Darius apenas levantó la vista cuando Steven empujó la puerta de la oficina y entró sin anunciarse. El aire dentro del despacho era espeso, saturado con el aroma del viejo papel sobre la mesa, la mirada afilada de Darius hizo que Steven sintiera la tensión que era casi tan afilada como los colmillos que ocultaba tras los labios apretados.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Steven, cruzando los brazos con familiaridad.
Darius no respondió de inmediato. Estaba inclinado sobre el escritorio, revisando un conjunto de mapas extendidos en la superficie de madera oscura. Steven se acercó y vio los mapas detallados de los territorios del bosque, marcados con rutas, senderos ocultos y puntos estratégicos que solo un cazador de lobos reconocería.
Steven frunció el ceño.
—¿Son los mapas de rastreo? —preguntó en voz baja—. Darius… pensé que el matrimonio significaba un acuerdo de paz.
—Es lo que quería el Consejo —respondió Darius, sin apartar la mirada de los documentos—. Pero si creen que eso significa que abandonaré el conflicto, están más equivocados que nunca.
Se levantó de inmediato y caminó hacia una estantería, buscando otro libro grueso. Sus pasos resonaron en el silencio pesado de la oficina. Steven lo siguió, preocupado, sabiendo exactamente hacia dónde se dirigía la conversación.
—Darius, no puedes —insistió, colocándose a su lado—. Mira, sé que fuiste elegido como rey desde tu nacimiento, que fuiste preparado desde niño y el peso de la corona estuvo sobre tus hombros, sin contar que eras el prodigio de la r**a de vampiros, además que nuestra madre fue demasiado estricta en cuanto a tu educación y vida prácticamente hasta el día de su último aliento, pero no…
El rey gruñó, un sonido breve y áspero. Dejó caer el libro sobre el escritorio con un golpe seco que hizo vibrar la superficie.
—No sabes nada, Steven —su voz fue fuerte y autoritaria, con los ojos brillando en un tono verde encendido—. Tú tienes una familia completa. Yo no. Esos malditos lobos me la arrebataron. A Zhara. Me quitaron a mi reina y la madre de Damon, le arrebataron a un reino entero a su reina.
El silencio se volvió pesado. Steven respiró hondo.
—Darius, han pasado cinco años, Damon ni siquiera la recuerda, él no necesita que sigas con está venganza, lo que necesita es que le prestés atención, es tu hijo —dijo con suavidad.
Pero Darius lo ignoró por completo.
—Damon está bien —dijo con frialdad—. El palacio se encarga de él. Y no necesito que nadie me diga cómo manejar a mi propio hijo.
Steven lo observó varios segundos, como si buscara en su rostro a su hermano, el niño que una vez jugaba entre pasillos sin tanta sombra en los ojos y que se escapaban saltando los muros para ir al mercado y conocer lo exótico del pueblo pero no lo encontró. Hacía años que Darius había dejado de ser él.
—Entonces te informó que Damon encontró a la señorita Grimm en el pasillo —informó finalmente—. Estaba perdida, ya la llevaron a su dormitorio. Está cerca del tuyo, por si… bueno, por si te interesa.
—No me interesa —lo interrumpió Darius con veneno—. Mientras esa loba repugnante no se meta en mi camino, puede hacer lo que quiera.
Steven apretó la mandíbula, pero no replicó.
—¿Vas a ir a ver a Damon esta noche?
La pregunta quedó suspendida un instante. Darius no respondió y siguió concentrado en su propósito, Steven entendió la respuesta, suspiró profundamente y se retiró en silencio.
Mientras tanto, Elara Grimm se observó en el espejo por tercera vez, era el septimo vestido que se probaba, de los que su padre le había enviado. Era precioso, caro, con perlas y un color alucinante… pero tres tallas más grandes, al menos esté si le había entrado, porque dos de los anteriores ni quisiera subieron por sus muslos.
Soltó un suspiró al volver a la cama.
Estaba claro que su padre solo había enviado cosas por compromiso, como quien cumple una obligación simplemente porque alguien lo pidió. Igual que siempre. Igual que todo en su vida.
Se acercó a las joyas. Eran hermosas, brillantes, aparentemente valiosas. Las tocó con cuidado, como si no fueran realmente para ella.
—¿Podría cambiar esto por algo que me quede? —murmuró para sí misma, imaginando si los vampiros aceptarían un trueque de ese tipo.
Guardó las joyas en una pequeña caja y miró su habitación. Era enorme en comparación con la pequeña habitación donde había vivido toda su vida. La cama era alta, cálida y suave, había un mueble elegante con todas sus cosas dentro, una alfombra, un baño exclusivo y amplio solo para ella, una ventana que iluminaba y ventilaba el lugar.
Aquí podía respirar y salir porque la puerta no tenía cerrojo por fuera, solo una manija que ella misma decidía si cerrarla o abrirla, si fuera su decisión jamás cerraría esa puerta.
Era extraño sentirse libre o al menos, en una jaula diferente.
Se dirigió hacia la puerta con la caja en las manos, tenía que encontrar a una sirvienta que pudiera ser amable y le diera un poco de ropa. Pero justo cuando la abrió, una pequeña mano quedó suspendida en el aire, a punto de tocar.
Elara parpadeó, sorprendida. Frente a ella estaba Damon Valen.
El niño tenía el cabello tan oscuro como la noche y unos ojos verdes tan familiares que le robaron el aliento un segundo. Era la imagen viva de Darius… pero más pequeño, más frágil, más humano en su timidez.
—Hola —sonrió Elara con suavidad.
Damon dudó antes de bajar la mano y levantar la otra para saludarla con un leve movimiento rígido.
