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El Tridente de Poseidón

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Alysa vivía feliz en el convento de Santa Catalina, pero un día, en una excursión, todo su mundo cambia. Un incidente con una compañera la obliga a abandonar el único hogar que ha conocido. Sin embargo, no se va sola. Seema, su mejor amiga entre esas cuatro paredes, la sigue. Al igual que ella, Seema no sabe su procedencia y deciden investigar sobre ello. Sólo unos anillos y dos atractivos capitanes tienen las respuestas.

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El Tridente de Poseidón
Prólogo   Alysa nunca había estado muy decidida a averiguar su procedencia. No quería saber por qué sus padres la abandonaron a las puertas del convento de Santa Catalina. No se creía capaz de afrontarlo, pero después de lo que sucedió en la excursión, estaba dispuesta a descubrir su procedencia costase lo que costase.   Capítulo 1   El día había comenzado como cualquier otro. La rutina no había cambiado en los dieciocho años que llevaba en el convento. Ya lo hacía inconscientemente. Se despertaba antes del alba, hacía su cama, se vestía, se lavaba la cara y desayunaba en el comedor con todas sus compañeras. En ese momento no había razón para pensar que ese día cambiaría toda su vida. Minutos más tarde del desayuno, un autobús llegó para llevarlas a la playa más cercana y desierta; las hermanas no eran muy partidarias en dejar que las muchachas se mezclasen con los muchachitos del pueblo. Subieron todas al autobús ilusionadas de poder salir de aquellas cuatro paredes de piedra y se pusieron en marcha. El vehículo arrancó dirigiéndose poco a poco hacia la esquina de la calle para girar con cuidado y bajar hacia la playa. Cuando llegaron a la playa, Alysa se desvistió a toda velocidad para ir a unirse con sus compañeras. Unas se echaban agua las unas a las otras. Otras hacían castillos en la arena. Otras cuantas se atrevían zambulléndose en el agua para nadar hasta la boya más próxima. Y otras, como Alysa, recogían caracolas y conchas para hacer collares o pulseras. Las recogían de todos los colores y formas. Grandes, pequeñas, rojas, verdes, amarillas, redonda u ovalada. —¡Mira esta Alysa! ¡Es preciosa! —le dijo una compañera mientras cogía una concha en tonos anaranjados y la miraba dándole vueltas en la palma de la mano. —¡Es preciosa, Seema! ¿Dónde la has encontrado? —le preguntó Alysa caminando hacia la chica. —Medio enterrada en la arena. La pondré en un collar. Será maravilloso. Seema era la chica con mejor gusto que Alysa había conocido. Era una chica normal, bastante alta, con la melena larga y morena y unos ojos negros en forma de almendra muy hipnóticos. Los labios finos y suaves, los pómulos altos y pronunciados la hacían parecer una de las modelos que salían por la televisión desfilando aquellos hermosos vestidos. La chica siempre estaba diseñando ropa o complementos para ella y sus amigas. Alysa y Seema seguían buscando caracolas cuando un objeto volador las interrumpió. El objeto cayó en la arena, muy cerca de la cara de Seema. Era una piedra. Si hubiera caído unos centímetros más a la derecha y la muchacha tendría una brecha en la cara. Alysa miró a la chica que, sabía, la había lanzado. —¡¿Te has vuelto loca?! ¡Podrías haberle dado! —le gritó furiosa. —Esa era mi intención, pero está claro que he fallado —contestó la muchacha riendo a coro con sus amigas mientras corrían a zambullirse al agua. —¿Estás bien? ¿Por qué dejas que se metan contigo? —le preguntó a Seema. —No quiero meterme en líos por rebajarme a su nivel. Si la madre superiora me ve… Da igual —Seema se dio la vuelta y siguió buscando conchas. Alysa clavó su mirada en Casia, la lanzadora de la piedra, y deseó que el agua se la tragara. De repente, y sin ninguna explicación, el agua alrededor de Casia empezó a burbujear. En unos pocos segundos, la chica se hundía en el agua como si algo tirara de ella. La muchacha no paraba de gritar y de nadar frenéticamente para poder mantenerse a flote. Una de las hermanas se metió en la playa para ayudarla. La madre superiora miró hacia donde permanecían Alysa y Seema observando la escena. “No puede ser Seema”, pensó desconcertada. Se fijó en la otra muchacha. “No puede ser verdad. ¿Alysa?”, siguió cavilando la madre superiora. Se encaminó hacia ella con el ceño fruncido y cara de pocos amigos. —Alysa, déjala ya —le ordenó con autoridad. La joven la miró perpleja. No entendía nada de lo que estaba pasando. —Alysa, para. Deja tu mente en blanco. La chica obedeció y, de inmediato, lo que estuviera tirando de Casia se detuvo. —Todas al autobús. Nos vamos al convento —les gritó la madre superiora cogiendo el brazo de Alysa y tirando de ella hacia el vehículo. Se montaron lejos de Casia y sus amigas, el chófer arrancó y le dio la vuelta al autobús para tomar la calle cuesta arriba. Giró en la esquina y el convento apareció ante ellos. Bajaron del autobús y la madre superiora se llevó a Alysa y Seema hacia su despacho. Pasó por delante de la cocina tirando de ellas dos como si fueran dos niñas pequeñas, y eso que le sacaban una cabeza y media a la menuda monja. —Madre superiora, ¿qué hemos hecho? —quiso saber Alysa confundida, siguiendo los pasos apresurados de la anciana. La mujer murmuraba palabras que ninguna de las jóvenes llegaba a escuchar bien. Pasaron el último pasillo de piedra que llevaba al despacho y la madre superiora se paró enfrente de las puertas de madera. —Espera aquí, Seema —le dijo a la muchacha acercándola al banco de madera de pino que estaba a un lado de la puerta. La mujer se acercó hasta su silla detrás de la mesa caoba que presidía la habitación y se sentó. —Siéntate —le ofreció a Alysa señalando una pequeña silla delante de la mesa—. ¿Desde cuándo lo sabes, Alysa? —¿Desde cuándo sé qué, madre? —preguntó la chica sin entender qué estaba pasando. —Podrías haberla matado, Alysa. ¿De verdad querías matarla? ¿Querías cargar con ello en tu conciencia? —Con todos mis respetos, no sé de qué me está hablando, madre superiora. —¿No lo sabes? —la mujer la miró entrecerrando sus pequeños ojos marrones para poder ver la verdad o la mentira en su mirada. No estaba mintiendo, no sabía nada de lo que había hecho—. Lo siento, Alysa. Aunque no sepas lo que ha sucedido, es muy grave. No puedo dejar que estés cerca de tus compañeras, podrían estar en peligro. Me temo que vas a tener que abandonar el convento. —¡¿Qué?! ¿Por qué? ¡Yo no he hecho nada! —gritó Alysa poniéndose de pie de un salto. —Alysa, tú no perteneces al convento. Ni siquiera perteneces a este mundo. No estás preparada para vivir entre la gente común, aunque te hayas criado entre ella —la madre superiora abrió uno de los cajones de su escritorio, cogió un pergamino con un paquetito y se lo dio a la chica. —Toma. —¿Qué es esto? —En ese pergamino y en la caja creo que encontrarás casi todo lo que quieras saber sobre tus padres. Estaba en tu moisés cuando te dejaron en la puerta. —¿Qué dice? —quiso saber la chica mientras cogía los objetos y los miraba con detenimiento. —No lo sabemos. Está escrito en un idioma que no conocemos ni tenemos ningún libro en la biblioteca para hacer la traducción. —¿Y cómo voy a leerlo yo? —No lo sé. Ve a la biblioteca pública, a lo mejor allí encuentras algo. Alysa se dirigió a la puerta, pero antes de abrirla, la madre superiora la llamó. —Alysa, Seema también debe irse. Tal vez deberíais iros juntas. —¿Por qué la echa a ella? No ha hecho nada. —Que te lo cuente ella. Espérala, no quiero que estéis solas fuera del convento. —Está bien. Voy a preparar las maletas. La madre superiora asintió en señal de aprobación y la chica salió del despacho. Seema se levantó del banco al verla. —¿Qué ha pasado? ¿Qué te ha dicho? —le preguntó preocupada. —Me ha echado. Me ha dado este pergamino y la caja y me ha echado. —¿Por qué? Seguro que tú no eras consciente de lo que hacías. —¿De lo que hacía? ¿Tú sabes qué hice? Seema agachó la cabeza dándole vueltas a la piedra azulada que había cogido en la playa. —A mí me pasaba lo mismo. Cuando hacía algo después no lo recordaba. Estoy como en trance. Hasta que aprendí a controlarlo. —¿Hacer qué? ¿Qué es lo que haces? —le preguntó entrecerrando los ojos. —¡Seema! Entra, por favor —la llamó la madre superiora. La muchacha entró apresuradamente en el despacho y cerró la puerta detrás de ella. Alysa seguía sin saber qué había hecho para merecer la expulsión del convento. Subió las escaleras hasta su habitación y empezó a preparar las maletas. El espejo de la taquilla de la chica reflejó su rostro con total claridad. Se acercó al espejo, cogió el cepillo que había en una pequeña estantería debajo de él y se lo pasó por la melena dorada como los rayos del sol. Lágrimas rezagadas resbalaban por sus mejillas sonrosadas, tiñendo sus ojos verdes de rojo rubí y desapareciendo en la comisura de su pequeña boca. —¿Qué has hecho, Alysa? —le preguntó al reflejo sorbiéndose la nariz. Media hora después, ya había terminado de preparar su maleta y la de Seema cuando ésta entró en la habitación llorando. —¿Qué te pasa? —quiso saber Alysa abrazándola. —No quiero irme del convento. Es el único hogar que conozco. —Tranquila, nos las apañaremos. Tengo algo de dinero ahorrado. Dormiremos en un hostal hasta que se nos ocurra algo. Seema asintió mientras su amiga le secaba las lágrimas con un pañuelo de papel. Cogieron cada una sus respectivas maletas y salieron del convento con las risas de Casia y sus amigas a las espaldas. —Tendrías que haberla ahogado —susurró Seema entre dientes mirando de reojo a la chica.  Capítulo 2   Caminaron calle abajo hasta que llegaron al pueblo. Las calles estaban atestadas de gente y puestos con todo tipo de cosas para vender o comprar. Anduvieron unos minutos hasta que llegaron al primer hostal que vieron más o menos decente y alquilaron una habitación. No era una habitación de lujo, pero podría pasar por una bastante cómoda. Tenía dos camas individuales con un colchón lleno de bultos y las sábanas, que alguna vez fueron blancas, amarillas. Las almohadas solo eran dos cojines. Había un armario a un lado de la pared y una cómoda al lado de la puerta. Junto a las camas dos mesitas de noche medio comidas por las termitas. Dejaron las maletas encima de las camas y Alysa cogió la cajita que la madre superiora le había entregado junto al pergamino. —¿Qué hay dentro? —le preguntó Seema sentándose a su lado. —No lo sé. Me lo dio la madre superiora. Me dijo que estaba en el moisés cuando me abandonaron. —¿Vas a abrirlo? —quiso saber intrigada. —Supongo. A lo mejor así sé de dónde vengo, ¿no? Seema asintió con la cabeza y miró cómo Alysa abría la cajita de madera con pequeños ribetes de oro y sacaba un objeto de ella. —¡Es un anillo! —respondió Seema ilusionada. —Tiene un escudo. Parece… como… agua. Mira —le dijo Alysa enseñándole el anillo para que pudiera verlo mejor. —Vaya. Es precioso. El anillo era dorado con tres olas adornándolo. —Vamos a la biblioteca a ver si averiguamos algo. A lo mejor puedo traducir la carta —le cogió el anillo a Seema y se lo puso en el dedo anular izquierdo. Bajaron a recepción y le preguntaron a la aburrida mujer detrás del mostrador. —¿Sabe dónde está la biblioteca pública? —le inquirió Alysa con una sonrisa. La mujer la miró de arriba a abajo con los labios fruncidos, se puso bien las gafas redondas y le dijo: —Al final de la calle a la derecha. —Gracias. Muy amable. Las dos chicas se encaminaron hacia el final de la calle abarrotada aún por los tenderetes de los pueblerinos. Llegaron al final de la calle y giraron a la derecha. Más tenderetes seguían a los lados de la calle. —La dueña del hostal me dijo que era por aquí cerca, a la derecha. Pero yo solo veo puestos de ropa —apuntó Alysa mirando los pequeños tenderetes cuadrados de hierro que ocultaban las casas detrás de ellos. —Allí —señaló Seema señalando a un edificio de piedra bastante antiguo. Las enredaderas habían invadido toda la fachada delantera tiñéndola de verde—. Alysa, mira hacia atrás con disimulo —le susurró—. Creo que esos dos hombres nos están siguiendo. La chica miró hacia atrás como si estuviera observando una chaqueta de cuero de uno de los puestos. Dos hombres parecían seguirlas, y no tenían pinta de ser amigos. Los dos hombres iban desaliñados. Con el pelo y la barba demasiado largas y bastante suciedad en las manos y la ropa. Las dos chicas empezaron a andar más rápidamente hacia la biblioteca, escondiéndose entre la multitud. Llegaron a la puerta del edificio, subieron los escalones de piedra gris a toda velocidad y entraron. Una mujer regordeta sentada detrás de un pequeño mostrador de roble sellaba unos libros. Levantó la mirada cuando las chicas entraron y puso los ojos en blanco volviendo a pasar los libros para sellarlos. —Disculpe, ¿sabría decirme qué idioma es éste? —Alysa le acercó el pergamino a la voluminosa mujer sin dejar de echar un vistazo a los dos hombres que esperaban fuera, viendo unas lencerías en un puesto. Lo mujer lo estudió con detenimiento, luego miró por encima de las diminutas gafas a las muchachas y les respondió con un tono seco: —No había visto este idioma en mi vida. No puedo ayudaros. —Gracias de todas formas —Alysa guardó el pergamino—. Seema, vamos a echar un vistazo a ver si hay algún libro con el que pueda traducir este galimatías. Entraron en la gran sala blanca repleta de libros y mesas con sillas y lámparas. *** Después de buscar en varios libros, no tuvieron suerte. —Será mejor que sigamos buscando mañana. Se está haciendo tarde —anunció Alysa frustrada por no haber podido encontrar nada. Seema se levantó estirándose para dirigirse a la salida cuando su amiga la detuvo. —¿Puedo hacerte una pregunta? —Claro. —¿Sabes algo de tus padres? ¿Por qué te abandonaron en el convento? Seema bajó la mirada negra vidriosa y se sentó de nuevo en la silla. —No… no lo sé. A mí también me dejaron una nota junto a la cesta y un objeto. Cuando descubrí mis… —se quedó callada al instante. —¿Qué descubriste? —preguntó Alysa curiosa. —Cuando descubrí mis poderes —le susurró. Su amiga la miró con la boca abierta mientras ella seguía con su relato—. Casia me estaba haciendo la vida imposible, como siempre hace, y deseé que se atragantara. Lo hizo, pero una de las hermanas la salvó. La madre superiora se dio cuenta de que lo hice yo, aún no sé cómo, y me advirtió de que nunca más lo hiciera. Pero yo no sabía cómo controlarlo. Sólo pensaba en algo que quisiera hacerle a esa persona y sucedía sin más. —¿Qué les hacías exactamente? —quiso saber Alysa cogiéndole una mano para reconfortarla. —Les robaba el oxígeno. Las asfixiaba. Alysa abrió los ojos un poco asustada cuando recordó lo que había pensado en el momento que Casia se había metido en el agua con sus fastidiosas amigas, después de haberle lanzado la piedra a Seema. “Ojalá el agua te trague”. Y, de alguna forma inexplicable, eso hubiera hecho el agua si la madre superiora no la hubiera interrumpido. —Seema, ¿por qué la madre superiora no te echó del convento en ese momento, igual que a mí? —Era solo una niña. La madre superiora me vigilaba de cerca por si pasaba otra vez. —Deberíamos volver al hostal. Quiero saberlo todo y allí estaremos más cómodas. Salieron de la biblioteca y buscaron con la mirada a los dos hombres que las habían seguido, pero no estaban. Los puestos ya se habían quitado, casi estaba anocheciendo. Caminaron hacia el hostal cogidas del brazo y sin dejar de estar en alerta. Aunque no vieran a los hombres era probable que ellos sí las vieran a ellas. *** Una vez en el resguardo de la habitación, Alysa decidió averiguar más sobre Seema. —¿Puedes hacer algo más? —le preguntó cada vez con más curiosidad. —A veces he llegado a hacerme invisible por un corto período de tiempo. —¿Has conseguido controlar tu poder sola? —Sí. Me ha costado varias noches sin dormir, pero lo he conseguido. No quería hacer daño a nadie. —¿Podrías enseñarme a mí? Aunque supongo que primero debería saber cuál es mi poder, ¿no? —Creo que tu poder tiene algo que ver con el agua. En los años que has estado en el convento no has descubierto tu don, pero, en el momento en que fuimos a la playa, se desató. Sólo con pensarlo. Espera, tengo una idea —Seema se levantó para ir a buscar un vaso de agua y lo colocó delante de Alysa—. Piensa en algo que puedas hacerle al agua —le dijo sosteniendo el vaso delante de su amiga. —¿Cómo qué? —No sé. Por ejemplo…, congélala. Alysa miró el vaso de agua fijamente y pensó en congelarla. No pasó nada. —Imagínate que dentro de este vaso está Casia diciéndote barbaridades. Te está insultando y sus odiosas amigas se están riendo de ti. Alysa apretó los dientes con fuerza y se concentró aún más. El agua del vaso empezó a burbujear y poco a poco una fina capa de hielo se formó en la superficie extendiéndose hacia el fondo del vaso. —¡Bien! ¡Fantástico! Yo tenía razón. Tus poderes van asociados con el agua. Tu furia hace que salga sin que puedas controlarlo, pero cuando pase un tiempo, y con un poco de práctica, lo controlarás a la perfección —la felicitó Seema. Alysa estaba exhausta. ¿Cómo había podido hacer eso? La madre superiora tenía razón. Ella no era de este mundo. Miró a su amiga con miedo en los ojos y le preguntó preocupada: —¿Somos extraterrestres? —No. Bueno, no lo creo. Creo que la respuesta está en tu pergamino y en el mío. En tu anillo y en el objeto que mis padres me dejaron. —¿Qué objeto te dejaron? ¿Sabes qué pone en tu pergamino? —En el pergamino pone que soy una de las joyas que el Comandante busca para tener el poder supremo sobre el océano y todos sus habitantes. El objeto que me dejaron no sé qué es —respondió la muchacha bajando la mirada al suelo—. Nunca me he atrevido a abrirlo. Supongo que me da miedo saber mi procedencia. —Podemos abrirlo ahora, si tú quieres. No pasará nada. Seema encogió los hombros y se levantó el bajo del pantalón para sacar una pequeña bolsita de terciopelo azul del calcetín. —¿Está ahí dentro? —le preguntó Alysa señalando la bolsita. —Sí. Lo llevo guardando desde hace diez años. —Vaya, eso es mucho tiempo. Nunca te la había visto. —La he guardado muy bien. No quería perderla. —Venga, ábrela. No tengas miedo. Seema deshizo el nudo de la bolsita muy despacio, como si fuera a encontrar una bomba dentro de ella. Cuando la abrió completamente, un pequeño destello las deslumbró unos segundos. La luz de la lámpara colgante se reflejó en el objeto que Seema sacó de la bolsita. —Es otro anillo —dijo Alysa intentando verlo mejor—. También tiene un escudo. —Es… es… es agua —tartamudeó Seema. —¿Agua? ¿Igual que en el mío? —Sí, pero… —Pero ¿qué? —Una espada la cruza en diagonal. —A ver —Alysa acercó la mano de Seema que aguantaba el anillo y lo observó—. Es precioso. Parece el escudo de armas de un ejército. —¿Un ejército? Nuestros anillos sólo se diferencian en que mío tiene una espada y el tuyo no, ¿es posible que las dos procedamos del mismo lugar? —Tenemos que averiguarlo. ¿A qué se referirían tus padres con lo de que eres una de las joyas que el Comandante busca para tener el poder absoluto? —No tengo ni la más remota idea —contestó Seema encogiendo los hombros. —Mañana volveremos a la biblioteca para ver qué podemos encontrar. Ahora vamos a dormir. Seema se encaminó hacia su cama. Miró por la ventana para poder admirar el pueblo de noche; en el convento no podían. Y allí estaban, los dos hombres que las siguieron hasta la biblioteca. —Alysa, mira. Esos hombres siguen ahí. La chica miró por la ventana. ¿Por qué las seguían? Cerró la ventana y echó las cortinas asustada. —Vamos a dormir, Seema.   