Parte 4
La marca seguía ardiendo cuando Elena salió a la calle.
La noche había cambiado.
La luna roja brillaba en lo alto, más grande de lo normal, casi viva. Los tejados del pueblo parecían inclinarse bajo su luz, y el aire estaba espeso, cargado con el olor de tierra húmeda, madera podrida… y sangre.
El silencio era antinatural.
Solo los aullidos lejanos recordaban que algo se movía entre las sombras.
—¡Adrian! —gritó Elena, esperando que él apareciera como antes, con esa manera suya de surgir entre niebla.
Pero no hubo respuesta.
Avanzó con el diario bajo el brazo, la daga de su madre —una hoja negra, decorada con símbolos antiguos— en el cinturón. El corazón le latía con fuerza. Podía sentir el ritmo del bosque a través del suelo, como si el mundo entero respirara a través de las raíces.
Pasó junto a la iglesia, que ahora estaba cerrada, y a la vieja escuela, abandonada desde hacía años. Allí, en el patio, vio la primera figura.
Un niño. Solo, de pie, bajo la luna.
—¿Estás bien? —preguntó Elena, acercándose.
El niño no respondía. Llevaba ropas antiguas, desgastadas por el tiempo.
Cuando alzó el rostro, Elena sintió un escalofrío:
No tenía ojos. Solo cuencas vacías, húmedas, profundas.
Y en su boca abierta, en lugar de dientes, había pequeñas piedras negras.
El niño soltó un chillido que no provenía de su garganta sino del suelo mismo. De pronto, la tierra se abrió a sus pies. Dos brazos alargados, con dedos que terminaban en garras curvas, lo sujetaron desde abajo… y algo salió.
Una criatura informe, de piel blanquecina y piel húmeda, emergió. Parecía un cuerpo humano compuesto por otros cuerpos. Ojos mal ubicados. Mandíbulas dislocadas. Voces mezcladas. No caminaba: se arrastraba.
Y venía hacia ella.
Elena corrió, pero la criatura era más rápida de lo que parecía. Gritaba con cientos de voces, algunas infantiles, otras ancianas. Una de ellas decía su nombre.
—Elenaaaa… regresa…
Fue entonces cuando la marca en su muñeca ardió otra vez.
Sintió el mismo fuego del santuario, pero ahora no tenía miedo.
Se detuvo. Desenvainó la daga negra.
—Tú no eres real —murmuró—. No eres ni carne ni alma. Eres sombra. Y yo soy la luz del pacto.
La criatura se abalanzó, pero Elena alzó el brazo, y la marca brilló con intensidad. La criatura chilló como si le hubiesen arrojado ácido. Retrocedió, su carne chisporroteando, derritiéndose.
Elena dio un paso adelante.
—Yo soy hija del bosque.
Heredera de los sellos.
Y tú… no tienes poder sobre mí.
Clavó la daga en el suelo.
El símbolo del pacto se expandió en un círculo de fuego rojo. La criatura gritó una vez más, se retorció… y desapareció en una nube de cenizas negras.
Elena cayó de rodillas, jadeando.
Entonces escuchó un aplauso lento.
Desde la sombra del campanario, una figura encapuchada la observaba. Alta, elegante, con una máscara de madera con forma de cráneo. La voz que emergió era profunda y serena.
—Eres más poderosa de lo que pensábamos.
Elena se puso de pie de nuevo, empuñando la daga.
—¿Quién eres?
—Un testigo. Un guardián del equilibrio. Pero los tiempos de equilibrio han terminado.
La figura extendió la mano.
Y desde los tejados, cuatro figuras más cayeron como sombras. Todos con máscaras. Todos con el símbolo de los dientes.
—¿Eres tú quien quebró los sellos?
—Nosotros no los quebramos, Elena. Los liberamos.
Porque tu madre y los suyos condenaron a Valdheim a un ciclo de oscuridad que ya no puede sostenerse.
Tú puedes romperlo.
Tú puedes unir la g****a… o abrirla del todo.
Elena dio un paso atrás.
—No quiero ser parte de esto.
—No tienes elección. Ya lo eres.
Los cinco encapuchados dieron un paso adelante.
—Nos veremos en el solsticio —dijo el principal—. Cuando la luna toque el pozo, y la sangre decida.
Y con un crujido de huesos, se desvanecieron en la bruma como si nunca hubieran estado allí.
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Elena volvió a casa al amanecer.
No había dormido. No podía.
Se sentó frente al fuego, con la daga sobre las piernas y el diario de su madre abierto sobre las últimas páginas. Una nota que no había visto antes parecía recién escrita.
“Si alguna vez ves al Testigo del Cráneo, no confíes. Su voz es dulce, pero su esencia es el eco del Devora-Sueños.”
Y abajo, con letra más apurada:
“Tú eres la llave. Pero toda llave puede abrir… o destruir.”
El fuego chisporroteó. En la ventana, la luna roja comenzaba a apagarse.
La noche había terminado.
Pero la guerra apenas comenzaba.