Elena y Adrian caminaron en silencio. El claro sagrado quedaba atrás, pero la sensación de estar siendo observados no los abandonaba.
—¿Qué tan antiguos son estos ecos? —preguntó Elena al fin.
Adrian tardó en responder.
—No lo sabemos. Algunos creen que nacieron cuando los primeros humanos invadieron estas tierras. Otros dicen que son los susurros de los dioses caídos… o las voces de los muertos que el bosque no dejó partir.
—¿Y por qué atacan?
—No siempre lo hacen. Solo cuando se rompe el equilibrio. O cuando algo —o alguien— amenaza el pacto.
Elena apretó el relicario en su mano.
—¿Y qué tiene que ver mi madre en todo esto?
Adrian se detuvo frente a un tronco grueso, cubierto de musgo. Con cuidado, apartó una parte de la corteza, revelando una cavidad oculta. Dentro, había un pequeño cofre de madera, sellado con cera roja y marcado con el mismo símbolo del relicario.
—Tu madre no solo selló el pacto. Ella guardó algo que los ecos deseaban. Algo que ahora buscan recuperar.
Le ofreció el cofre a Elena.
—Ábrelo.
Con manos temblorosas, rompió el sello.
Dentro había tres objetos:
1. Un trozo de tela ensangrentado.
2. Una daga de hueso, tallada con símbolos antiguos.
3. Y una pequeña llave negra.
Elena levantó la llave.
—¿Para qué es esto?
—Para la cripta —dijo Adrian con voz apagada—. La que está bajo la iglesia del pueblo. Allí yace el primer guardián. Y también, los secretos que tu madre nunca te contó.
Antes de que pudiera preguntar más, un susurro le atravesó el pecho como un cuchillo.
“No la abras… no aún… no sin sangre…”
El cofre se cerró solo, con un golpe seco.
—¿Lo escuchaste? —preguntó Elena.
Adrian asintió.
—Los ecos ya lo saben. Estás despertando lo que estuvo dormido por generaciones. Y no todos están contentos.
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Regresaron al pueblo bajo el amparo de la noche. Las farolas apenas iluminaban las calles de piedra. Valdheim estaba más silencioso que nunca.
—¿Vivías aquí cuando mi madre era joven? —preguntó Elena, mirándolo de reojo.
—No vivía exactamente —respondió Adrian, sin mirarla—. Permanecía.
—¿Qué significa eso?
—Que algunos de nosotros no envejecemos como los humanos. No morimos como ustedes. Tampoco vivimos del todo. Somos guardianes… fragmentos. Piezas de un acuerdo que se firmó con sangre y eternidad.
—¿Tú eres… uno de ellos?
—No del todo —dijo él—. Soy algo intermedio. Como tú.
La puerta de la vieja casa chirrió al abrirse. Elena sintió una corriente fría pasarle por el cuello. Algo en esa casa había cambiado. Ya no olía a lavanda… sino a tierra húmeda. A bosque.
Subió las escaleras mientras Adrian se quedaba en la entrada.
En el escritorio donde encontró el diario, ahora había otra página abierta. Una que no recordaba haber leído antes.
En tinta roja, decía:
“No te fíes del guardián. Él también hizo un pacto.”
Elena bajó el cuaderno, lentamente.
—¿Qué clase de pacto hiciste con mi madre, Adrian?
Él seguía de pie junto a la puerta, la sombra cubriéndole la mitad del rostro.
—Uno que todavía estoy pagando.
Un golpe en la ventana la hizo girarse.
Afuera, la niebla se movía. No como viento… sino como un ser.
En ella, una figura.
Su madre.
Pálida. Con los labios cosidos por hilos de sombra. Y ojos negros como la tierra mojada.
—¡Mamá!
Elena corrió a la ventana, pero al abrirla, la figura desapareció.
Solo quedaba una marca dibujada con escarcha sobre el vidrio.
La espiral dentro del ojo.
El símbolo del despertar.
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—Ella intenta comunicarse contigo —dijo Adrian—. Pero no está viva… ni muerta.
—¿Entonces qué es?
—Un eco… diferente. Uno que aún guarda recuerdos. Quizás aún puedas alcanzarla… pero deberás ir al corazón del bosque. A la g****a.
Elena sintió un temblor en las piernas. No por miedo… sino por la verdad que intuía desde niña.
—Todo esto comenzó antes de mí. Pero terminará conmigo, ¿verdad?
Adrian asintió.
—O contigo… o con todos nosotros.