Capítulo 3   A la mañana siguiente, las muchachas se despertaron al alba, hicieron sus camas, se vistieron y se dispusieron para ir hacia el comedor para desayunar, como habían hecho todos los días durante dieciocho años. —Espera, Seema —la detuvo Alysa cuando estaba a punto de abrir la puerta de la habitación—. No estamos en el convento, ¿recuerdas? Las normas no se aplican aquí. No tenemos que seguir haciéndolo todas las mañanas. —No me había dado cuenta. Llevamos haciéndolo tantos años que ya lo hago inconscientemente. Es extraño. Tendré que acostumbrarme. —Vamos a bajar a ver si hay algo para desayunar y después iremos a la biblioteca. Seema asintió, cogieron sus mochilas y bajaron a recepción. —Disculpe —le dijo Alysa a la mujer del mostrador—. ¿A qué hora es el desayuno? La mujer se quitó las redondas gafas y se echó a reír. —¿He dicho algo gracioso? —le preguntó Alysa a Seema en un susurro. Las dos muchachas se quedaron mirando a la mujer confundidas. —Aquí no se desayuna, ni se almuerza, ni se cena. Vais a tener que iros a la cafetería de la esquina —respondió la mujer casi gruñendo. Las chicas caminaron hacia atrás sin dejar de ver a la mujer que seguía retorciéndose de la risa y salieron a la calle. Entraron en la cafetería. No era muy grande, pero estaba limpia. Los suelos de baldosas de colores relucían casi deslumbrándolas. Las paredes de colores pasteles y la cenefa a media pared de bocadillos invitaban a todos los que pasaban a que los probaran. Seis mesas de diferentes colores muy vivos esperaban ser ocupadas por los clientes. Cuatro sillas de madera rodeaban cada mesa. Las chicas se acercaron al mostrador de madera clara y una hermosa joven castaña y muy sonriente les dio la bienvenida. —Bienvenidas a La Magdalena Alegre, ¿qué puedo servirles? —les preguntó la muchacha. —¿Podría ponernos dos tés verdes con miel y dos tostadas con mantequilla, por favor? —contestó Alysa contagiada por la alegría de la camarera. —Por supuesto. Siéntense, por favor. Enseguida se los llevaremos a la mesa —la chica tecleó el precio en el ordenador, sacó el ticket y se lo dio a la encargada de la cocina. Alysa y Seema se dirigieron a la mesa que daba a un enorme ventanal. Unos minutos más tarde, mientras se tomaban las tostadas con el té, Seema miró por el ventanal y abrió los ojos de par en par al ver en la acera de enfrente a los dos hombres que el día anterior las estuvieron vigilando. —Ahí están otra vez —le informó Seema a Alysa casi sin mover los labios—. ¿Por qué nos están siguiendo? —No lo sé. Vamos, tenemos que ir a la biblioteca. Dejaron el dinero en el mostrador, delante de la alegre camarera, y se fueron hacia la biblioteca. Después de buscar durante muchas horas, las chicas encontraron una pequeña pista. Había algunos libros que hablaban de unas islas ocultas en las profundidades del océano. No estaban muy seguras de que las historias de esos libros fueran ciertas, pero encontraron los símbolos de sus anillos en varios de ellos y, al no tener nada mejor para seguir, decidieron investigarlas. Salieron del edificio con los libros en las mochilas y se encaminaron hacia la playa. Si las islas ocultas existían, entonces en la playa debería de haber algún símbolo o alguna pista sobre ello. Llegaron a la cala donde todo había comenzado. Las conchas y caracolas que Seema cogió el día de la excursión seguían en el mismo sitio donde las había dejado. Se acercaron a la orilla y buscaron alguna pista de seres submarinos, pero no parecía haber nada. Sólo era una orilla normal y corriente. Mientras seguían buscando, Alysa miró hacia Seema. —Ahí están otra vez. ¿No se cansan nunca? Me están empezando a cabrear. —Ignorémoslos. Probablemente se hayan confundido de personas. Sigamos buscando. Alysa volvió a su trabajo ignorando a los dos hombres que las observaban a unos pocos metros de ellas. De repente, una red salió de la nada para capturarla. Miró a Seema asustada, pero su amiga también estaba luchando contra otra red. Los dos vigilantes se acercaban a ellas con una sonrisa de oreja a oreja y malvada. —Las tenemos, hermano. El Comandante se pondrá muy contento con nosotros —dijo el más joven mientras cerraba la red de Seema para que no pudiera escapar. —Sí, hermano. Vamos a ser muy bien recompensados por este botín —contestó el otro cerrando la red de Alysa. Maldición. Estaban atrapadas, completamente atrapadas. Y solas. ¿Cómo se les había ocurrido ir solas con esos dos hombres siguiéndolas? ¿Y por qué las capturaban? —¡Soltadnos ahora mismo! ¿Quiénes sois? —preguntó Alysa dando patadas al hombre que intentaba mantenerla quietecita. —¡Callaros! No vamos a soltaros hasta que estemos delante del Comandante —respondió el hombre con la voz ronca. Sin previo aviso, el hombre que mantenía prisionera a Alysa cayó al suelo muerto. Una flecha le había atravesado el corazón. —¡Deja a la chica si no quieres acabar como tu hermano! —oyó gritar a una voz masculina desde unas rocas. —¿Quién eres? —le preguntó el cazador. —Eso no te incumbe. Suelta a la chica. El hombre miró a su hermano tumbado en el suelo. Estaba muerto. Y si no hacía lo que ese tipo le gritaba estaría igual que él. Pero, aun así, temía más al Comandante que a ese entrometido. Soltó a Seema y, rápidamente, sacó una pistola de su cinturón y apuntó a la chica con ella. Antes de que pudiera apretar el gatillo, el hombre cayó de boca en la arena. Un cuchillo se le había clavado en la nuca. Dos muchachos salieron de detrás de las rocas, uno por las rocas de la derecha y otro por las de la izquierda. Las liberaron de las redes y, uno de ellos, recuperó el cuchillo. —Se lo advertí —dijo el muchacho limpiando el cuchillo, se lo guardó en el cinto y se acercó a Seema para ayudarla con la red. —¿Estáis bien, alteza? —preguntó el muchacho más alto dirigiéndose a Alysa. La chica se había quedado paralizada, prendada por la belleza masculina del joven. Moreno, de ojos negros y cálidos, de casi dos metros de altura y cuerpo corpulento. —Sí —consiguió decir Alysa bajando de las nubes—. Espera, ¿por qué me has llamado alteza? —Porque es lo que sois, alteza. Sois la hija de los reyes de Isla Sirena, el rey Tyrone y la reina Adrienne. Ellos nos enviaron para protegeros. A ambas. —¿A mí también? —quiso saber Seema sorprendida y admirando al compañero del muchacho, muy parecidos, aunque éste unos centímetros más bajo—. Pero yo no soy una princesa, ¿no? —No, no lo sois. Vos sois la hija del General Altaír. Él también nos envió. —¿De qué tenéis que protegernos? —inquirió Alysa deshaciéndose de la red. —Del Comandante. —¿Por qué? —Porque sois muy valiosas para él, alteza. Os necesita a ambas para poder tener lo que ansía. —¿Qué es lo que quiere de nosotras? —preguntó Seema. —Vuestros anillos. Sin ninguno de ellos no se puede coger el tridente, sería un suicidio intentarlo. —Está bien —respondió Alysa sin saber si podía fiarse de ellos—. Gracias por la ayuda, pero tenemos que irnos —les dijo cogiendo del brazo a Seema para empezar a caminar hacia el hostal. —Alteza, no podemos dejaros solas —le informó el muchacho alto cortándoles el paso. —¿Podrías dejar de llamarme alteza? Me llamo Alysa y ella es Seema. Y sí, podéis dejarnos solas. —No, no podemos, alte… Alysa —rectificó cuando vio el ceño fruncido de la chica— Tenéis que venir con nosotros. —¿Y cómo sabemos que no sois hombres del Comandante? —inquirió Seema. —Porque los hombres del Comandante son mercenarios y no pueden hacer esto —el muchacho más bajo se desvaneció y apareció detrás de ellas—. Ellos no son habitantes de la isla como nosotros. —Seema, se ha… teletransportado —le susurró Alysa estupefacta. Su amiga aún seguía con la boca abierta sin poder decir palabra. —¿Cómo has hecho eso? —preguntó perpleja. —Todos los militares podemos hacerlo, y los hijos de los militares también. Además de hacer esto —se desvaneció otra vez, pero no apareció por ningún otro lado. Seema se sobresaltó cuando notó una mano en su hombro, pero no había nada ni nadie. El muchacho apareció con la mano en el hombro de la joven. —También podemos hacernos invisibles. Es una gran ventaja en una batalla. —Y también podemos robar el oxígeno de nuestra presa. Es algo que tenemos desde que nacemos. Los reyes pueden hacer cosas con el agua —añadió el muchacho alto. —Es genial —dijo Seema con una sonrisa en los labios. Por fin sentía que estaba en el lugar correcto. —¿Nos creéis ahora? —Supongo que sí. Sólo quiero saber una cosa más —contestó Alysa. —¿El qué? —¿Cómo os llamáis? —Yo soy Bastiaan y él es Lysander —respondió el muchacho más alto—. Somos los capitanes del ejército de los reyes. A vuestro servicio, alteza —los dos hicieron una reverencia delante de las chicas. —Encantadas, capitanes. ¿A dónde se supone que vamos a ir? —quiso saber Alysa. —Cerca de isla Sirena. Vamos —Bastiaan le cogió la mano a la princesa y la guio hacia la parte de atrás de las rocas de donde habían salido antes. Lysander lo siguió con Seema a su lado. Cuando llegaron a la roca que buscaban, levantaron las manos hacia un pequeño saliente y la introdujeron. —¿Qué estáis haciendo? —preguntó Seema desconcertada. —Abriendo la puerta —contestó Lysander mientras con un pequeño chasquido se abría una puerta en la misma roca dejando ver un pasadizo directamente excavado en la piedra. Alysa y Seema se quedaron boquiabiertas. ¿De verdad era todo aquello real? Las dos se miraron y, sin pensarlo dos veces, les dieron un pequeño pellizco a los chicos en el brazo. —¡Ah! ¿Se puede saber a qué ha venido eso? —gritó Lysander restregándose la palma de la mano por su gran brazo. —Era para saber si estábamos soñando. Esto parece un sueño —le contestó Seema. —¿Para saber si es un sueño no deberíais pellizcaros vosotras? —Sí, pero si no fuera un sueño nos haríamos daño. Preferimos hacéroslo a vosotros. Es más divertido —respondió Alysa con una sonrisita. —No quiero interrumpiros, pero ¿vamos a quedarnos aquí hasta echar raíces o vamos a adentrarnos de una vez en el pasadizo? —quiso saber Bastiaan.    Capítulo 4   Los dos muchachos cogieron unas cerillas de uno de sus bolsillos y prendieron las antorchas situadas dentro del pasadizo secreto, cerca de la entrada. Al encenderlas, hicieron una pequeña explosión y todo el cubículo se iluminó, como si le hubieran dado a un interruptor para encender la luz. El pasillo estaba excavado en la misma roca y seguía unos metros más hasta llegar a unas habitaciones subterráneas. —Ahora estamos debajo de la arena de la playa. Nadie conoce este sitio —apuntó Bastiaan. —Lo excavamos pocos meses después de dejaros en el convento —añadió Lysander. Se tapó la boca con la mano cuando se dio cuenta de que había metido la pata, pero ya era demasiado tarde. —¿Vosotros nos dejasteis en el convento? ¿Cuando éramos unos bebés? —preguntó Alysa parándose en seco sorprendida y algo molesta. —Bocazas —le dijo Bastiaan a su amigo—. Sí, nosotros os dejamos en el convento. —¿Cómo es posible? Tenéis más o menos nuestra edad —contestó Seema pasando la mirada de uno a otro. —No, no tenemos vuestra edad. La aparentamos, pero no la tenemos —respondió Lysander. —¿Y cuántos años tenéis entonces? —Muchos más que vosotras. —¿Cuántos más? Los dos capitanes se miraron dubitativos. —Tenemos dieciocho años desde hace cincuenta —dijeron al unísono. Las chicas se miraron y empezaron a reírse. —Ya, claro. Eso es imposible —Alysa se reía a plena pulmón. —Es posible si eres un habitante de la isla. Allí no se envejece y no morimos de causas naturales como los terrestres. —¿Y de qué causas morimos? —quiso saber Seema conteniendo la risa. —Pues, por ejemplo, que un mercenario nos capture y nos clave un cuchillo, que nos atraviese con una espada, que nos peguen un tiro en el corazón, que nos saquen las entrañas con un cuchillo de cazador… —respondió Lysander enumerándolas con los dedos. —Vale, ya es suficiente. Nos hemos hecho una idea —Seema empezaba a sentir náuseas. Siguieron adelante hasta una gran habitación ovalada. A la derecha había una enorme cocina de madera blanca y encimera de granito negro. Una gran isleta la separaba del salón. Un sofá de tres plazas negro y un sillón blanco a cada flanco de éste rodeaban una mesita auxiliar de cristal. A la espalda del gran sofá había una mesa de cedro rectangular con seis sillas. A la izquierda había dos puertas de madera maciza. —¿A dónde dan esas puertas? —preguntó Seema. —A nuestras habitaciones —respondió Lysander sentándose en el sofá cómodamente. —¿Sólo hay dos? —quiso saber Alysa mirando a su alrededor buscando más puertas cerradas. —Sí, una para Lysander y otra para mí. Supongo que deberíamos haber excavado cuatro. Podéis dormir en nuestras camas, nosotros dormiremos en el salón. Mañana continuaremos el camino. —Podemos dormir nosotras en el salón. No es problema. No creo que el sofá esté más duro que nuestros camastros del convento —propuso Seema. —Cierto, ya estamos acostumbradas —constató Alysa llevándose una mano a los riñones. —Lo siento, pero no. No podemos permitirlo. Si vuestros padres se enteraran de que os dejamos dormir en el suelo nos despellejarían —dijo Lysander sacudiéndose el escalofrío que le subía por la espalda nada más pensarlo. —Como queráis. ¿Puedo preguntaros una cosa? —Inquirió Alysa antes de caminar hacia la habitación—. ¿Podríais traducir el pergamino que me dejaron mis padres? No he podido encontrar ningún libro para ello. Alysa les tendió el pergamino sacándolo de la mochila azul oscuro que llevaba a la espalda. —No sabemos leer ese idioma. Solo hay dos personas que sabe. Alina y su hija. Alina fue quién los escribió los dos para que el Comandante no supiera lo que decían —contestó Bastiaan sentándose en el sofá. —¿Están las dos en la isla? —Alina estuvo en la isla. Murió poco después de que el Comandante empezara la guerra. Y su hija está… —dudó. —Está a tu lado —terminó Lysander señalando a Seema. La chica miró a sus tres compañeros con cara de sorpresa. —¿Yo sé leerlo? —Sí. Tu madre y tú sois las únicas que sabéis leer sirenio antiguo. La lengua del dios Poseidón. Alina, tu madre, era una descendiente de él. —¿El dios Poseidón? ¿El dios del mar? —preguntó Alysa con la boca abierta. —El mismo —respondió Bastiaan. Alysa se quedó pensando unos segundos y después dijo: —Claro, ¿cómo no me he dado cuenta antes? Por eso pudiste decirme qué ponía en tu pergamino. Seema le tendió la mano a su amiga para que le entregara la carta y empezó a leer: “Querida hija, Cuando leas esta carta ya tendrás la mayoría de edad para saber por qué te abandonamos en el convento de los terrestres, en la superficie. Era el único sitio donde no se les ocurriría mirar. No queríamos que corrieras peligro a nuestro lado. Las cosas se han complicado desde tu nacimiento. Tu padre y yo hemos tenido que pensar en lo que sería mejor para ti. No sabemos qué pasará, ni si saldremos con vida de esto. Por favor, no te acerques a la isla para nada. Si te encuentran podrían