Elena corrió, esquivando ramas que parecían extenderse para atraparla. El bosque crujía bajo sus pies como si protestara su presencia. Algo detrás de ella —no humano— respiraba con fuerza. Sentía su aliento en la nuca.
Adrian corría a su lado, tan silencioso como una sombra, pero su rostro mostraba tensión.
—¿Qué era eso? —preguntó ella, jadeando.
—Un eco caído. Una voz que tu madre desterró hace décadas… y que ahora ha despertado por ti.
—¿Por mí?
—Tu marca lo invocó. Eres la portadora del vínculo. No lo olvides, Elena. El bosque no responde a los vivos… responde a los herederos.
Elena se detuvo en seco.
—¿Por qué me sigues? ¿Quién eres realmente?
Adrian bajó la mirada. Por un momento, pareció más humano que nunca.
—No soy quien tú crees… pero no estoy aquí para dañarte. Mi deber era vigilarte. Observar. Pero el consejo… está dividido. Algunos quieren ayudarte. Otros creen que debes ser sacrificada antes del solsticio.
—¿Sacrificada?
Él asintió, grave.
—El pacto de tu familia no fue solo un acuerdo con el bosque. Fue un sello. Un equilibrio. Uno que está rompiéndose… y tú eres la llave.
Un gruñido interrumpió la conversación.
Frente a ellos, emergió una figura alargada, con piel pegada al hueso y ojos hundidos que brillaban como brasas. No caminaba, flotaba entre la maleza. Su boca no tenía labios, solo una mueca constante de dolor.
—El eco… —murmuró Adrian—. No es solo uno. Vienen más.
Elena alzó el relicario. No sabía por qué, pero algo en su interior le decía que debía hacerlo.
El eco se detuvo.
Un murmullo surgió de su boca abierta:
—Kovac... sangre rota... guardiana caída... redención... o ruina...
Y desapareció en una nube de hojas secas que cayeron como cenizas al suelo.
—¿Qué fue eso? —preguntó Elena.
—Una advertencia. O una elección. En este bosque, todo tiene doble cara.
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Más tarde, en el corazón del bosque, Adrian la condujo hasta un claro olvidado. Allí se alzaba un monolito cubierto de símbolos antiguos: marcas de pacto, trazos de sangre seca, y palabras en un idioma que Elena apenas comprendía.
—Aquí se selló el primer acuerdo —explicó Adrian—. Aquí tu madre ofreció su juramento. Aquí se detuvo la guerra entre hombres y bestias… por un tiempo.
Elena se acercó.
Uno de los símbolos brillaba ligeramente. La forma de una espiral dentro de un ojo. Sintió un cosquilleo en la palma.
—Ese símbolo... está en el diario —dijo ella—. Lo vi anoche en mi sueño.
—Entonces el bosque ya te eligió —murmuró Adrian—. Solo espero que no sea demasiado tarde para ti… ni para Valdheim.
Elena tocó el monolito.
Y en ese instante, el mundo desapareció.
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Se vio de pie en el mismo claro… pero en otro tiempo.
El monolito era nuevo. Personas con túnicas negras estaban reunidas en círculo. En el centro, una mujer con el cabello como el suyo… pero más joven. Su madre.
—Hoy cerramos el paso. Hoy se sella el último grito del bosque —decía la mujer—. Por mi sangre, por mi carne, por los hijos que vendrán. Que el eco duerma.
Elena quiso gritarle, pero no tenía voz. Solo podía mirar.
Entonces, entre los asistentes, vio otra figura. Más joven aún. De cabello oscuro, ojos ámbar.
Adrian.
Él estaba allí, desde el inicio. No solo como testigo… sino como parte del pacto.
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Elena despertó en el claro, jadeando. El sol se había puesto.
Adrian la miraba en silencio.
—¿Lo viste? —preguntó.
—Todo —respondió ella—. Tú estuviste allí. Con mi madre. Desde el principio.
Adrian bajó la mirada.
—Y por eso estoy aquí ahora. Para protegerte… o destruirte, si el equilibrio se rompe.
Elena se puso de pie, temblorosa.
—Entonces dime la verdad. Toda. ¿Qué soy yo realmente?
Adrian la observó. En sus ojos no había odio, sino tristeza.
—Eres la última Kovac.
Hija del bosque.
Portadora del sello.
Y si no descubres el ritual antes del solsticio… el eco despertará del todo.
La luna volvió a asomarse entre los árboles. Esta vez no era roja, pero brillaba como una advertencia.
Los ecos del bosque aún no habían terminado de hablar.