—Solo quería… saber si quieres seguir conociendo la mansión. Para que no te pierdas —comentó sin expresión pero con cierta solemnidad encantadora.
Elara sintió un calor extraño en el pecho. El niño era más amable y atento de lo que era su padre, mejor dicho, todo lo contrario a ese vampiro que podía ser muy guapo, pero el mal humor le quitaba el encanto.
—Me encantaría dar un paseo.
Damon asintió y echó a caminar. De inmediato, al verla, frunció el ceño.
—¿Por qué aún llevas el vestido de ayer? —preguntó señalando el vestido sencillo de sirvienta.
Elara bajó la mirada y sonrió.
—Es cómodo. Y estoy muy agradecida de que me lo hayas conseguido.
Había algo en la sonrisa de Elara que hacía que Damon sintiera un calor en su pecho, nunca antes había conocido una loba o más o menos eso, según Elara. Damon desvió la mirada tan rápido que casi se tropezó con una mesa que tenía un florero encima, logró recuperarse a tiempo.
—E-es por aquí —dijo señalando cualquier dirección para escapar de la vergüenza.
Elara lo siguió entre pasillos enormes, escaleras amplias y corredores que parecían infinitos. Los sirvientes que pasaban se inclinaban ante Damon con respeto… pero al verla a ella, sus expresiones se torcían en muecas de desprecio o simple desconfianza.
Elara trató de ignorarlo. No quería incomodar al niño. Ni perder el único gesto amable que había recibido desde que llegó.
Observaba al niño, podía sentir ese mismo aire que su padre. Apenas lo habia visto un par de minutos en la ceremonia y de camino al reino de los vampiros, pero la imagen había quedado plasmada en su mente. Tenía demasiadas preguntas.
¿Damon tenía el cabello n***o de su madre? ¿Cómo era su madre? ¿Qué había pasado con ella? ¿Dónde se encontraba? ¿Por qué los vampiros vivían de una forma tan fría? ¿Qué era exactamente este reino?
Se mordió su lengua. Damon era serio, reservado, delicado. No quería que él pensara que era entrometida, aunque sí lo era, tantos años de libros le habían desarrollado un hábito por el conocimiento constante.
Avanzaron otro tramo y, de repente, su estómago rugió con fuerza.
Elara se detuvo de golpe, se tocó el abdomen y se ruborizó violentamente.
Damon abrió los ojos como platos.
—¿Eso fue… tú?
—Lo siento —susurró ella—. Creo que… tengo hambre.
—Ah —dijo él, muy serio, como si acabara de recibir un informe de misión—. ¿Qué… comes?
Elara casi ríe, pero se contuvo.
—Cualquier cosa está bien. Fruta, verduras… carne. No soy exigente —respondió recordando que en la manada casi solo se comía las sobras del palacio.
Damon frunció el ceño, desconcertado.
—¿Fruta? ¿Verduras? ¿Carne?
Se quedó pensativo unos segundos y luego señaló hacia el ala derecha del palacio.
—Creo que sé dónde conseguirlo.
Damon no entendió nada de lo que dijo, pero conocía a alguien que sí podía saberlo. La llevó entonces hacia la reserva de sangre. El lugar estaba frío, iluminado por luces blancas y rodeado de refrigeradores con bolsas rojas. El encargado, un vampiro alto y huesudo, se inclinó ante Damon… y luego clavó una mirada de asco en Elara.
—¿Qué necesita, Príncipe Damon? —preguntó sin mirarla.
—Ella tiene hambre —señaló el niño—. ¿Dónde está la comida de… bueno, de ella?
El encargado tardó demasiado en responder.
—Ese tipo de comida solo se consigue en la calle —respondió con tono condescendiente—. Aquí no tenemos nada… de su clase.
Elara apretó los labios. Damon también porque a pesar de ser un niño, entendió muy bien que al encargado no le agradaba nada Elara y no podía saber el motivo.
Elara y él regresaron arriba un poco desanimados.
—No puedo salir a la calle —replicó el niño, ofendido—. Soy el príncipe.
—Y yo tampoco debería salir —comentó Elara recordando la advertencia que le hizo el Rey.
No debería salir porque podría ser atacada afuera de la mansión de los vampiros.
Los dos se quedaron en silencio, Elara pensó que probablemente podría soportar un par de días hasta encontrar una solución, pero Damon pensó que ella podría morir de hambre en ese instante, tenía que hacer algo para salvarla.
Entonces Steven apareció con una cesta en la mano, Elara sintió el olor a comida casi de inmediato.
—Están difíciles de encontrar, ¿eh? —sonrió, levantando la cesta con frutas, un pequeño pan y una porción de carne cocida envuelta con cuidado.
Damon dio un paso adelante, aliviado.
—Tío, eso es la comida de Elara.
—Pensé que no tendrían nada por aquí, así que fui por algo afuera —respondió el vampiro con suavidad, dándole la cesta.
Elara lo miró agradecida.
—Gracias —susurró.
Steven le sonrió apenas con los labios.
—Les parece si vamos a la sala, ahí hay una pequeña mesa y Elara puede comer.
Damon asintió, pero Elara intervino.
—Puedo llevarlo a mi dormitorio para no molestar.
—¿Y comer sola? —dudó Steven —. Sé que a los lobos les gusta comer en familia y amigos, está bien, nosotros te acompañamos y no te preocupes que no te quitaremos nada, cierto Damon.
—Cierto, nosotros no comemos esas cosas —señaló Damon la cesta.
Elara volvió a sonreír al escucharlos, de hecho últimamente había sonreído más que en toda su vida, estaba acostumbrada a los desprecios de los demás, pero nunca a alguien que fuera amable con ella, al menos Steven y Damon eran amables, nada que ver con su dichoso esposo vampigruñón.