capturarte o lo que es peor, matarte. Espero con todo mi corazón que te encuentres bien estés donde estés en este momento. Confío en que los hombres del General te cuiden y nuestro enemigo no te localice. Te queremos y te añoramos. Tus padres, los Reyes”. —Gracias, Seema —le agradeció Alysa cogiendo el pergamino de nuevo con los ojos vidriosos—. Buenas noches. *** Las chicas se fueron cada una a una habitación. No eran muy grandes, lo suficiente para que una cama, un armario y una cómoda cupieran sin ningún problema. Miraron en los armarios para encontrar algo de ropa para cambiarse, pero sólo había ropa de hombre. Alysa cogió una camisa de rayas azul y blanca como camisón. Le llegaba hasta un poco más arriba de las rodillas. Ésta debe de ser la habitación de Bastiaan, pensó. Seema se decidió por una camiseta de mangas cortas blanca. Le quedaba muy grande por todos lados, pero daría el apaño para dormir. *** Bastiaan entró en su habitación, se acercó a la cama y vio a Alysa dormir plácidamente con su camisa favorita de camisón. Deberían haber pensado en eso también. Se sentó en el borde de la cama y le dio unos pequeños toquecitos en el hombro. —Alte… Alysa, despierta. —¿Qué hora es? —preguntó adormilada. —Las siete de la mañana. Tenemos que ponernos en marcha. —Está bien. Ya voy. Bastiaan se levantó y se acercó al armario que descansaba enfrente de la cama. Cogió ropa limpia, se quitó la camisa y los pantalones del día anterior y los echó en la cesta de la ropa sucia que había al lado del armario. Alysa se desperezó en la cama y se sentó restregándose las manos por los ojos para librarse de la niebla. Vio a Bastiaan de espaldas, semidesnudo, poniéndose la ropa y cerró los ojos automáticamente. Se le colorearon las mejillas de rojo y se tapó con las sábanas hasta la cabeza. —¡¿Se puede saber qué estás haciendo?! —le gritó desde debajo de las sábanas. —Me estoy cambiando —Bastiaan se volvió para mirarla, pero solo vio un bulto escondido entre las sábanas blancas—. ¿Por qué estás tapada hasta la cabeza? —Porque no tengo ninguna intención de verte desnudo. Es más, deberías haberte ido a otro sitio para cambiarte. Ni siquiera me has avisado para cerrar los ojos antes de que me asustase al verte. —No creo que te hayas asustado. Ni que no hubieras visto a un hombre semidesnudo en toda tu vida —le dijo con una risita. —Eso no es de tu incumbencia. Y si lo he visto es porque yo he querido, no porque el chico se haya desnudado delante de mí sin venir a cuento. Además, ¿no te da vergüenza ponerte en bolas delante de tu princesa? —Está bien, perdona. Ya me he vestido —le contestó poniéndose el polo azul marino rápidamente—. Me voy. ¿Está su alteza contenta así? —Eres muy gracioso. Vete ya para que pueda vestirme e irnos de una vez. Bastiaan salió de la habitación riéndose mientras cerraba la puerta detrás de él. Alysa se destapó hasta los ojos para ver si era verdad que se había ido. Cuando se cercioró de que no estaba, se destapó del todo y se vistió. Salió de la habitación y vio a los dos hombres sentados en los sillones al lado del sofá mientras Seema rebuscaba en unas maletas que reposaban en la mesita auxiliar de cristal del centro. —Alysa, mira. Han ido a por nuestras maletas. Tenemos ropa limpia y cepillo de dientes. —¿Cuándo las habéis traído? —preguntó sorprendida acercándose a su macuto. —Mientras os levantabais. No ha sido muy difícil entrar y salir del hostal. La dueña ni se ha dado cuenta —dijo Lysander con una sonrisa de oreja a oreja, orgulloso de sí mismo. Bastiaan se levantó y cogió las armas que estaban colgadas en la pared, al lado de la entrada. Se amarró una espada envainada en el cinturón, se guardó una pistola en la funda que llevaba colgada a la espalda y se escondió un cuchillo de caza en la pantorrilla. Lysander lo imitó. —Bien. En marcha. Tenemos un General y unos reyes que liberar.   Capítulo 5   Bastiaan encabezaba la marcha seguido de Alysa, después Seema y acabando con Lysander. Siguieron un estrecho pasillo que se hundía cada vez más en la tierra. —¿Dónde se encuentra la isla? —preguntó Alysa a la vez que se agarraba a la camiseta de Bastiaan para no caerse o perderse. —En el fondo del océano. ¿No habéis leído las historias de los libros? —respondió Lysander sujetando a Seema para que no se diera de bruces contra un muro. —Sí, pero no sabíamos que eran ciertas. Creíamos que eran sólo eso, historias —contestó Seema sonriéndole para darle las gracias. —Pues no son sólo historias. Son ciertas —le afirmó él. —¿Y cómo es posible vivir en el fondo del océano? ¿Cómo se respira? —quiso saber Alysa con curiosidad. —Tenemos la habilidad de respirar bajo el agua. Además, la isla está rodeada por un escudo invisible que nos protege de la presión del mar y de los que crean que existen los habitantes de esa isla. Los mortales suelen tener muchas historias o leyendas sobre gente submarina. Sirenas creo que las llaman —la informó Bastiaan girando hacia la izquierda. Continuaron hasta llegar a una puerta blindada como las de una caja fuerte. Los dos capitanes giraron el gran pomo, sacaron un poco la cabeza para mirar en el interior y les hicieron una señal a las chicas para que los siguieran. Entraron en silencio a una gran habitación muy oscura. No tenía ventanas y había una hilera de celdas a cada lado de la habitación. Bastiaan y Lysander se adelantaron para mirar en las celdas a la vez que susurraban: —¿General? —¿Majestades? —Aquí, capitanes. Qué alegría me da veros sanos y salvos —susurró una voz grave desde la última celda de la derecha. —General. A nosotros también nos alegra veros. Le hemos traído visita —le dijo Bastiaan mientras Lysander se alejaba para coger la mano de Seema y acercarla a la celda—. Su hija. La chica se acercó a la puerta de barrotes para poder ver mejor al General. Como los capitanes, el general también aparentaba dieciocho años, pero era seguro que no los tenía. Era un hombre alto, fornido, moreno, con la mandíbula cuadrada y con los ojos negros igual que ella. Parecían hermanos más que padre e hija. Seema extendió el brazo por entre los barrotes para cogerle las manos. —Padre, me alegra conocerte por fin. —No sabes cuánto tiempo he soñado con este momento. Veo que a ti te han tratado en el convento mejor que a mí en esta mugrienta celda —dijo con una media sonrisa en la cara, feliz de ver a su hija. —General, ¿dónde están los reyes? —le preguntó Alysa acercándose a su amiga. —Vaya, debe de ser la princesa. Eres igual que tu madre, excepto los ojos que son de tu padre. Llámame Altaír, General es sólo para cuando hay concilio. —¿Sabe dónde están mis padres? —La reina está en los aposentos del Comandante y el rey está en el calabozo. —¿En el calabozo? ¿Cuándo se lo han llevado? —quiso saber Bastiaan con angustia. —Ayer. Todavía tenéis tiempo para sacarlo de allí. ¿Qué hora es? —Las ocho y media de la mañana —contestó Lysander mirando el reloj de su muñeca. —Tenéis una hora y media para sacarlo. A las diez irán a por él para llevarlo a la horca. —¿A la horca? ¿Van a matar a mi padre? —preguntó Alysa agarrándose a los barrotes de la celda para no caerse al suelo. —Tranquila, no lo conseguirán. Lysander y yo lo liberaremos antes —Bastiaan le posó una mano en el hombro para reconfortarla. —Por supuesto. Y nos sobrará tiempo para tomarnos un café —añadió Lysander preparando la pistola. Los dos capitanes se alejaron por la misma puerta por la que habían entrado. Una vez dentro del pasadizo de nuevo, cerraron la puerta detrás de ellos. La puerta se hizo invisible. No parecía que unos segundos antes hubiera estado allí. —¿Llegarán a tiempo? —inquirió Alysa con una lágrima recorriéndole la mejilla. —Sí. Estoy totalmente seguro. —Yo no lo estaría tanto —respondió una voz ronca desde la celda de al lado. —¿Por qué no? —Alysa se acercó al hombre misterioso. —Porque los capturarán a ellos también antes de que puedan liberar al rey. El Comandante es muy listo y seguro que ya sabe que están aquí. —Eso es imposible. Tendría que tener un radar para localizarlo —apuntó el General. —Exacto. Y eso mismo es lo que tiene. Y lo tiene precisamente aquí —dijo el hombre sacando a la poca luz de las antorchas un pequeño monitor con dos puntitos rojos y varios verdes. —Pero ¿qué…?  —empezó a decir Alysa, pero alguien le tapó la boca desde atrás. Uno de los encarcelados había salido de su celda y la estaba inmovilizando. Dos más salieron de las celdas contiguas e inmovilizaron a Seema. Las amordazaron y le ataron las manos y las piernas mientras las metían en una celda a las dos. —¡Comandante! ¡Eres un…! —el General no tenía palabras para describirlo. Ya las había agotado todas en todos los años que llevaba encerrado. —Esos dos capitanes me han servido de gran ayuda, General. Si no fuera por ellos, ahora mismo no tendría la clave delante de mí. —No conseguirás lo que quieres. Te matarán antes de que puedas ponerles una mano encima. —Eso ya lo veremos. No aceleremos los acontecimientos, mi querido amigo. Todo a su debido tiempo —dijo haciendo una señal a uno de los guardias para que le cerrara la boca. El soldado entró en la celda del General y lo amordazó y ató como a las chicas. El Comandante salió de la celda en la que había estado oculto. Era un hombre menudo, rubio y con los ojos azules más fríos que Alysa había visto en toda su vida. Se parecían mucho a los de sor Melania. La hermana siempre estaba regañándola cuando estaba en el convento, y siempre la miraba con los mismos ojos inexpresivos, calculadores y fríos como el hielo. —Bueno, chicas. Creo que vamos a esperar aquí a vuestros amigos. Calladitos, claro. No queremos que se alerten —dijo el Comandante con una sonrisa malévola en la cara. Volvió a su celda y se sentó en su camastro para esperar mientras miraba la pequeña pantalla del radar. Capítulo 6   Una hora más tarde desde que se fueran los capitanes, la puerta blindada volvió a abrirse. De ella salieron dos hombres agarrando a un tercero. —¿Chicas? ¿Dónde estáis? ¿General? —preguntó Lysander agarrando a su compañero para que no se cayera al suelo. —Capitanes, bienvenidos a mis mazmorras —dijo el Comandante saliendo de la celda apuntándolos con una pistola—. Veo que habéis conseguido liberar al rey, aunque Bastiaan no en muy buenas condiciones. —¿Dónde está la princesa? —quiso saber Lysander entrecerrando los ojos para ver mejor al Comandante en la poca luz que había en la mazmorra. —Está bajo mi custodia. Al igual que la joya. Las necesito para llevar a cabo mis planes. —Bueno, ahora que las tienes, supongo que nos vas a matar a todos, ¿no? —inquirió el rey dejando a Bastiaan sentado en el suelo apoyado en la pared. —Pues no, todavía no. Quiero que primero veáis cómo conquisto el mundo en general, y los océanos en particular. Después de eso, sí, os mataré a todos. No os necesitaré para nada. Pero mientras llega ese momento, os acomodaré en las mazmorras —hizo un gesto con la cabeza y los soldados se abalanzaron sobre ellos. Los encerraron en una celda y los ataron a los dos. —Regresaré más tarde. Necesitaré vuestra ayuda —les dijo a las chicas que seguían sentadas en un rincón de la celda donde las habían encerrado. El Comandante y sus esbirros salieron de las mazmorras cerrando la puerta a cal y canto. —¿Chicas? ¿Estáis bien? —preguntó Lysander con un susurro. Seema consiguió quitarse la mordaza con ayuda de Alysa. —Sí. Nos han atado, pero estamos bien. ¿Qué le ha pasado a Bastiaan? —quiso saber intentando quitarse las cuerdas con las que las habían maniatado. —Le han disparado. Ahora lo curaré. ¿General, está bien? —se acercó arrastrándose hasta la espalda del rey. El General intentaba hablar, pero no podía con la mordaza. Se la habían atado tan fuerte que era imposible deshacerse de ella. —Majestad, coja el cuchillo de mi tobillo. El rey buscó a tientas el cuchillo de caza hasta que lo encontró. Levantó un poco el pantalón, lo cogió con cuidado y lo sujetó con fuerza. —No se mueva —le dijo Lysander. Acercó las cuerdas de los pies a la hoja del cuchillo y las cortó rápidamente. Se dio la vuelta e hizo lo mismo con las de las manos. Cogió el cuchillo y desató al rey. Se lo guardó y se acercó a su amigo herido. Comprobó el pulso, la pérdida de sangre, si la bala había salido o no y si estaba infectada. Alysa y Seema intentaban desatarse, pero era imposible. Se levantaron como pudieron y se acercaron a la puerta de barrotes dando pequeños saltos. —Lysander, ¿cómo vas con Bastiaan? —le preguntó Alysa preocupada cuando su amiga le quitó la mordaza. —Voy bien. Ya está curado. Está inconsciente, pero se despertará de un momento a otro. Lysander se acercó a la puerta de su celda y miró detenidamente el candado. —¿Hija mía? —preguntó el rey. —Hola, padre. —Me alegro de que te encuentres bien. —Y yo de que no estés en la horca. —Eso es gracias a los capitanes. Debes intentar que el Comandante no consiga lo que pretende. —¿Y cómo hago eso? —No lo sé. No debe poner los anillos en el centro del altar. Si los pone estamos perdidos. —¿En qué altar, padre? —En el altar donde se encuentra el tridente de Poseidón. Si consigue el tridente dominará los océanos y a sus habitantes, tanto animales como personas. Y, me temo, que no parará ahí. Querrá conquistar el mundo entero. No podemos permitir eso. Sería una gran catástrofe. —¿Sólo necesita los anillos? —quiso saber Alysa. —No. También necesita a la hija del General. —¿A Seema? ¿Por qué? ¿Para qué? —El Comandante necesita activar el tridente para que funcione. Para activarlo tiene que leer el hechizo. El hechizo está en sirenio antiguo. Nadie sabe leerlo excepto los descendientes del dios. Se escuchó el chirriar de un pestillo abriéndose. Se quedaron callados a la espera de ver quién entraba en las mazmorras. Las chicas volvieron al rincón lo más rápido que pudo. —La comida, perritos —dijo uno de los guardias mientras otros les acercaban unas bandejas con un poco de pan, un vaso de agua sucia y un trozo de queso mohoso. Dejaron las bandejas cerca de los barrotes y se fueron. Cerraron la puerta a sus espaldas y la conversación siguió. —Majestad, ¿sabe quién mató a mi madre? —quiso saber Seema secándose la lágrima que le caía por la mejilla con el hombro. —El Comandante la mató antes de saber que ella era la clave para activar el tridente. —¿Y cómo sabe el Comandante que yo sé leer sirenio antiguo? No lo sabía ni yo que podía leerlo. —Lo lees sin darte cuenta. No sabes que es sirenio antiguo lo que estás leyendo porque lo lees como si fuera tu propio idioma, pero no lo es. Tu madre sabía leerlo porque ella era una descendiente del dios Poseidón. El idioma pasa de generación en generación por la genética. Tu madre lo leía y hablaba, por lo que tú también. Está en tus genes. En tu ADN —respondió el rey mirando la comida con asco. —Deberíamos centrarnos en salir de aquí primero —dijo Lysander mirando en las paredes del exterior de su celda para encontrar la llave. —No hace falta que la busque, capitán. Yo sé dónde está —le contestó el rey—. La tiene el Comandante colgada del cuello en una cadena de plata. —Estupendo. La cosa se está poniendo interesante —apuntó el capitán sentándose al lado de su compañero para tomarle la temperatura. —¿Cómo va? —quiso saber el rey. —No le ha dado fiebre, eso es buena señal. Debemos salir de aquí lo antes posible.     Capítulo 7   La noche dio paso a la mañana. La luna se escondía para dejar que el sol alumbrara las calles y el palacio de Isla Sirena. El Comandante se despertó con el primer rayo de sol. Se levantó a toda prisa con una gran sonrisa en los finos y agrietados labios. Hoy va a ser un día especial, pensó mientras se vestía para visitar a sus invitados que se alojaban en las mazmorras. La puerta de la mazmorra se abrió para dejar paso al Comandante. —Buenos días, joyas mías —les dijo a las chicas desde la puerta de la celda—. Hoy es el día. Vamos —le hizo una señal al guardia para que abriera la celda y las desatara. El Comandante se alejó para dejarles paso. Lysander estaba apoyado en la puerta de su celda cuando vio la oportunidad. Cogió al Comandante por el cuello con el brazo, apretando cada vez más fuerte. Dos de los soldados que habían entrado le apuntaron con las pistolas mientras los otros dos custodiaban a las chicas. —Capitán… no debería… hacer eso —le advirtió el Comandante como pudo. El brazo de Lysander le aplastaba la garganta. —¿Por qué no? Sería muy fácil —le susurró al oído. —Si lo hace… las dos muchachas… estarán muertas… en el mismo instante… en que yo caiga —no podía respirar. Lysander miró a las chicas. Lo miraban suplicantes, con lágrimas en los ojos. El capitán dejó libre al Comandante a regañadientes. —Cuando llegue la hora, te mataré con mis propias manos —le advirtió el capitán. Los siete desaparecieron detrás de la puerta, que se cerró con un fuerte golpe. Aún se podía oír la tos del Comandante. —¡Capitanes! Hay que salir de aquí. Se las ha llevado. Si consigue el tridente no habrá forma de pararle —gritó el rey zarandeando la puerta de barrotes. —Tranquilícese, majestad. Eso no va a pasar —contestó Lysander mostrando la llave que tenía escondida en la mano. El rey miró el objeto y se quedó de piedra. —Sólo lo ha hecho para poder quitarle la llave del cuello, ¿verdad? —Sí. Vi la oportunidad y la aproveché. —Ha sido una locura. —Sí, pero ha funcionado. Acercó la llave a la cerradura y la introdujo en la ranura del candado. Un pequeño chasquido se escuchó en la silenciosa mazmorra. El candado de la puerta se abrió. Lysander se guardó la llave en un bolsillo y abrió la puerta de la celda. El rey se quedó mirando la puerta con la boca abierta y, luego, miró al capitán asombrado. Le tendió la mano y ayudó a Bastiaan a ponerse en pie. Lysander se acercó a la celda del General y la abrió. Lo desató y cogió una antorcha. Se dirigió a la celda donde las chicas habían estado cautivas. Un pequeño destello lo deslumbró. Cogió los objetos que habían destellado y sonrió orgulloso. —¿Qué es? —le preguntó el rey. —Sus anillos, majestad —Lysander se acercó al rey y se los ofreció. —No, capitán. Guárdelos usted. Es más difícil que se los quiten que a mí. Lysander se los guardó en el bolsillo junto a la llave de la celda. Se acercó a la puerta invisible y la abrió. Ayudó al rey con Bastiaan y se adentraron en el pasadizo seguidos por el General. Llegaron al ovalado salón y dejaron a Bastiaan en el sofá. —¿Cómo vamos a llegar al altar? Tenemos que sacarlas de allí —dijo el rey con sus ojos verdes preocupados. —Relájese. No lo conseguirá sin los anillos. —Pero cuando se dé cuenta de que no los tienen irá a la mazmorra y no nos verá allí. No sé si las chicas estarán en peligro por ello. —No lo estarán. Cuando el Comandante se vaya a por los anillos, nosotros rescataremos a las chicas —le respondió Bastiaan incorporándose en el sofá con la mano en el hombro izquierdo. —¿Estás mejor, compañero? —Sí. Gracias por la cura. —No hay de qué.   