás podré volver con él!
Alessandro soltó un suspiro aburrido, como si mi dolor le resultara insignificante.
—Yo jamás podría involucrarme con alguien como tú —respondió con desdén—. Tu familia acabó con mi tío, Pietro era como mi padre… son inferiores a nosotros, a los Rinaldi.
Sus palabras me atravesaron como cuchillas, pero no me permití caer. Respiré hondo y me obligué a erguirme, limpiando mis lágrimas con el dorso de la mano.
—No tienes idea con quién te has metido… —susurré, dejando que el veneno se impregnara en mi voz.
Alessandro arqueó una ceja, divertido, como si aún creyera que yo era solo una niña tonta y enamorada.
—¿Ah, sí? ¿Y quién eres tú?
Le sostuve la mirada con firmeza y esbocé una sonrisa fría.
—Soy Alma Hierro —declaré con orgullo—. Y te juro, Alessandro, que te haré pagar. Te tendré de rodillas ante mí, te veré humillado frente a los italianos.
Por primera vez, su expresión cambió. Un destello de duda cruzó sus ojos, pero lo ocultó rápidamente detrás de una sonrisa arrogante.
—Eso me encantaría verlo, cariño.
Me incliné hacia él, sintiendo cómo mi propia ira me llenaba de una determinación renovada.
—Oh, lo verás —susurré, dejando que cada palabra quedara grabada en su mente—. Y cuando suceda… me suplicarás que tenga piedad.
Sin darle tiempo a responder, tomé mi ropa del suelo y me vestí con la dignidad de una reina que prepara su regreso.
Alessandro Rinaldi acababa de firmar su sentencia.
Me alejé de esa maldita casa caminando rápidamente, con el corazón latiendo con furia en mi pecho. Tenía que irme. No podía quedarme un segundo más. Estaba en territorio enemigo, lejos de México, a merced de los Rinaldi y de cualquiera que quisiera cobrar venganza en nombre de Alessandro.
El aire frío de la noche cortaba mi piel, pero no me detuve. Caminé, corrí… atravesé el campo sin mirar atrás hasta que, a lo lejos, vi las luces de una camioneta estacionada al borde del camino.
Mi respiración se volvió errática cuando vi que del vehículo bajaba un hombre.
Mi sangre se congeló.
Cabello castaño, ojos verdes... los mismos que yo había heredado.
Cristo Hierro.
Mi padre.
El hombre al que había traicionado.
Mis piernas se movieron solas. Corrí hacia él, ignorando el pánico que me carcomía por dentro. Sabía quién era. Sabía de lo que era capaz. Un hombre frío, calculador… un asesino sin piedad.
Y sabía que no perdonaba las traiciones.
Me detuve a solo un paso de él. Su mirada me recorrió de arriba abajo, analizando cada detalle, cada herida invisible que Alessandro había dejado en mí.
No tenía sentido suplicarle.
—Te fallé, papá… —susurré con la voz rota, sintiendo el peso de mi propia culpa. Cerré los ojos y levanté la barbilla con dignidad—. Si tienes que matarme… hazlo.
El silencio que siguió fue insoportable.
Y entonces, Cristo Hierro habló.
El silencio se rompió con su voz grave y firme.
—Jamás bajes la mirada ante nadie.
Abrí los ojos de golpe y me encontré con su mirada penetrante. No había rastro de ternura en su rostro, pero tampoco de ira.
—Tú eres mi hija, Alma —continuó, su voz inquebrantable—. Y siempre lo serás.
Mi respiración se entrecortó. No esperaba esas palabras. No después de todo lo que había hecho.
—La culpa es de ese miserable… —sus ojos brillaron con un odio contenido—. Dime la verdad, ¿te lastimó?
Tragué saliva. Mi garganta se sentía seca, como si las palabras se quedaran atoradas. No sabía qué responder. ¿Qué significaba "lastimar" para él? ¿Contaba la humillación? ¿El dolor de haber confiado en un traidor?
Mi padre no era un hombre paciente.
—Alma. Respóndeme.
Su voz era un filo de navaja contra mi piel.
Lo miré fijamente, sintiendo cómo la ira reemplazaba mi dolor.
—Me traicionó —susurré con voz firme—. Me usó.
Cristo Hierro apretó la mandíbula. Su expresión no cambió, pero vi cómo sus manos se cerraban en puños.
—Entonces, Alessandro Rinaldi acaba de firmar su sentencia de muerte.
—No es tu asunto, papá —espeté con determinación, levantando la barbilla—. Soy yo quien lo matará cuando llegue el momento.
Cristo Hierro me sostuvo la mirada por un largo instante, evaluándome. No discutió. No me contradijo. Solo asintió con orgullo.
—Jamás vuelvas a escapar, Alma —dijo con severidad—. Tú y Gael son los reyes de la mafia mexicana, y serán grandes… mucho más grandes que tu madre y yo. Deben estar unidos siempre. Jamás olvides quién eres.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No porque tuviera miedo, sino porque entendía el peso de sus palabras.
—Jamás lo olvidaré —susurré, con la convicción de quien ya no tiene nada que perder.
Cristo esbozó una leve sonrisa, esa que muy pocos llegaban a ver.
—Ahora ven aquí.
Sin dudarlo, me acerqué. Su abrazo era fuerte, protector… un recordatorio de que, pese a todo, seguía siendo su hija.
Subimos al carro y, mientras nos alejábamos, mi mirada quedó fija en la carretera, en la oscuridad de la noche que se extendía ante nosotros.
Italia.
Algún día volvería.
Y cuando lo hiciera, vería al Don de Italia de rodillas ante mí.