Capítulo 8   Mientras los capitanes, el General y el rey discutían de cómo sacar a las chicas del altar, el Comandante y sus joyas llegaban hasta él. —Bien, joyas mías. Hacedme invencible —dijo poniendo los brazos en cruz—. Dadme vuestros anillos. —¿Qué anillos? —preguntó Alysa inocentemente. —Los anillos que vuestros padres os dieron. Vamos, no tengo todo el día. —Yo no tengo ningún anillo. ¿Tú tienes algún anillo, Seema? —No, no recuerdo que me hayan dado uno —respondió encogiéndose de hombros. Los ojos del Comandante se pusieron rojos de furia. Se acercó con paso firme a Alysa y le miró las manos, luego hizo lo mismo con Seema. —¡¿Dónde están los anillos?! —les gritó apretándoles las manos con más fuerza de la necesaria. —No lo sabemos. No sabemos de qué anillos nos está hablando —contestó Alysa con una mueca de dolor. El Comandante soltó las manos de las chicas y se dio la vuelta con los puños cerrados con fuerza. Se volvió de nuevo hacia las muchachas y le dio una bofetada a cada una. Salió de la sala del altar cerrando las puertas dobles blancas de un portazo. —¡Qué nadie salga ni entre de esta sala! —ordenó a los dos mercenarios que estaban delante de las puertas. El Comandante puso rumbo a las mazmorras a toda velocidad. Estaba seguro de que estaban allí. Si no estaban en la celda escondidos los tendrían el rey y el General, o los capitanes. Tenía que encontrarlos antes de que acabara el día. No quería esperar más para conquistar el mundo. Entró en la mazmorra pisando fuerte y se dirigió directamente a la celda donde habían estado las chicas. Buscó por todos los rincones. Hasta debajo de la última piedra. —¡¿Dónde están?! —gritó dirigiéndose a las otras celdas. No hubo ninguna respuesta. Estaban todas vacías. ¿Dónde estaban los capitanes, el rey y el General? —¡Guardias! ¿Dónde están los prisioneros? —les reprendió. Los dos guardias de la puerta entraron atropelladamente. —En sus celdas, Comandante —respondió uno de ellos. —¿De verdad? ¡¿Crees que os llamaría si estuvieran en sus celdas?! ¡Se han escapado, idiotas! Encontradlos. ¡Ya! Los dos guardias se dieron la vuelta y salieron corriendo para buscar a los prisioneros. —¿Se puede saber a dónde vais, imbéciles? —preguntó el Comandante masajeándose la sien con los dedos. —Ha buscar a los prisioneros, señor. —Se habrán ido por el pasadizo secreto, estúpidos. Encontrad el pasadizo y traédmelos aquí ahora mismo.   ¿Dónde habrán metido los anillos?, se preguntó para sí mismo mientras salía de la mazmorra. Volvió a la sal del altar corriendo. Las chicas seguían allí, sentadas a los pies de las escaleras de mármol blanco y dorado. —Joyas mías, vais a tener que venir conmigo hasta que encuentre los anillos. Estaréis más cómodas en mis aposentos. —Preferimos la celda —dijo Alysa poniéndose en pie con la cabeza bien alta y los labios fruncidos. —Pues no puede ser. Vais a ir a mis aposentos hasta que yo diga que os necesito aquí. ¡Guardias! Llevadlas a mi habitación. Los guardias salieron detrás de las chicas y las condujeron hacia las escaleras de caracol de hierro forjado para subir al piso superior. Al final de un gran pasillo lleno de habitaciones se encontraba una puerta doble de roble blanca con el pomo de oro. Los guardias la abrieron y empujaron a las chicas hacia el interior sin ningún miramiento. Alysa cayó al pequeño sofá blanco que había cerca de una ventana y Seema cayó encima de ella. Los guardias cerraron las puertas y se quedaron vigilando. —Alysa, ¿estás bien? —le preguntó Seema mientras se quitaba de encima de su amiga. —Sí —le contestó levantándose del sofá y observando la habitación. La habitación blanca por todas partes y cuadrada era muy espaciosa y luminosa, con altos techos rodeados con escayola en forma de bastón ondulado. Un diván de tela blanca y madera caoba presidía la habitación, cerca de una estantería con muchos libros. Delante del gran ventanal había un desnivel con un escritorio de robusta madera de roble. A la izquierda había unas puertas dobles. —¿Qué habrá pasado para que nos traiga aquí? —inquirió Seema ojeando los libros con curiosidad. —No lo sé, pero por suerte no ha encontrado los anillos. —Cierto. Aún tenemos tiempo para pensar en algo. Un pequeño ruido se escuchó en la habitación contigua, la que las puertas dobles ocultaban. —¿Qué ha sido eso? —quiso saber Seema asustada con la espalda pegada a la estantería. —Ha venido de esa habitación —respondió Alysa señalando las puertas. Seema se acercó a ella y con cautela se dirigieron hacia las puertas. Alysa puso la mano en el pomo dorado y, con mucho cuidado, abrió lentamente. —¿Ho… hola? ¿Hay alguien ahí? —preguntó tartamudeando. Entraron sigilosamente, una detrás de otra. —¿Hola? —volvió a preguntar. La cama en la pared de la izquierda, frente hacia los tres altos ventanales, estaba hecha con total pulcritud. Alysa miró hacia los ventanales cubiertos por las cortinas y le pareció ver una sombra detrás de aquella tela blanca con pequeñas flores de lis plateadas. Alysa le dio un pequeño codazo a Seema para que mirara en esa dirección. Seema se llevó la mano a la boca para ahogar un pequeño grito y siguió a su amiga que se encaminaba hacia las cortinas. De camino hacia ellas, Alysa cogió el atizador del fuego de la chimenea como arma improvisada. Llegó al ventanal y, sin previo aviso, descorrió las largas cortinas y gritaron. La sombra que estaba detrás de la tela gritó a la vez que las dos chicas. —¿Es un espejo? —preguntó Seema mirando hacia su amiga y de vuelta a la persona detrás de la cortina con la boca abierta. —Tranquila, no voy a haceros daños —contestó la sombra levantando las manos en señal de rendición. —Alysa, es igual que tú —le susurró Seema a su amiga asombrada por el gran parecido. —¿Quién eres? —quiso saber Alysa mirando a la muchacha que parecía un reflejo de ella. —Soy la reina Adrienne. ¿Quiénes sois vosotras? —respondió la reina dirigiéndose a la cama para sentarse en el borde. —Yo soy Seema, la hija del General Altaír. Y ella es Alysa, vuestra hija. —¿Alysa? —inquirió con la boca abierta por la sorpresa. La mujer se levantó para acercarse a ella. El parecido es asombroso, pensó Seema mientras madre e hija se abrazaban y besaban con lágrimas en los ojos. Los mismos rasgos finos, el mismo pelo dorado, la misma nariz respingona, la misma pequeña boca, las mismas manos delicadas y casi la misma altura. Parecen gemelas, siguió pensando. —Hija mía, me alegro de conocerte al fin. —Yo también, madre. —Majestad, ¿qué hace aquí en los aposentos del Comandante? —le preguntó Seema. —Me tiene prisionera. —¿Por qué? —Alysa se sentó junto a ella en la cama. —Porque está enamorado de mí. Quiere que reine con él en el nuevo mundo. —¿El nuevo mundo? —Así es como lo llama. Cuando tenga el tridente y lo conquiste será un nuevo mundo para él. Tenéis que retrasar ese momento tanto como podáis, sobre todo tú, Seema. Eres la única que puede leer el hechizo que lo activa. —No sé qué hacer para retrasarlo. —Bueno, de momento está ocupado buscando nuestros anillos —dijo Alysa mirando a su amiga con una sonrisa de complicidad. —¿Por qué? ¿Qué habéis hecho con ellos? —preguntó la reina pasando la mirada de una a otra. —Los hemos escondido. Mientras busca los anillos tenemos tiempo para pensar en algo y acabar con él —le respondió su hija. —Eso está muy bien, pero, ¿cómo acabamos con él? —Todavía estamos pensando en ello. Supongo que tendremos que esperar hasta que los capitanes y mi padre puedan escapar para ayudarnos —dijo Seema levantándose para mirar por el ventanal. —Sí. Tienes razón. Ellos son los únicos que podrían detenerlo —afirmó Alysa. —Tenemos que tener fe en que lo hará. Hasta entonces, podemos matar el tiempo conociéndonos —abrazó a su hija y le tendió una mano a Seema. La chica la cogió con mucho gusto y se sentó a su izquierda para empezar a contarle todo lo que habían pasado en el convento, y después de que las echaran.    Capítulo 9   De nuevo en el salón subterráneo, el rey y el General intentaban hacer entrar en razón a los capitanes. —Capitanes, no podemos entrar, así como así. No sabemos nada de lo que está pasando allí dentro. Seguramente el Comandante ya sabe que las chicas no tienen los anillos y que nos hemos escapado —dijo el rey intentando hacer que entraran en razón. —Tiene razón el rey, capitanes. Sería muy arriesgado. Debemos pensarlo muy bien. Y tampoco sabemos dónde están las chicas —afirmó el General. —Cierto, pero tenemos que pensar en algo pronto. No podemos perder más tiempo —concluyó Lysander. —Pensemos. ¿Dónde podrían estar las chicas? —preguntó Bastiaan caminando por el salón nervioso. —Podrían estar en la celda de nuevo. O en la sala del altar —contestó el rey siguiendo al capitán con la mirada. —Pues tendremos que comprobar los dos sitios sin que se den cuenta —dijo Bastiaan mirando a su compañero con una mirada cómplice. Lysander asintió en señal de aprobación. Era necesario averiguar dónde estaban las chicas antes de empezar un ataque. —¿A qué estamos esperando? —quiso saber Bastiaan cogiendo las armas de encima de la mesa. Lysander lo siguió por el pasadizo que llevaba de nuevo a la mazmorra. Los dos capitanes pegaron la oreja a la puerta para verificar que no había nadie dentro y la abrieron lentamente y en silencio. Entraron en la mazmorra y se dirigieron a la celda donde habían estado las chicas maniatadas y amordazadas. La celda estaba vacía. Todas las celdas estaban vacías. No, todas no. En una de las celdas había dos hombres que parecían estar muertos. Bastiaan se acercó a la celda y, antes de que pudiera comprobar si tenía pulso, uno de ellos se levantó apuntándolo con la pistola. Su compañero hizo lo mismo con Lysander. Los capitanes se miraron con complicidad y, en menos de una milésima de segundo, los dos falsos prisioneros estaban tumbados en el frío y duro suelo de la celda, muertos. Los escondieron en la celda lo mejor que pudieron, ocultándolos con las sábanas mugrientas de los camastros y los finos e incómodos colchones. Regresaron al salón donde el rey y el General los esperaban expectantes. —¿Y las chicas? —preguntó Altaír acercándose a ellos. —No están en la celda. Puede que estén en la sala del altar —contestó Lysander dirigiéndose detrás de Bastiaan hacia otra puerta blindada al lado de la entrada a la cueva. —¿A dónde van, capitanes? —quiso saber el rey levantándose del sofá para seguirlos. —A mirar si están en la sala del altar, majestad —respondió Lysander—. Cuánto antes descartemos los principales lugares, mejor. No queremos que corran ningún riesgo si atacamos a los mercenarios. Bastiaan abrió la puerta para entrar en el nuevo pasadizo. Éste le llevaría directamente a la sala del altar y descubriría si estaban allí las chicas o no. Los capitanes abrieron la puerta sigilosamente después de cerciorarse de que no había nadie en la sala. Buscaron por todos los rincones, pero no había nadie. Ni rastro de las chicas o del Comandante. Volvieron tras sus pasos para llegar al salón de nuevo con las manos vacías y los nervios a flor de piel. —¿No estaban allí? —preguntó el General mientras dejaba la tetera en una bandeja encima de la mesita auxiliar. —No. No estaban allí —respondió Bastiaan secamente. Era frustrante. ¿A dónde las había llevado el bastardo del Comandante? —¿Dónde pueden estar entonces? —inquirió el rey nervioso, dejando la taza de té en la mesa. —No lo sabemos —contestó Lysander sentándose en un sillón. Bastiaan caminaba de un lado a otro del salón, pensativo. Piensa, Bastiaan. Si tú fueras él, ¿a dónde las llevarías para que no te la quitaran de las manos?, se preguntó a sí mismo. Se puso en la mente del Comandante y lo adivinó. —En sus aposentos —soltó el capitán dirigiéndose de nuevo a la puerta blindada. Los tres hombres lo miraron extrañados. Lysander lo siguió y se adentraron en el pasadizo. —¿Por qué vamos a la habitación del Comandante? —quiso saber Lysander confundido. —Porque es muy posible que las chicas estén allí —respondió Bastiaan mientras posaba la oreja en la puerta para escuchar.   Capítulo 10   La reina se reía viendo a Alysa y Seema representando exageradamente la escena de cuando Casia intentaba salir del agua. Las chicas tendían a exagerar un poco más de la cuenta las cosas. —¿Qué le hiciste? —le preguntó a su hija secándose las lágrimas con un pañuelo. —No llegué a hacerle nada. La madre superiora me paró antes de que pudiera terminar —contestó la princesa sentándose al lado de su madre—. ¿Qué podía ser lo que estaba tirando de ella, madre? —No lo sé. Podría ser cualquier animal acuático que estuviera en ese momento merodeando por allí. —¿Puedo hacer que los animales me obedezcan? —preguntó sorprendida. —Sí, cualquier animal acuático. Desde el más pequeño al más grande. Desde el más débil al más salvaje. Con práctica puedes hacer que hagan cualquier cosa por ti —le respondió la reina acariciándole la melena dorada tan igual a la de ella, aunque más corta. —Es increíble. Seema puede volverse invisible, aunque no por mucho tiempo. —Cuando practique lo suficiente, lo hará por todo el tiempo que quiera. Seema sonrió a la reina sentándose a su lado y su majestad las abrazó a las dos. —Me alegro de que estéis aquí conmigo. Me aburría en esta habitación sola todo el día. ¿Sabéis algo de vuestros padres? —Están bien, no te preocupes. Los capitanes están con ellos —le respondió su hija. —¿Los capitanes? —Sí. Bastiaan y Lysander —contestaron las dos con una sonrisa y las mejillas coloreadas de rojo. La reina las miró a ambas y se echó a reír. —Me parece que los capitanes se han metido en vuestro corazón, ¿verdad? Las chicas se miraron aún más sonrojadas que antes. —¡Es estupendo! —exclamó la reina ilusionada—. No podría haber dos hombres más buenos y guapos que ellos, bueno, exceptuando a mi marido, claro. Las chicas soltaron una carcajada uniéndose a la reina.   Los capitanes se encontraban detrás de las puertas blancas. —Se escuchan risas —dijo Lysander con la oreja pegada a la puerta. —Sí, muchas risas —confirmó Bastiaan—. Risas de mujeres. —¿Nos habremos equivocado de habitación? —preguntó Lysander frunciendo el ceño ante aquella posible metedura de pata. —No lo creo. Conocemos el palacio mejor que las palmas de nuestras manos. Esta es la habitación de los reyes y es la que utiliza el Comandante como habitación desde que empezó la revolución. Es imposible que nos hayamos equivocado. —¿Y cómo te explicas entonces que escuchemos risas femeninas? —quiso saber su compañero irguiéndose con los brazos cruzados a la altura del pecho. —Puede que sean las chicas —contestó Bastiaan encogiendo los hombros. —¿Y si no son ellas? A lo mejor son prostitutas que el Comandante utiliza para divertirse por la noche. —Averigüémoslo. Los capitanes abrieron un poco la puerta sigilosamente, con mucho cuidado para no llamar la atención de las mujeres. En silencio, se asomaron a la habitación de donde procedían las risas. —¡Bingo! —gesticuló Bastiaan con la boca a su compañero. Lysander sonrió y llamó a la puerta. Las muchachas dejaron de reír en cuanto escucharon los golpes. Se pusieron en pie de un salto y se abrazaron asustadas. —¿Será él, madre? —preguntó la princesa con el corazón latiéndole a mil por hora. —No debería. Aún no es la hora. —Deberíamos preguntar —opinó Seema detrás de la reina. Adrienne cogió aire y lo expulsó despacio armándose de valor y preguntando: —¿Quién es? —Los capitanes Bastiaan y Lysander, majestad —contestó Bastiaan por la pequeña rendija que había abierto. Las tres se miraron sorprendidas, perplejas. No podían ser ellos. Estaban encerrados en las mazmorras. Era posible que fuera una trampa del Comandante. Alysa reunió el valor suficiente y se dirigió a la puerta para mirar si era verdad o simplemente una trampa. Se asomó por la rendija y los ojos se le abrieron como platos al ver el pelo y los ojos negros de Bastiaan al otro lado de las puertas. —¡Bastiaan! —Gritó, abriendo la puerta de par en par y lanzándose a sus brazos—. Creía que te habían herido. —Y lo hicieron —sin saber cómo ni porqué, la abrazó con fuerza—. Lysander me curó. Seema y la reina se acercaron a los recién llegados. La chica se abalanzó sobre Lysander para abrazarle. Éste no opuso resistencia. Quería abrazarla desde que el Comandante se la había llevado consigo. —¿Estáis bien? —preguntó mientras le acariciaba el pelo negro azabache a la joven. —Sí. El Comandante está buscando los anillos. Es raro que no los haya encontrado ya —respondió Alysa intentando separarse un poco de Bastiaan, pero éste no la dejó. No quería dejar de abrazarla hasta que se fueran de allí y estuviera a salvo. —Y no creo que lo haga —Lysander metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó los dos anillos. —¿Los encontraste tú? —le preguntó Seema señalando los objetos brillantes sorprendida. —Sí. Salimos de la celda unos minutos después de que os fuerais. —¿Cómo conseguisteis salir? —quiso saber Alysa mirando a Bastiaan. —No lo sé, yo estaba inconsciente —respondió encogiendo los hombros. —Cuando agarré al Comandante del cuello conseguí quitarle la llave que abría las celdas —contestó Lysander orgulloso de sí mismo. Seema le sonrió y volvió a abrazarle con más fuerza. —Capitanes, no quiero molestar en este reencuentro, pero ¿no sería mejor que saliéramos de aquí ya? —preguntó la reina interponiéndose entre las dos parejas. —Tiene razón, majestad. Vamos —dijo Bastiaan. Cogió la mano de Alysa y se dirigieron a la puerta blindad de donde habían salido. Estaban a punto de abrirla cuando cuatro soldados entraron en la habitación en tropel. El Comandante iba detrás de ellos. —Vaya, vaya, vaya. ¿Pero qué tenemos aquí? Los dos capitanes intentando salvar a la princesa, a la reina y a la hija del General —se acercó a Lysander y extendió la mano—. Creo que tú tienes algo que me pertenece. —No, no lo creo —le contestó el chico mirándolo a los ojos azules y fríos como el hielo. —Está bien. Si no quieres dármelo por las buenas tendrá que ser por las malas —le hizo un gesto a uno de los soldados. Éste se acercó al capitán y le apuntó con la pistola al capitán—. ¿Me lo vas a dar ahora o voy a tener que matarte para cogerlo yo mismo? Lysander miró a su alrededor. A los tres soldados que bloqueaban la salida, al Comandante delante de él, al soldado a su lado apuntándolo con la pistola en la sien, a las dos mujeres detrás de él y a su amigo y compañero de armas. Bastiaan sabía exactamente lo que su compañero pensaba hacer sólo con mirarle a los ojos. Se comprendían perfectamente sin tener que decirse ninguna palabra. Solo con una mirada o un gesto sabía lo que el otro quería. Bastiaan lo había entendido a la perfección y le hizo un leve gesto de asentimiento. Lysander sonrió para que supiera que estaba preparado. Sacó los anillos del bolsillo y se los tendió al Comandante. El Comandante sonrió encantado al haber ganado la pequeña batalla que estaban librando. Extendió la mano para que el capitán los dejara caer en ella, pero no cayeron en su mano. Cayeron en la alfombra roja que pisaban. El Comandante se agachó para cogerlos y, en ese momento, Lysander y Bastiaan aprovecharon para atacar. Lysander derribó al soldado que le apuntaba con la pistola con dos movimientos de su mano y, después, le asestó un rápido golpe al Comandante en la nuca con la pistola que le había cogido prestada al mercenario. Bastiaan se transportó detrás de los tres soldados que obstaculizaban la salida. El primero cayó al suelo con un cuchillo clavado en el pecho, el segundo cayó encima de éste con una gran herida en el estómago y el tercero se dio la vuelta para encarar el peligro, pero cayó encima del segundo con un agujero de bala entre los ojos. Bastiaan miró a su amigo. Lysander se inclinaba sobre el Comandante con un cuchillo en la mano, dispuesto a cortarle el cuello a ese bastardo. —¡No! —gritó Bastiaan apareciendo detrás de él sosteniéndole el brazo para impedir el ataque. —¿Por qué no? —preguntó Lysander entre dientes y sorprendido por la reacción de su amigo. —Las mujeres no deberían ver esto. Lysander miró a las tres mujeres que se habían trasladado hacia un rincón de la habitación, asustadas. Volvió a mirar al Comandante tumbado en la alfombra y después a su compañero. —Tendremos tiempo cuando las hayamos puesto a salvo —le dijo Bastiaan para que entrara en razón. Lysander dejó de hacer fuerza con el brazo y enfundó el cuchillo en la funda amarrada a su cinturón. Se puso de pie y se acercó a las tres mujeres asustadas. —Tenemos que irnos —les dijo extendiendo la mano hacia Seema. Seema le agarró la mano con fuerza y se encaminaron hacia la puerta del pasadizo. —¡Hija mía! —gritó el General acercándose con los brazos abiertos a su hija. El rey se fue flechado hacia Alysa y su esposa. Las besó a ambas abrazándolas con fuerza. —Creía que te había perdido —dijo besando a su esposa. —Nunca, cariño —respondió la reina. Alysa se alejó de ellos para darles un poco de intimidad. Llegó hasta Bastiaan que se había sentado en el sofá con los pies encima de la mesa y se sentó a su lado. —¿Qué vamos a hacer ahora? —quiso saber la chica descansando la cabeza en su hombro. —Tú, nada. Lysander y yo matar al Comandante. Alysa no rechistó. Sabía que era la obligación de ambos. Si el Comandante no moría, ella y sus padres no podrían volver a su hogar. Mientras la alegría seguía presente en el salón excavado por los capitanes, el Comandante se despertaba de la inconsciencia en la que el capitán Lysander lo había dejado. Se levantó trabajosamente y se sentó en el diván. No me vencerán. He esperado mucho tiempo para que me venzan ahora, pensó furioso. Se acercó a la puerta tambaleándose y gritó: —¡Guardias! ¡Quiero que dupliquen, no, que tripliquen la seguridad en mi palacio! ¡Y que venga un experto para identificar los pasadizos que esos dos bastardos han estado haciendo en mis paredes! —Ahora mismo, Comandante. El guardia salió como una bala para hacer llegar las órdenes del Comandante. Éste seguía en la habitación observando las paredes con rabia. Estaba decidido a matarlos a todos si era preciso para conseguir lo que había esperado durante dieciocho años. Unos niñatos no iban a acabar con él.     Capítulo 11   La noche pasó para dejar paso a la mañana. El experto en detectar las puertas invisibles llamó a la puerta de los aposentos del Comandante. —¿Quién es? —preguntó desde la cama. —Soy Conrad, el experto, señor. Me han dicho que querría verme —le respondió el hombre temeroso de que se hubiera equivocado de día y hora. —Pasa. Quiero que te pongas desde ya a buscar esas dichosas puertas. Cuando las tengas localizadas me llamas. —¿Dónde tengo que buscar, señor? —le preguntó el hombre mirando al suelo. —Por todo el palacio. No quiero que dejes ningún rincón sin ser revisado. ¿Está claro? —Cristalino, señor. Me pondré manos a la obra. El robusto hombre rollizo hizo una pequeña reverencia y se marchó. El Comandante se visitó a toda prisa para observarlo. No se fiaba de nadie. Los capitanes podrían tener infiltrados en el palacio, y no estaba dispuesto a que lo volvieran a interrumpir cuando estaba tan cerca de conseguir lo que quería. Salió de la habitación para llegar a toda velocidad hasta la primera estancia en la que buscarían cualquier signo de alguna puerta invisible. Había tres hombres en la habitación cuando el Comandante entró. Se acercó a Conrad y le preguntó: —¿Quiénes son esos? —Son mis ayudantes, señor. —No me dijiste que necesitaras ayudantes para hacer el trabajo —le dijo con los dientes apretados. —No creí que pudiera ser un inconveniente. No puedo buscar en todo un castillo yo solo, señor. Tardaría semanas. —¿Y cuánto vas a tardar con tus ayudantes? —Una semana como mucho, señor. Cada uno estará en una habitación y la examinaremos centímetro a centímetro. Si alguno encuentra una puerta me lo comunicará a mí y yo se lo diré a usted. El Comandante frunció el ceño no muy convencido de querer tener en su palacio a tres hombres totalmente desconocidos deambulando de aquí para allá. Pero no quedaba más remedio. Quería encontrar esas puertas, descubrir dónde se escondían esas ratas y destruirlas a todas. —Está bien. Tienes cuarenta y ocho horas para encontrarlas. Ni un minuto más ni un minuto menos —le advirtió apuntándole con el dedo amenazadoramente a la redonda y colorada cara del hombre. Conrad hizo una reverencia mientras asentía. —Sí, señor. Chicos, empieza el trabajo —les dijo a sus hombres. Cada muchacho se fue a una habitación y se pusieron a buscar. La primera sala era el salón. La estancia era blanca como la nieve con pequeños toques de rojo, como las cortinas que colgaban desde el techo y caían largas y elegantes hasta el suelo tapando los ventanales. Una alfombra descansaba debajo del sofá beige. No contenía mucho mobiliario, excepto un sofá enorme y beige en medio de la habitación con un sillón blanco a cada lado del sofá; una mesita de cristal en medio de los tres asientos y un piano de cola blanco al fondo, en la esquina derecha, encima de un pequeño escalón de mármol blanco. Las paredes estaban limpias de cualquier puerta invisible. En la segunda estancia, contigua a la primera, estaba el comedor. Una habitación rectangular, más pequeña que la anterior, pero también blanca. Cortinas grises caían tapando la luz que entraba por las ventanas. Una gran mesa de roble se encontraba en medio de la habitación justo en frente de la gran chimenea de piedra blanca y gris. Diez sillas rodeaban la enorme mesa con elegancia. Las paredes estaban impolutas, sin ningún tipo de señal de puertas o pasadizos invisibles. La tercera habitación que investigaron fue el salón del trono. La estancia ovalada no parecía tener ninguna puerta oculta en las paredes. Tres arcos a los flancos izquierdo y derecho daban paso a los pasillos para ir a diferentes habitaciones del castillo, incluidos los aposentos de los empleados. Dos lámparas majestuosas y doradas con ocho velas coronaban la estancia. Al fondo se encontraban los dos tronos. Dos grandes sillones dorados y rojos descansaban delante de dos ventanales que iluminaban las dos sillas dándoles un brillo especial. No encontraron nada en ninguna de las paredes. Los tres hombres estaban empezando a pensar que el Comandante estaba paranoico. Siguieron con las demás salas de palacio, pero no hubo suerte. La sala del altar, donde se encontraba el tridente, la revisaron desde el suelo hasta el techo, pero no encontraron nada. Si había alguna puerta, los que la habían hecho eran unos expertos y sabían muy bien camuflarlas. La habitación del Comandante fue revisada exhaustivamente por el experto. —Señor, en esta habitación no hay ninguna puerta invisible. —¿Cómo qué no? Tiene que haber una, yo mismo la he visto —le gritó el Comandante. —Pues yo no la detecto, señor. —Busca mejor. Es imposible que no encuentres nada. ¡Aquí hay una puerta y quiero que la encuentres ya! —chilló enfurecido. —Como digáis, señor. El hombre volvió a repasar todas las paredes de arriba a abajo, sin dejar ni un rincón por revisar. —¿La encuentras? —le preguntó el Comandante exasperado de tanto esperar. —No, señor. Aquí no hay nada. —Pero ¿cómo es eso posible? —se sentó en el sofá con las manos en la cabeza, pensando en cómo lo habían hecho los capitanes para que las puertas no fueran detectadas. Conrad estaba recogiendo las herramientas para seguir con otra habitación cuando el Comandante se levantó de un salto y se abalanzó sobre él. —Ven, a ver si aquí también me dices que no hay ninguna puerta —le dijo arrastrándolo hasta las mazmorras. —No, señor, por favor. Yo solo he hecho lo que me habéis pedido. No me encierre en las mazmorras, se lo suplico —le contestó el hombre con lágrimas en los ojos. —¡No voy a encerrarte, estúpido! Quiero que revises sus paredes. Desde el techo hasta el suelo pasando por todas las celdas. El Comandante entró en las mazmorras sujetando al hombre para que no se escapara, encendió las antorchas colgadas en las paredes y le señaló al experto una pared. —Revisa esa primera. Estoy seguro de que aquí hay al menos una puerta. Conrad cogió sus herramientas con las manos temblorosas y se acercó a la pared que el Comandante le había señalado. Empezó el reconocimiento de la estructura y buscó cualquier tipo de interferencia que pudiera haber. La máquina empezó a pitar y el experto abrió los ojos y la boca de par en par. El Comandante se acercó a él con una sonrisa orgullosa y maquiavélica en la boca y lo empujó a un lado. Cogió el spray que el experto tenía en la caja de herramientas y lo echó por toda la pared. —Con que no había puertas invisibles, ¿no? ¿Qué me dices ahora? —le preguntó el Comandante tirando el spray junto al experto y observando la puerta que aparecía delante de sus ojos. Puso las manos en la puerta, casi acariciándola, y la abrió lentamente. Vio el pequeño pasadizo que se alejaba de la mazmorra. La sonrisa de su cara se ensanchó aún más. Ya os tengo, pensó el Comandante. Iba a entrar cuando el experto lo paró. —No haga eso, señor. Si lo hace estará muerto en un abrir y cerrar de ojos. —¿Por qué? —Hay unas cuantas trampas dentro. Y, estoy completamente seguro de que habrá una alarma que avisará a los que hayan hecho este pasadizo. Si activa la alarma los perderá. —¿Cómo desactivo la alarma y las trampas? —preguntó el Comandante. Qué listos, capitanes, caviló. —Yo podría echarles un vistazo, pero no sé si seré capaz de desactivarlas. —Muy bien, inténtalo. Conrad asintió con la cabeza, se agachó delante de la caja de herramientas para coger un destornillador y se dirigió a la puerta del pasadizo. Se quedó en el umbral mirando las paredes detenidamente. —Es para hoy —le apresuró el Comandante. —Señor, esto lleva su tiempo. Es peligroso y muy ingenioso. Debo estar perfectamente concentrado en lo que estoy haciendo. El Comandante se alejó del hombre para dejarlo trabajar tranquilo. Se apoyó en una de las celdas y observó cómo el experto trabajaba, con paciencia, en las trampas y la alarma. Tengo que reconocer que sois buenos, capitanes. Sois unos dignos adversarios, pensó el Comandante mientras el experto seguía observando detenidamente todos los mecanismos del pasadizo para su desactivación.    Capítulo 12   Después de varias horas, el Comandante seguía en las mazmorras con el experto cuando Bastiaan se levantó de un salto del sofá dejando a Alysa caer hacia uno de los brazos del sofá. —Lysander, despierta —le dijo a su compañero. Éste estaba dormido en una butaca al lado de Seema con las manos entrelazadas. Abrió los ojos rápidamente y miró a su amigo. —¿Qué pasa? —preguntó mirando adormilado a su alrededor. —Han encontrado una de las puertas —le informó Bastiaan mientras se equipaba con la espada, el cuchillo y una pistola. —Eso es imposible. Las hemos camuflado muy bien —le contestó Lysander sin poder creérselo, aun así, se levantó y se equipó con las armas. Solo por si acaso, aunque era completamente imposible, improbable que hayan descubierto alguna de las puertas. Estaban a punto de desaparecer detrás de una de las puertas cuando las chicas se despertaron. —¿A dónde vais? —preguntaron al unísono. Los dos capitanes se sobresaltaron y miraron a las chicas. —Tranquilas, solo vamos a hacer una comprobación —susurró Lysander para no despertar a los demás. —¿Una comprobación? ¿Ha pasado algo? —quiso saber Alysa mirando a Bastiaan. —No lo creemos, pero es mejor estar prevenidos —le contestó tranquilizándola—. No tardaremos. Sólo vamos a echar un vistazo. Las chicas asintieron y los dos capitanes se fueron por el pasadizo para llegar hasta la puerta que había sido descubierta. No llegaron hasta la salida, no hacía falta. Las voces que se escuchaban en el pasillo fueron suficientes. Los capitanes se miraron sorprendidos y volvieron tras sus pasos rápidamente. Tenían que salir de allí inmediatamente e ir al segundo refugio. Cerraron la puerta a cal y canto, cogieron todas las armas y despertaron a todo el mundo. —Majestades, debemos irnos —dijo Bastiaan entrando en su habitación. —¿Qué pasa? ¿Ya vais a atacar? —quiso saber el rey aún con los ojos cerrados. —No, majestad. Nos han descubierto. Mientras Bastiaan conseguía que los reyes se levantaran, Lysander llamaba al General. —General, despierte. —¿Qué ocurre, capitán? —preguntó restregándose las manos por los ojos. —Debemos irnos. Ahora mismo. —¿Por qué? —Nos han descubierto. Debemos ir al segundo refugio. El General no necesitó que le explicara nada más. Se levantó de un brinco de la cama y salió para encontrarse con su hija, al igual que los reyes. —Alysa, ven aquí —le dijo el rey. La princesa obedeció. Tenía miedo de lo que pudiera estar a punto de pasar y el abrazo de su padre la tranquilizó. Los capitanes y el General recogieron todas las armas y se pusieron en marcha. —¿Cómo saben que nos han descubierto? —quiso saber Altaír. —Pusimos trampas y alarmas en las puertas. Creíamos que estaban bien camufladas, pero, aun así, no quisimos correr ningún riesgo —contestó Lysander dirigiéndose a la puerta que llevaba al segundo refugio. —Bien pensado —les felicitó el General llevando a su hija detrás de Lysander. Bastiaan movió el candelabro que descansaba en la repisa de la chimenea y el hueco de la leña se apartó dejando ver un largo, estrecho y negro pasillo. Las chicas estaban impresionadas. ¿Cómo habían podido haber hecho todo eso ellos dos solos? Entraron en el pasillo que se adentraba aún más en las profundidades de la tierra. Lysander iba en cabeza seguido del General y su hija. Después de ellos iban los reyes con Alysa y terminaba con Bastiaan en la retaguardia. Cerró el hueco por el que habían entrado y puso los hechizos convenientes para que no fuera detectado. Aunque, de todos modos, puso las trampas y las alarmas oportunas por si acaso. Siguieron bajando un poco más hasta que llegaron a lo que era el salón y la cocina del siguiente refugio. Los muchachos habían pensado en todo. Éste estaba equipado con todo lo necesario para vivir días, semanas, meses o años, si era preciso. Estaba bien iluminado con las antorchas colgadas en las paredes. Los sofás parecían cómodos y los armarios de la cocina estaban repletos de suministros. Alysa y Seema se miraron y salieron corriendo para ver las habitaciones. Como en la anterior, sólo había dos. —¿Sólo hay dos habitaciones? —preguntó Alysa. —Pues sí. Tampoco caímos en hacer cuatro cuando excavamos esta cueva —respondió Bastiaan acercándose a ella—. Supongo que pensamos que no se irían a complicar tanto las cosas. Alysa le sonrió. Ya estaba empezando a acostumbrarse a los pequeños despistes del capitán. —¿Estaremos a salvo aquí? —quiso saber la reina sentándose en el sofá con su marido al lado. —Sí, majestad. Lysander y yo trazaremos un plan para que podáis salir de aquí lo antes posible y volver a vuestro palacio. —Gracias, capitán. El General se acercó al baúl cerca de la entrada. —¿Qué hay aquí dentro, capitanes? —Armas, General. Muchas armas —contestó Lysander acercándose para abrir el baúl y dejar las armas que llevaba encima. —En lo que se refiere a armamento habéis pensado en todo —dijo Seema al lado de su padre. Lysander le sonrió. —Pues sí. Somos hombres de armas más que amos de casa o albañiles. —Será mejor que nos pongamos cómodos. No sabemos cuánto tiempo estaremos aquí —dijo el General. —No creo que sea por mucho tiempo. Lysander y yo nos ocuparemos del Comandante en cuanto hayamos planeado el ataque. —Es mejor no precipitarse. Hay que pensar bien lo que vamos a hacer. No podemos fallar —advirtió el General dirigiéndose a la cocina para preparar un té. —Lo sabemos. Y, por esa razón, no vamos a fallar —contestó Bastiaan sentándose en una butaca enfrente de los reyes y la princesa. —No estoy segura de querer volver. Si el Comandante se hace con el tridente, todos estaremos en peligro —opinó la reina. —No pienses así, querida —le dijo su marido abrazándola para reconfortarla. —Majestad, no vamos a fallar. Volveréis a estar sentada en el trono junto a su marido y su hija. Lo prometo. —Espero que así sea, capitán. —Es tarde. ¿Por qué no van a dormir? —les aconsejó Lysander para calmar los nervios de todos—. Los reyes pueden dormir en la habitación de Bastiaan y el General en la mía. —¿Y dónde dormirán las chicas? —preguntó la reina. —Donde quieran —respondió Bastiaan mirando fijamente a Alysa. La chica consiguió descifrar lo que el capitán quiso decir. Quería que durmiera con él o, por lo menos, cerca de él. La verdad era que no tendría que decírselo dos veces, ella estaba encantada con esa idea. —Dormiré aquí, madre. El sofá es muy cómodo. Seema y Lysander se miraron de reojo, pero ambos consiguieron saber lo que el otro pensaba. —Yo dormiré con ella. Esa butaca parece muy confortable —añadió Seema señalando la butaca vacía que estaba al lado de Bastiaan. —¿Estás segura, hija? En la habitación seguro que hay sitio para los dos —le inquirió el General un poco preocupado. —Sí, padre. ¿Dónde voy a estar más segura que durmiendo en la misma habitación que los capitanes y la princesa? —Está bien. Como quieras. Si cambias de opinión estaré encantado de hacerte un hueco. —Gracias, padre. El General y los reyes entraron en sus respectivas habitaciones. Alysa miró hacia el techo pensativa. Bastiaan se levantó de la butaca y se sentó a su lado. —¿Qué te pasa? —la interrogó pasándole el brazo por los hombres para poder abrazarla. —Me gustaría saber qué está pasando ahí arriba. —El Comandante lo estará revolviendo todo para intentar averiguar a dónde nos hemos ido. —Pero se llevará una gran desilusión —terminó Lysander sentándose en el sillón que Bastiaan había dejado libre. —No parará hasta conseguir lo que quiere, ¿verdad? —preguntó Seema sentándose en el regazo de Lysander. —Me temo que no —contestó el capitán abrazándola con fuerza—. Pero de una manera u otra, no lo logrará. No le dejaremos que lo consiga. Los cuatro miraron hacia el techo y entrecerraron los ojos como si así pudieran ver a través del techo lo que pasaba.   Capítulo 13   El experto consiguió por fin desactivar todas las trampas y las alarmas. —Ya está, señor. Todo desactivado. Pero tenga cuidado, por si acaso. El Comandante cogió la radio que llevaba en el cinturón y llamó a su equipo de mercenarios. En cinco minutos, el equipo, compuesto por cinco hombres, entró al trote en las mazmorras. —¿Qué desea, señor? —preguntó el líder. —Entrad en ese pasadizo y matad a todos los que se encuentren dentro de él, excepto a dos muchachitas. Las necesito vivas. —Sí, señor —respondió el líder con una pequeña reverencia. Hizo un pequeño movimiento con la mano para que los otros cuatro le siguieran y entraron en el pasadizo. El líder encabezaba la fila y el Comandante la terminaba. Entraron en el salón y se desplegaron hacia las habitaciones. Abrieron la puerta de la primera de una patada y un mercenario gritó: —¡Despejado! La segunda puerta estaba entreabierta. El mercenario la empujó suavemente, miró alrededor e informó: —¡Despejado! El Comandante se acercó a la habitación y empujó al mercenario para poder ver el interior. —No puede estar todo despejado. Tendrían que estar aquí escondidos. No han podido salir —dijo el Comandante furioso. —Aquí no hay nadie, señor. Se han marchado —le informó el líder. —Ya lo veo, idiota. No estoy ciego. ¿Dónde estáis ratas sarnosas? ¿Dónde os habéis escondido?, se preguntó mientras miraba por toda la cueva una y otra vez con los ojos llameando fuego. —¡Tráeme al experto en detectar las puertas ahora mismo! —gritó el Comandante a uno de los mercenarios. Éste no tardó ni un segundo en dar la vuelta y entrar en el pasadizo de nuevo para traer al experto. —¿Qué desea, señor? —preguntó Conrad atropelladamente. El mercenario le había hecho correr y le faltaba el aire. No estaba acostumbrado a correr tanto y, menos, a esas horas de la tarde. —Busca en todas las paredes, en los techos y en el suelo. Quiero que encuentres una puerta oculta o lo que quiera que hayan hecho para escapar de aquí sin que yo me dé cuenta. —De acuerdo, señor. Pero necesito mis herramientas y mi máquina. El Comandante le hizo una señal al mercenario que tenía más cerca y éste corrió a por la caja de herramientas y la máquina. —Ahí está todo lo que necesitas, ¡encuentra esa puerta de una vez! —le gritó el Comandante cuando el mercenario dejó las cosas en el suelo, enfrente del experto. Conrad cogió su máquina de interferencias y pasó el detector por todas las paredes. Empezó por las habitaciones y terminó con las del salón. En ninguna hubo interferencia. —Señor, no he encontrado nada. Este sitio está limpio. —Pásalo otra vez. Tiene que haber una puerta y pienso encontrarla, aunque tenga que demoler esta cueva para ello. —Pero, señor… —empezó a decir el experto aterrorizado. —Pero nada. Pásalo otra vez. ¡No nos moveremos de aquí hasta que esa dichosa máquina pite! —gritó rojo de furia. Los mercenarios y el experto se miraron unos a otros. Pensaban que el Comandante estaba loco, pero ahora definitivamente, lo estaba. ¿Por qué estaba tan empeñado en querer descubrir las supuestas puertas ocultas? El experto volvió a pasar una y otra vez la máquina, pero en ninguna ocasión pitó. —Señor, sigue sin pitar. Aquí no hay ninguna puerta. —Tiene que haberla. ¡¿Por dónde han salido si no ha sido por una puerta secreta?! Tiene que estar por algún sitio —vociferó el Comandante tanteando las paredes. —Señor, duerma un poco. Mañana seguiremos con la búsqueda —le sugirió su segundo al mando entrando por el pasadizo. El Comandante miró con los ojos entrecerrados al hombre que se alzaba detrás de él. Era alto, de casi dos metros de altura, con el pelo y los ojos negros, la espalda ancha y musculada al igual que los brazos y las piernas, la mandíbula cuadrada y una perilla bien cuidada que la acentuaba aún más. —Sí —afirmó a regañadientes el Comandante refregándose las manos por los ojos cansados—. Todos estamos cansados. Mañana os quiero ver a todos aquí a primera hora —ordenó antes de salir de la cueva para dirigirse a sus aposentos. ¿Dónde se habrán metido esas ratas?, se volvió a preguntar mientras subía las escaleras hasta su habitación. Es imposible que se hayan escapado delante de mis propias narices, siguió cavilando. Llegó a su habitación y se tumbó en la cama. Estaba demasiado cansado para desvestirse. Se tumbó en la cama y se quedó dormido al instante. *** Mientras el Comandante dormía, Lysander y Bastiaan intentaban trazar un plan para acabar con él. —Tendremos que contactar con nuestro infiltrado —le susurró Lysander a su amigo para no despertar a las chicas. Ambas se habían quedado dormidas abrazadas a ellos. —Lo sé. La cuestión es: ¿cómo nos podemos en contacto con él sin que el Comandante ni ningún mercenario se dé cuenta? Pondríamos su vida en peligro. Yo no sé tú, pero yo no quiero cargar con la muerte de un inocente. —Yo tampoco. ¿Y cómo lo hacemos, entonces? —No tengo ni la más remota idea —se restregó las manos por los ojos y bostezó—. Deberíamos dormir un poco. A lo mejor mañana se nos ocurre algo —Bastiaan se recostó en el sofá, abrazó a Alysa acercándola más a él y se durmió. Lysander se quedó unos minutos observándolos a los tres. A su compañero de armas y amigo de la infancia. A la princesa que estaba a punto de recuperar su trono. Y a Seema, la hija del General. Su maestro y mentor. Le acarició el pelo negro azabache suavemente mientras se acomodaba a su lado y la envolvía con los brazos. No voy a dejar que os hagan daño, pensó dejándole un pequeño beso en la cabeza.   Capítulo 14   El Comandante se despertó cinco minutos antes del alba. Se levantó y se fue corriendo escaleras abajo hasta las mazmorras. Iba a encontrar esa puerta, aunque le costara la vida. Entró en la guarida y tanteó todas las paredes de todas las habitaciones. Estaba seguro de que había otro pasadizo y que lo habían utilizado para escapar cuando había encontrado la puerta oculta. Pero ¿dónde podía estar? Ya había recorrido las paredes de arriba abajo, de derecha a izquierda y nada. Seguía sin encontrar nada. Era frustrante. Esos niñatos lo pagarían caro cuando los encontrara. Se arrepentirían de todo lo que le habían hecho. El Comandante seguía con sus pensamientos cuando el experto y los soldados entraron en la guarida. —Señor, no sabía que estaba ya aquí —le dijo el experto dejando los bultos en el suelo. —Me he levantado temprano. Empieza tu trabajo. El experto montó la máquina de interferencias y la pasó de nuevo por todas y cada una de las habitaciones de la guarida. Seguía sin encontrar nada. Todo parecía estar limpio. Miró al Comandante que estaba sentado en el sofá y le dijo: —Señor, no he encontrado nada. —Vuelve a pasarla. —Está bien, señor. El experto conectó de nuevo la máquina y por enésima vez la pasó por las paredes, los suelos y los techos de las estancias de la guarida. Ni un pequeño pitido. Estaba empezando a creer que eso era una gran pérdida de tiempo, pero le pagaban por ello, así que tenía que aguantarse. Sobre todo, si no quería acabar en las mazmorras, o lo que era peor, en la horca. —Señor, no hay nada —informó con precaución. El Comandante se levantó lentamente del sofá, se acercó a la última pared donde Conrad había estado examinando y le dio una patada a la máquina. —¡Qué traigan otra máquina! —ordenó a los soldados tirando el aparato por los aires. Conrad se acercó hasta donde había caído la máquina y la revisó para ver los daños que habían causado la patada y el golpe contra el suelo. Para su sorpresa, no tenía daños serios. Observó al Comandante desde el suelo. Le estaba dando patadas a las paredes, a los muebles, a todo lo que se encontraba en su camino. Estaba furioso. Muy furioso. Y también un poco chalado. —¿Dónde está esa máquina? —Exigió a su segundo al mando. —Está en camino, señor. Tenga un poco de paciencia. —¡No me digas que tenga paciencia! ¡He esperado dieciocho años para poder reclamar lo que es mío! ¡Creo que ya he tenido demasiada paciencia, ¿no crees?! *** Los gritos eran cada vez más fuertes, tanto que se oían en el salón del segundo refugio. —Está bastante enfadado, ¿verdad? —preguntó Alysa agarrando el brazo de Bastiaan con fuerza. —Eso parece. —Más enfadado estará cuando lo derrotemos —dijo Lysander recostándose en la butaca. —¿Tenéis ya un plan de ataque, capitanes? —inquirió el General sentándose en una silla al lado de su hija. —Tenemos un posible plan, pero aún queda algunos detalles. En cuanto lo tengamos completo se lo haremos saber, General —contestó Bastiaan. —¿En qué consiste ese posible plan? —quiso saber el rey. —Tenemos un infiltrado en palacio. Debemos verle para saber las horas de guardia, cuántos estarán despiertos, cuántos dormidos y dónde estarán en cada minuto —respondió Lysander tomando un sorbo de té. —No sabía que teníais un infiltrado —apuntó Alysa. —No era necesario que lo supieras. Y cuanto menos sepas, mejor —le advirtió Bastiaan— El Comandante tiene muchos artilugios con los que poder torturarte para sacar información. —Tiene razón —afirmó el General Altaír afirmándolo. —Está bien. Dejando a un lado lo cruel que puede llegar a ser el Comandante, ¿me podéis explicar cómo vais a hacer para ver a vuestro espía? —preguntó el rey cambiando de tema. —Pues ahí está la cuestión, que no lo sabemos. Deberíamos hablar con él, pero con el Comandante ahí arriba no podemos salir. Nos descubriría —explicó Bastiaan señalando al techo de la cueva. Todos miraron hacia donde señalaba el dedo y se quedaron callados escuchando los gritos del Comandante. —¡¿Se puede saber cómo han conseguido salir de aquí?! —le vociferó a su segundo al mando. —No lo sabemos, señor. Pueden hacerse invisibles. A lo mejor pasaron al lado de nuestras narices y no nos dimos cuenta —contestó el capitán Corban, su segundo al mando. —Eso es imposible y lo sabes —le dijo el Comandante exasperado—. Sé que los capitanes son excelentes haciendo ese truco, pero yo lo soy más. Yo perfeccioné esa técnica. ¡Así que ni se te ocurra volver a decirme que podrían habérseme escapado de entre las manos, porque te mandaré a la horca! —De acuerdo. Sólo estaba dando una opción, señor —Corban se alejó del Comandante para dejar que se le pasara el mal humor. No iba a pagar él el pato por algo que no había hecho. El Comandante siguió al experto por toda la cueva para ver si era verdad que no encontraba nada. La máquina no pitaba en ningún rincón. ¿Se habrán evaporado?, se preguntó. No era normal que no encontraran nada.    Capítulo 15   La noche ya empezaba a caer y el Comandante seguía sin respuestas. —Señor, debería descansar. Puede que mañana tengamos más suerte —le propuso el capitán Corban. Su señor asintió mientras bostezaba y se encaminó a la salida del pasadizo. —Mañana a primera hora os quiero a todos otra vez aquí —ordenó saliendo de las mazmorras arrastrando los pies, cansado. El capitán cerró la puerta del pasadizo y se fue detrás de él. —¿Qué hará si no los encuentra, señor? —quiso saber con curiosidad. —Tengo que encontrarlos. Al menos a la princesa y a la hija del General. Los demás no me importan lo que les pasen, pero a ellas las quiero vivitas y coleando. —¿Qué tienen ellas de especial, señor? Si no le importa que le pregunte. —La hija del General sabe hablar y leer sirenio antiguo, además de tener el anillo de su madre. Y la princesa… —se quedó pensando—, la verdad es que de ella solo necesito el anillo que sus padres hicieron para ella, después puede que la utilice como chica de compañía. —¿Chica de compañía? ¿No estaba enamorado de la reina, señor? —inquirió el capitán confundido. —Sí, lo estoy. Pero las dos son iguales físicamente. Y la princesa es más joven que la reina. Tendrá más energía para poder jugar con ella —contestó con una sonrisa traviesa en la boca. El capitán le sonrió y dejó que el Comandante entrara en sus aposentos. —¿Quiere que haga guardia, señor? —No. No creo que se atrevan a volver por ahora. Ve a tus aposentos y descansa. Mañana será otro día largo —le respondió dándole unos toquecitos en el hombro. El capitán asintió y se marchó. Bajó las escaleras y entró en su habitación. *** Mientras el Comandante dormía plácidamente en su cama cómoda y mullida, Bastiaan se despertó en el sofá del refugio. —¡Bastiaan! —gritó Alysa asustada. —Estoy aquí, princesa. Duérmete —le dijo suavemente acariciándole el pelo dorado. —He tenido una pesadilla. —¿Quieres contármela? —Te encontrabas con el espía, pero te traicionaba avisando al Comandante diciéndole dónde podía encontrarte. Localizaba la cueva y os mataba a todos, excepto a Seema y a mí —le narró con las lágrimas recorriéndole las mejillas sonrosadas. —Tranquila —la reconfortó—. No nos va a encontrar. Y no te cogerá ni a ti ni a Seema. Solo ha sido una pesadilla. Duérmete, princesa —la estrechó más fuerte entre sus brazos y le dio un tierno beso en la frente. Alysa cerró los ojos y se durmió acurrucada a él, sintiéndose protegida. Y, por primera vez en su vida, querida. Bastiaan siguió acariciándola hasta que se durmió. Se levantó con cuidado de no despertarla y llamó a su compañero. —Lysander, despierta —le susurró dándole una palmadita en la rodilla. El capitán se despegó de Seema como pudo y se fue detrás de su amigo. —¿A dónde vamos? —quiso saber aún somnoliento. —Arriba. Quiero ver si hay alguna marca o señal. —¿De nuestro espía? —Sí —abrió el hueco lentamente para no hacer ningún ruido, miró a todos lados y entró en el salón de la guarida que habían abandonado. El hombre se acercó a la chimenea y observó el lado izquierdo para ver si había alguna marca. Para su sorpresa, sí que había una. Dos líneas paralelas con una línea horizontal atravesándolas. —¿Qué significa esto? —preguntó Lysander mirando por encima del hombro de su compañero. —Que dentro de dos días nos encontraremos aquí. A media noche. —Y también significa que no lo han descubierto —apuntó Lysander. —Sí, eso también. Vámonos, no quiero estar mucho tiempo aquí. —Más bien di que no quieres estar mucho tiempo lejos de Alysa. —Ni tú de Seema —remató Bastiaan. —Estamos empate. Bastiaan cerró la puerta de nuevo, con todos los hechizos, las trampas y las alarmas. Lysander se tumbó otra vez en la butaca, al lado de la chica. —¿Dónde estabas? —le preguntó la chica soñolienta. —En el servicio. Duérmete —respondió él dejándole un beso en la sien con ternura. Bastiaan se tumbó en el sofá junto a la princesa y la abrazó con cuidado para no despertarla, pero fue inútil. La chica se despertó nada más sentir su cuerpo pegado al de ella. —¿A dónde has ido? —le inquirió rodeándole la cintura con el brazo. —A comprobar que todo estaba en orden. —¿Y lo está? —le rozó la nariz con la suya rozándole los labios con los suyos. —Totalmente en orden. La joven le dedicó una sonrisa acurrucándose a él, acercó un poco más su boca a la del capitán y le besó. ¡Santo océano! ¿Cómo he podido vivir tantos años sin ella? Sin su boca, sin sus ojos, sin… sin… en fin, todo, pensó el capitán asombrado por esos sentimientos que se aturullaban en su interior y que eran la primera vez que los sentía por alguien que no fuera de su familia.   Capítulo 16   El gallo aún no había cantado cuando el Comandante se despertó. Bajó rápidamente las escaleras para llegar a las mazmorras, se quedó parado delante de la puerta oculta unos segundos y miró a su alrededor. —¿Dónde está todo el mundo? —preguntó a la nada. —Aquí, señor —respondió el capitán Corban saliendo de una de las celdas. —¿Ha llegado ya el experto? —Sí, señor. Está dentro —le contestó señalando la puerta que llevaba al pasadizo. —¿Y por qué no estás con él? Sabes que no me fio de nadie —le regañó el Comandante. —Hay tres mercenarios con él, señor. No lo he dejado solo. —Perfecto. Vamos. Entraron en el pasadizo y llegaron al salón de la guarida. El Comandante se acercó al experto y le preguntó: —¿Has encontrado algo? —No, señor. La máquina sigue sin pitar. —¿Cómo es eso posible? Tiene que pitar. Sé que hay alguna puerta o trampilla por aquí —dijo zapateando el suelo con los pies. —Lo sé, señor, pero la máquina no lo detecta. —Pásala otra vez, y si no pita, la pasas otra vez, y si sigue sin pitar, la vuelves a pasar. ¿Me has entendido? —le dijo al experto amenazadoramente. —Sí, señor. Como usted ordene. Conrad cogió la máquina y se puso manos a la obra sin perder ni un segundo. —¿Señor? ¿Por qué está tan empeñado en encontrar algo que no hay? —le inquirió el capitán exasperado de estar encerrado en esa cueva todo el día. El Comandante lo miró con los ojos rojos de furia y se acercó a él con paso ligero. En dos zancadas estaba enfrente del capitán, le cogió de las solapas de la chaqueta y le dijo: —Sé que hay una trampilla en esta maldita cueva. Si no te gusta este trabajo puedo hacer que te encierren en una celda para ver si ahí te diviertes más. —Lo siento, señor. —No vuelvas a llevarme la contraria. —No lo haré, señor. El Comandante lo soltó y volvió donde el experto estaba con la máquina. —¿Sigue sin pitar? —le preguntó un poco más alto de lo que debería. —Sí, señor. *** —Señor, es tarde. Será mejor que se vaya a dormir —le informó el capitán. El Comandante le asintió y salió después de que hubieran salido todos los soldados y el experto de la habitación. Le echó un último vistazo al pasadizo y cerró la puerta. —Quiero que mañana traigan a otro experto. Con dos será más fácil —le murmuró al capitán antes de cerrar la puerta de sus aposentos. El capitán Corban hizo una pequeña reverencia y se marchó. *** Alysa y Seema se quedaron dormidas después de ver la película que había puesto Bastiaan en el televisor. —Hasta mañana, capitanes —dijeron los reyes entrando en la habitación que le habían asignado. —Que descansen, majestades —respondieron al unísono. —A ver si mañana podemos encontrarle solución al problema del espía. Seguro que se nos ocurre algo —les consoló el General antes de desaparecer detrás de la puerta de sus dependencias. —Seguro —contestaron a la vez. —¿Cuánto tiempo creéis que vamos a estar aquí encerrados? —inquirió Seema saliendo de su ensueño. —¿No estabas dormida? —la interrogó Lysander con sorpresa. —No. Me estaba haciendo la dormida, que no es lo mismo. Al igual que Alysa. Bastiaan se inclinó para mirar el hermoso rostro de la princesa y la vio riéndose. —Sois buenas —las halagó Lysander asombrado de que los hubieran engañado tan bien. —Hemos practicado mucho en el convento —respondió Seema encogiendo los hombros como si nada. —¿Salíais a escondidas del convento? —quiso saber Bastiaan. —Salir, lo que se dice salir, no. Pero sí hemos ido alguna que otra vez al comedor. Bueno, yo más que ella —añadió Seema señalando a la princesa. —¿Por qué? —Porque yo descubrí mis poderes antes que ella y quise utilizarlos bien. —Ahora entiendo por qué te escondías cada vez que te encontraba en el comedor. ¿Por qué no me lo dijiste? —le preguntó Alysa incorporándose para quedarse sentada en el sofá, al lado de Bastiaan. —No lo sé. No sabía en quién podía confiar y en quién no. Supongo que me equivoqué al no decírtelo. —Pues sí. Aunque yo no tuviera poderes habrías podido confiar en mí. No se lo hubiera dicho a nadie. Sería estupendo para gastar bromas —le dijo Alysa con cara de inocente. Seema se rio y los capitanes la siguieron. La chica miró a Lysander y dejó de reír. —No has contestado a mi pregunta —le regañó la joven. —¿Y cuál era? —¿Cuánto tiempo tendremos que estar aquí escondidos? —No lo sé. Supongo que el suficiente hasta que el Comandante caiga. —¿Cuándo crees que caerá? —No lo sé. Puede que mañana o puede que dentro de una semana. Aún no lo sabemos con certeza. —¿Una semana? Estás de broma, ¿verdad? —le preguntó Alysa con un pequeño nudo en la garganta. Eso era bastante tiempo. No quería estar tanto tiempo allí abajo, sin ver el sol ni la luna ni las estrellas. Sin poder correr o comer al aire libre sentada tranquilamente en la terraza. Sin poder visitar la playa otra vez. —Princesa, los planes para un ataque llevan su tiempo. Si atacáramos a la ligera seguramente nos derrotarían, y los reyes, el General, y sobre todo vosotras, estaríais en peligro —le dijo Bastiaan mientras le acariciaba el hombro con la punta de los dedos. —Lo sé, pero pensé que sería poco tiempo. En algún momento encontrará la entrada a esta cueva y nos detendrá. A mis padres, al General y a vosotros os matarán. Y a Seema y a mí después de darle lo que quiere —una pequeña lágrima resbaló por su mejilla. —No lo hará. La puerta es indetectable para cualquiera menos para el que ha puesto los hechizos. Sin mí nunca logrará entrar aquí. Y si lo hiciera, que lo dudo mucho, tendrá que pasar por encima de mi cadáver para llegar hasta ti —respondió Bastiaan enmarcándole el rostro con sus grandes manos. —Será mejor que os durmáis. A lo mejor mañana tenemos otras respuestas a vuestras preguntas —les dijo Lysander levantándose de la butaca para acercarse hasta el baúl de las armas. —¿Vas a alguna parte? —le preguntó Seema siguiéndolo con la mirada. —Voy a hacer guardia. Para que estéis más tranquilas. Bastiaan me relevará dentro de unas horas —le respondió amarrándose la espada en el cinturón, metiendo una pistola en su funda y guardándose un cuchillo en la funda que tenía en el tobillo. Las chicas siguieron a Lysander con la mirada hasta que desapareció por el pasadizo. Alysa se acurrucó a Bastiaan y cerró los ojos. Seema se tapó hasta el cuello con la manta y se durmió. —¿Bastiaan? —lo llamó la princesa. —Dime. —¿Crees que todo esto acabará bien? —¿A qué te refieres? —¿Crees que el Comandante llegará a tener el tridente en su poder? —rectificó Alysa sentándose para mirarle a los ojos. —No, no lo creo. Lo detendremos antes de que lo intente. Sin vosotras no puede hacer nada. Y no vamos a dejar que os cojan —la calmó el capitán. —Espero que tengas razón. —Pues claro que la tengo. Siempre la tengo. Duérmete. Alysa volvió a tumbarse a su lado y se quedó dormida al instante. Estaba cansada de estar ahí escondida, pero no había más remedio. Al menos, por ahora. Hasta que el Comandante no fuese derrotado, muerto o encarcelado, todos ellos debían vivir escondidos en las profundidades de la tierra.   Capítulo 17   La noche dio paso a la mañana y el Comandante se despertó dispuesto a averiguar de una vez por todas dónde estaba escondida esa dichosa puerta. Si había podido encontrar las demás, esa también la encontraría. Aunque le llevara días, semanas, meses o años, descubriría dónde se encontraba. Salió de sus aposentos a gran velocidad y llegó hasta las mazmorras. El capitán Corban se encontraba de pie delante de la puerta. —¿Qué haces aquí? —le preguntó el Comandante sorprendido al verlo tan temprano. —Esperándole, señor. Hay que seguir con la búsqueda, ¿no? —Sí. Vamos —le dijo adentrándose en el pasadizo para llegar hasta la cueva—. ¿Están los expertos dentro? —Sí, señor. Han llegado antes del alba. Yo mismo me aseguré de ello. —Buen trabajo, capitán. Su padre estaría orgulloso de usted —el Comandante le posó una mano en el hombro. —Bueno, no puedo preguntárselo. El Comandante asintió y se puso a observar el trabajo de los expertos. No sabía por qué, pero no se fiaba de ninguno de esos hombres. ¿Cómo era posible que no encontraran nada con la experiencia que tenían y los recursos de los que disponían? Eran los mejores en su trabajo y, sin embargo, no daban con la puerta que unos niñatos habían escondido. Era incomprensible. —¿Encuentran algo? —preguntó por encima del hombro de uno de los hombres. —No, señor. Si hay una puerta está muy bien camuflada. Y, probablemente, hayan hecho un hechizo de protección. Si es así, nadie podrá encontrarla, excepto el que lo haya hecho —le respondió el experto con total tranquilidad. —En ese caso habrá que hacer algo para que la abran —murmuró el Comandante mientras pensaba en algún plan—. Mientras yo pienso, vosotras trabajáis. El Comandante se paseaba distraído por toda la habitación. Tenía que pensar en un plan para que ellos mismos abrieran la puerta. ¿Pero qué? Miró hacia la chimenea, donde el capitán Corban se encontraba de pie, inmóvil, observándole. —¿Está pensando en algo, capitán? —le inquirió acercándose a él. —Pues sí, señor, pero no se me ocurre nada. —A mí tampoco. Sentémonos. A lo mejor así se nos ocurre algo —le dijo extrañamente amable. Se sentaron en el sofá mirando hacia las butacas y hacia los expertos detrás de éstas. El Comandante seguía sin confiar en ellos. —¿No confía en ellos, señor? —le susurró el capitán al observar cómo miraba el Comandante a los dos hombres. —La verdad es que no. La otra puerta la encontraron en unos minutos, pero ésta, les está costando mucho. No sé por qué. Son los mejores de toda la isla y, aun así, no la encuentran. ¿No te parece extraño? —Bueno, señor. Yo no estoy muy puesto en ese tema de las puertas, pero según Conrad, si la puerta tiene un hechizo protector nadie podrá encontrarla y menos abrirla. —Lo sé, lo sé. A mí también me lo ha dicho. Pero debe haber una forma. Siempre hay un contra-hechizo. —Pues debería buscarlo, señor. No creo que el experto lo sepa, sino ya lo habría utilizado. —Puede ser. O puede que solo lo esté haciendo para darles tiempo a esos bastardos. A lo mejor es un espía —dijo el Comandante mirando de reojo a Conrad que buscaba en las paredes del salón. —Señor, si fuese un espía ya lo hubiéramos sabido. Sabe que no se me escapa ninguno. —Cierto, eres bueno en eso. De acuerdo, le daré un voto de confianza —se levantó del sofá y miró el reloj de su muñeca—. Iré a la biblioteca a echar un vistazo para ver si encuentro el contra-hechizo. —Más vale que se dé prisa. Dentro de dos horas lo llamarán para cenar, señor —le informó el capitán. El Comandante asintió y salió de la guarida hacia la biblioteca. La habitación gris perla de tres pisos albergaba miles de libros en sus grandes y altas estanterías de madera blanca. Miró en casi todas las estanterías, en casi todos los volúmenes de hechizos y sus respectivos contra-hechizos. No encontró nada. Solo hechizos antiguos que ya nadie utilizaba. Estaba sumergido en un libro cuando una mujer rechoncha y joven entró en la sala. —Señor, la cena está servida —le informó con una pequeña reverencia. —Ahora voy —suspiró dejando el libro que estaba leyendo en la mesa y salió hacia el comedor. No le gustaba la comida fría.   Mientras comía pensaba en el posible contra-hechizo. Tendría que haber uno. Debería de haber uno, pero ¿dónde? Cuando terminó de cenar subió a sus aposentos, se desvistió con cansancio, sacó el sistema de seguridad y miró en la pantalla. Había muchos puntitos verdes, todos ellos eran sus guardias. Había triplicado la vigilancia y era seguro que las ratas no habían salido del palacio. Estaban escondidas, eso estaba claro, pero no conseguía encontrarlas.   Capítulo 18   Bastiaan se despertó con un sobresalto. Alguien le había dado un golpe en el estómago. No había sido muy fuerte, pero lo había despertado. Miró un poco hacia abajo y vio la dorada melena de su princesa. Estaba dormida, pero parecía estar soñando con alguien. Alysa le dio otro golpe en el estómago, esta vez un poco más fuerte que el anterior. El capitán se incorporó en el sofá y la llamó: —Alysa —le susurró al oído—. Despierta —la joven abrió los ojos y miró a su alrededor asustada—. ¿Estás bien? —He tenido una pesadilla. —¿La misma que la de la otra noche? —Sí. Casi todas las noches se repite. —Tranquila. Solo es eso, una pesadilla. Vuelve a dormir —le dijo mientras la tumbaba en el sofá con delicadeza. Se levantó con cuidado y se fue hacia la puerta donde Lysander lo esperaba. —¿Has dormido bien? —le preguntó su amigo. —Sí. ¿Ha dado ya la señal? —No, aún no. Pero no creo que tarde mucho más. Ya es de madrugada. —Espero que traiga buenas noticias. En ese mismo instante se escuchó un pequeño golpe, como si llamaran a la puerta. —Esa es la señal —le informó Lysander. Aun así, se preparó con la pistola en la mano. Bastiaan deshizo el hechizo de protección y las trampas, abrió la puerta, salió por el hueco de la chimenea y encontró a su espía escondido entre las sombras. —¿Cómo os van las cosas, caballeros? —inquirió el espía con una voz ronca. —Podríamos estar mejor. ¿Qué información traes? —Bastiaan se sentó con cautela en el sillón. —Mañana por la noche tendréis una oportunidad. —¿Y eso por qué? —preguntó Lysander enfundando la pistola, pero con la mano en ella. —Dará su baile anual de máscaras. Todos los invitados llevarán la cara tapada, así que será muy fácil meteros en la fiesta y acabar con él. —¿Y cómo entramos en la fiesta? Todos los pasadizos que construimos están vigilados —dijo Bastiaan con tranquilidad. —No todos. El de la mazmorra no lo está. Os traeré la vestimenta adecuada, saldremos por el pasadizo y llegaremos al salón de baile. Vosotros solo tendréis que preocuparos de esconder las armas debajo de las ropas. —¿No nos cachearán? —quiso saber Lysander. —No, si vais conmigo no. —¿A qué hora? —Un poco antes de medianoche. Conseguiré que el Comandante se vaya de aquí para prepararse. En cuanto todo esté despejado os daré la señal. Ambos capitanes asintieron. —Gracias por tu ayuda —dijo Bastiaan estrechándole la mano al espía. Éste no dijo nada. Hizo una reverencia con la cabeza y se marchó. —¿Crees que mañana por fin acabará todo? —le preguntó Lysander a su compañero. —Eso espero —le contestó dándole un golpecito en el hombro y desapareciendo por el hueco de la chimenea para volver al lado de Alysa. Volvió a realizar el hechizo de protección y las trampas en cuanto su compañero entró detrás de él. —¿Tengo que hacer guardia o me puedo ir a dormir? —inquirió Lysander antes de entrar en el salón con un bostezo. —No creo que haga falta. Mejor descansa para mañana. Será un día muy largo. Se tumbó en el sofá al lado de la princesa y la abrazó. La chica se acurrucó un poco más a él, pegando su trasero en la entrepierna del capitán. Bastiaan se quedó quieto como una estatua. Respiró hondo y cerró los ojos. Por su parte, Lysander se acostó en el sillón al lado de Seema. Le dio un pequeño beso en la sien y le cogió la mano para dejarle un beso.    Capítulo 19   El sol se levantó de su sueño iluminando con su intensa luz. La isla estaba sumergida, pero, aun así, los rayos de luz llegaban hasta ella como si estuviera en la misma superficie del océano. El Comandante se despertó contento. Aunque hoy tampoco lograra encontrar el contra-hechizo y la puerta oculta, estaba contento. Esa noche celebraba su baile anual de máscaras y era la ocasión perfecta para escoger a su futura reina para el nuevo mundo. Se vistió rápidamente y se fue a la cueva. Ya estaba llena de gente. Los expertos preparaban las máquinas mientras los mercenarios y el capitán Corban los vigilaban. No lograba confiar en ese hombre, en el experto. ¿El por qué? No lo sabía. Pero una extraña sensación le decía que no podía confiar en él. Y esa sensación pocas veces se equivocaba. Se acercó al sofá donde estaba sentado el capitán Corban y se sentó a su lado. —¿Has averiguado algo? —le susurró el Comandante. —No, señor. Miré en la biblioteca toda la noche, pero no he encontrado nada. —Yo tampoco lo encontré. Supongo que no hay ningún contra-hechizo para los de protección. —Supongo. ¿Va a celebrar el baile de máscaras esta noche, señor? —Sí, como todos los años. —¿Está seguro? Podría ser peligroso. —¿Por qué? ¿Piensas que saldrán de su escondite para asesinarme? —Existe esa posibilidad. Sería una gran oportunidad. —Sí, la sería. Pero ellos no saben que celebro ese baile. Llevan dieciocho años fuera de la isla, y los reyes y el General estaban recluidos en las mazmorras sin enterarse de nada —se levantó y se acercó a la chimenea—. No creo que aprovechen esa oportunidad, capitán. —Puede que tenga razón, pero ¿no sería mejor estar prevenidos? —le preguntó acercándose al Comandante. —Estamos bien prevenidos, capitán. Tengo el radar conectado y he triplicado la guardia. No se atreverán a venir sabiendo que será una muerte segura. Si vinieran sería un suicidio. Y no están en condiciones para suicidarse. Tienen que proteger a su princesa, a los reyes, al General y a la hija de éste. Además de intentar alejar todo lo posible los anillos de mí. Están demasiado ocupados como para querer entrar aquí e intentar matarme. No se preocupe, capitán. Esta noche saldrá todo de maravilla —le dijo dándole un pequeño apretón en el hombro—. Voy a prepararme para mis invitados. Avísame si encuentran algo —señaló a los dos expertos. Salió de la guarida por el pasadizo que daba a la mazmorra y subió a sus aposentos. *** Todo estaba preparado para cuando empezara el baile dentro de dos horas. Pero antes de recibir a sus invitados, el Comandante bajó a la guarida para ver si había algún progreso. —¿Hay alguna novedad? —preguntó a la pequeña multitud. —Ninguna, señor. Seguimos en un pozo sin fondo —le respondió el capitán Corban haciendo una pequeña reverencia. —Está bien. Lo dejaremos para mañana. Tenéis que estar listos para dentro de dos horas. Subid a vuestras habitaciones y cambiaros para la ocasión —ordenó antes de salir de la habitación. —Ya habéis oído —dijo el capitán a los mercenarios. Los cuatro hombres y los dos expertos salieron de la guarida dejando al capitán solo. Éste echó un último vistazo y se marchó. *** Alysa y Seema se quedaron dormidas en cuanto la película acabó. Los reyes y el General se fueron cada uno a sus respectivas habitaciones. Bastiaan y Lysander se aseguraron que las chicas estuvieran dormidas para salir a encontrarse con el espía. Llegaron a la puerta y esperaron la señal. No esperaron más de cinco minutos cuando la señal se escuchó. —Ahí está —dijo Lysander mirando a su compañero. Bastiaan deshizo el hechizo de protección y las trampas para salir del pasadizo. Abrieron la puerta y ahí estaba el espía. Había dejado un macuto en la mesita auxiliar del salón y se escondía entre las sombras. —Ahí tenéis la vestimenta necesaria —les informó el espía. —¿Cuándo llegan los invitados? —preguntó Bastiaan cogiendo el macuto y dándoselo a Lysander para que se cambiara. —Dentro de diez minutos. Tendréis que daros prisa. Lysander se cambió la ropa y se puso el oscuro y lúgubre uniforme de la guardia del Comandante. Bastiaan hizo lo mismo. Cada uno se ocultó un pequeño cuchillo en las pantorrillas y una pistola en los costados con suficiente munición. Aunque, por si acaso, también escondieron otras municiones.   Capítulo 20   Los capitanes estaban a punto de salir de la habitación cuando oyeron unos pasos por el pasadizo que daba a la segunda cueva. Se quedaron paralizados mientras el espía se escondía para no ser visto. Una melena dorada y otra azabache asomaron por el hueco de la chimenea. —¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó Lysander en un susurro, pero con voz autoritaria. —Nos hemos despertado y no estabais. Después hemos escuchado voces que venían desde aquí y hemos decidido venir a investigar —le respondió Seema entrando en la estancia seguida de Alysa. —¿Por qué estáis vestidos así? —Quiso saber Alysa observando la máscara negra que Bastiaan y Lysander sujetaban en las manos—. ¿Vais a un baile de máscaras? —Más o menos. No tardaremos mucho, esperadnos abajo —le dijo Bastiaan guiándola hasta la chimenea. —¿No podemos ir nosotras? Hace mucho… —empezó a decir la princesa resistiéndose. —No, no podéis venir —decidió el capitán tajantemente. —¿Por qué? Hace mucho tiempo que no salimos de aquí. Si vosotros podéis salir, ¿por qué nosotras no? —inquirió Seema. —Porque es peligroso. Nosotros estamos entrenados para no ser vistos, pero vosotras no —respondió Lysander empujándola suavemente para que entrara en el hueco de la chimenea. —Yo puedo hacerme invisible como vosotros. —Me da igual. No vais a venir —los dos capitanes andaban despacio llevándolas sin que se dieran cuenta hasta el pasadizo y poder cerrar la puerta. —Pero… —Pero nada. Es peligroso y punto. Se acabó la discusión. Esperarnos abajo. Cuanto antes os vayáis antes regresaremos —Bastiaan consiguió que pasaran por el hueco. Se despidió de Alysa dándole un beso en la frente y cerró la puerta. —Caballeros, es la hora. Hay que darse prisa —dijo el espía aún escondido en las sombras. Los capitanes se encaminaron con el espía por el pasadizo que llegaba hasta las mazmorras, salieron de las celdas y subieron al salón de baile por la escalera de caracol escondida en la cocina. Ya habían llegado casi todos los invitados y el Comandante estaba sentado en el trono, presidiendo el baile. —Es un verdadero placer tenerlos a todos aquí otro año más —anunció levantándose para que se le viera y escuchara bien en toda la sala—. Este baile va a ser muy especial. Como ya sabéis, llevo dieciocho años reinando en la isla, y como cualquier rey, necesito una reina. ¿Y qué mejor ocasión que ésta para encontrar una? Así que, esta noche, elegiré a la que será mi futura esposa de entre todas las señoritas solteras que están aquí. Ya sé que esto no lo mencioné en la invitación, pero he querido que sea una sorpresa. Bueno, sin más preámbulos, ¡qué empiece el baile de máscaras! —se sentó en la silla dorada y se tapó la cara con la máscara de tiburón que había elegido para la ocasión. La música empezó a sonar y los invitados a bailar. Parecían alegres y ajenos a lo que pasaba en realidad en aquel palacio de isla Sirena. Bastiaan y Lysander miraron al espía para que les aclarara lo de la esposa. —Eso no lo sabía. Lo juro —respondió el espía levantando las manos en señal de rendimiento. —Está bien. Prosigamos con el plan. Cuanto antes lo hagamos antes nos iremos de aquí y todos quedaremos liberados por fin —dijo Bastiaan. Los dos capitanes se mezclaron con los mercenarios más cercanos al Comandante. Cada paso que daban les llevaba un poco más cerca de su objetivo: eliminar al Comandante. Estaba a un solo paso de la eliminación cuando unos murmullos los distrajeron. Los capitanes miraron hacia donde todos los presentes se habían amontonado para ver a alguien. Se miraron entre ellos confusos, pero siguieron en su puesto. No les estaba permitido dar un paso en falso. Si lo dieran, todo el plan se iría al garete. El Comandante se levantó del trono y se acercó a la multitud para que le dejaran ver lo que había hecho que sus invitados interrumpieran sus bailes y sus charlas. Cuando llegó hasta la distracción, se quedó con la boca abierta. Dos muchachas disfrazadas esperaban poder entrar en la fiesta. —Señoritas —las saludó el Comandante con una reverencia—. Habéis iluminado esta fiesta con vuestra presencia. ¿Me permitís este baile? —le tendió la mano a la muchacha rubia con una gran sonrisa amable en los labios. La chica no habló, solo sonrió y le tomó la mano. Ambos se acercaron hacia el centro del salón. La música empezó a sonar y el Comandante y la chica comenzaron a bailar. —No sé vuestro nombre, hermosa dama. —Me… me llamo Casia —le respondió la chica casi en un susurro. —¿De qué reino sois? Si no os importa que os pregunte. —Del norte. —Ah. ¿La hija del rey Neo? —Sí, la misma. —¿No ha podido venir vuestro padre? —No, señor. Le surgió un problema. Nos mandó a mi prima y a mí en su lugar. —Estupendo. Siguieron bailando hasta que los músicos cambiaron de canción. Los capitanes continuaban en sus puestos. Cada uno en un flanco del trono. Observaron al Comandante bailar con la chica rubia y a uno de los invitados con la amiga de ésta. —Tengo la sensación de que conozco a esa chica —dijo Bastiaan entre dientes mirando a la muchacha. —Y yo —confirmó Lysander mirando a la morena. Las chicas miraban de un lado a otro, como si estuvieran buscando a alguien. Cuando terminó la canción los vieron. Clavaron la mirada en los guardias que flanqueaban el trono y les sonrieron. —¿Has visto lo que…? —empezó Lysander a preguntar, pero Bastiaan no necesitaba escuchar la pregunta. Ya sabía cuál era. —Sí, lo he visto. Maldita sea —contestó con los dientes apretados. No podía creer que estuvieran allí. —¿Cómo han conseguido entrar? —Supongo que de la misma manera que nosotros. Por el pasadizo. —¿Cómo vamos a sacarlas de aquí sin que sospechen? —No lo sé, estoy pensando en ello. No va a ser fácil. Maldita sea —volvió a maldecir Bastiaan furioso. —Como ese tío vuelva a tocarla lo mato —le advirtió Lysander observando a la chica morena que bailaba con uno de los invitados con las manos un poco largas. —Tranquilízate. Eso no nos ayudaría en nada. Pensemos en cómo sacarlas de aquí sin que el Comandante se dé cuenta. —Lo intento, pero no es fácil pensar cuando un tío está tocando a mi chica. —Lo sé. Te recuerdo que la mía está bailando con el Comandante. —Perdona. No sé lo que digo. —Vamos a pensar. —¿Y si le pedimos ayuda a nuestro espía? Él podría distraer al Comandante mientras nosotros sacamos de aquí a las chicas —propuso Lysander intentando controlarse para no saltar al cuello del invitado con las manos largas. —Es una opción. Espera aquí. Voy a hablar con él. Y, por favor, relájate. No mates a nadie, al menos por ahora —le dijo su compañero bajando los escalones de mármol.   Capítulo 21 Lysander le dedicó una sonrisa sarcástica y siguió observando al Comandante y al invitado. ¿No podían bailar sin tener que meter mano? ¿Tan difícil es no meter mano donde no deben?, pensó mientras miraba con cara de pocos amigos a los dos hombres. Bastiaan regresó unos minutos más tarde para ocupar su puesto. —Nos va a dar un poco de tiempo para que podamos sacarlas de aquí, pero tenemos que hacerlo rápido. —¿Qué va a hacer? —Eso no lo sé. Nos hará una señal. Lysander asintió y siguió observando al invitado “manos largas” sin casi pestañear. El Comandante continuaba bailando con Casia cuando uno de sus guardias lo interrumpió. —Disculpe, señor. —¿Qué pasa? ¿No ves que estoy ocupado? —le preguntó furioso. —Lo sé, pero es que el sistema de seguridad ha captado algo extraño, señor. El Comandante se quedó paralizado. Por fin voy a cazar a esas ratas, pensó emocionado. —Discúlpame, tengo que arreglar un problemilla. Sigue disfrutando de la fiesta en mi ausencia —le dijo a la chica besándole la mano y haciéndole una reverencia—. No tardaré mucho. Se marchó a toda velocidad con el mercenario detrás de él pisándole los talones. Llegaron a la sala central del sistema de seguridad y preguntó: —¿Qué pasa? ¿Qué ha detectado? —Creo que ha sido una falsa alarma, señor —contestó el técnico. —¿Cómo que ha sido una falsa alarma? —Me parece que alguien ha estado trasteando en los ordenadores, señor. Ha creado una alarma falsa. —¿Quién ha sido? ¿Y no se supone que sois vosotros los responsables de que no entre nadie aquí? ¿Habéis sido alguno de los dos? —interrogó con la cara roja de rabia y los ojos envueltos en llamas de furia. —No, señor. Somos los responsables, pero yo he ido al servicio un momento y cuando he vuelto la alarma ya se había activado —le contestó el técnico un poco amedrentado. —Quiero que averigües quién ha sido el que ha hecho saltar la alarma. Y quiero saberlo cuando acabe el baile. No quiero que mis invitados se enteren de esto. ¿Me he explicado bien? —inquirió mirando al mercenario y después al técnico. Ambos asintieron tragando saliva y el Comandante salió de la sala como una bala. Estoy rodeado de inútiles, pensó de camino hacia el salón de baile.   Capítulo 22   Mientras el Comandante regañaba a sus hombres, los dos capitanes se acercaron a las chicas para sacarlas de la fiesta rápidamente. Bastiaan se encargó de Alysa y Lysander de Seema. Consiguieron que los invitados las dejaran en paz unos minutos y las llevaron lejos del salón. Caminaron sin decir ninguna palabra hasta las mazmorras y teniendo cuidado de que no los vieran o siguieran. —Suéltame —le ordenó Alysa a Bastiaan intentando quitarle la mano de su brazo. —¿Se puede saber qué estáis haciendo? —preguntó el capitán enfadado. —Solo queríamos divertirnos. Llevamos dos semanas escondida bajo tierra. —No es momento para divertirse. Os habéis puesto en peligro. ¿Y si os hubiera reconocido? —Pero no lo ha hecho. —Pero podría haberlo hecho —le gritó furioso parándose en la puerta del pasadizo de la mazmorra. —Perdona. No pensamos en que podría descubrirnos. Lo siento —le contestó bajando la mirada al suelo con los ojos vidriosos. —¿Cómo habéis podido salir de la cueva? —inquirió Lysander enmarcando el rostro de Seema entre sus manos. —La puerta estaba abierta. Vimos los disfraces y no pensamos en que nos poníamos en peligro hasta que tuvimos al Comandante enfrente de nosotras. Lo sentimos. —Tranquila. Ha sido culpa nuestra. Debimos cerrar bien la puerta antes de irnos. —Tenéis que volver al refugio ahora mismo —dijo Bastiaan abriendo el pasadizo. —¿Vosotros no venís? —preguntó Alysa. Estaba asustada. ¿Y si los descubrían? —No. Antes tenemos que hacer algo aquí —Bastiaan miró a la princesa y siguió con la mirada la lágrima que le resbalaba por la mejilla para acabar en la comisura de su boca, pequeña y fina. Perfecta para ser besada. Se acercó a ella y la abrazó con fuerza—No te preocupes. Nos reuniremos con vosotras lo antes posible. —De acuerdo. Vamos Seema —la princesa se apartó del capitán y entró en el hueco de la chimenea seguida de su amiga. —¿Estás bien? —le preguntó Seema a su amiga. —Sí. No es nada. Cuando llegaron al salón del refugio se desvistieron. Alysa se tumbó en el sofá y su amiga se sentó en el sillón. Cerraron los ojos e intentaron dormir sin pensar en los capitanes. *** —Capitanes, tenéis que iros de aquí ya —el espía los avisó desde la puerta de las mazmorras—. El Comandante viene para acá. Bastiaan y Lysander se miraron unos segundos y salieron corriendo hacia el salón de baile por el pasillo más alejado del Comandante. El Comandante llegó como una exhalación a la puerta de la mazmorra y no encontró a nadie custodiando en la puerta. —Capitán, ¿dónde está su hombre? —preguntó mirando a su espalda. —No lo sé, señor. Pero impondré las medidas necesarias para que no vuelva a ocurrir. —Eso espero. Abra la puerta —le ordenó a uno de los mercenarios. Abrió la puerta y el Comandante entró en la mazmorra. Estaba vacía. Miró en las celdas y puso la oreja en las paredes. —Señor, aquí no hay nadie. —Ya lo veo, idiota. Capitán, quiero que estén aquí dos guardias día y noche. —Señor, es probable que no fueran ellos. A lo mejor ha sido alguno de los soldados cotilleando —le dijo Corban. —No correré el riesgo. Ocúpese de esto. Mis invitados estarán preguntándose dónde estoy, y no quiero que nadie se entere de lo que pasa en mi palacio. Ya hubo bastante revuelo cuando usurpé el trono —contestó su jefe volviendo sobre sus pasos. Bastiaan y Lysander entraron en el salón de baile sin ser vistos y ocuparon sus puestos. Cinco minutos después, el Comandante se sentaba en el trono. —Soldado, ¿ha visto a la chica que estaba bailando conmigo? No la encuentro por ningún lado —le preguntó al de su derecha mientras la buscaba con la mirada entre sus invitados. Bastiaan negó con la cabeza sin mirarle a la cara. No quería correr el riesgo de que lo descubriera. —No es posible que se haya marchado sin despedirse. ¡Capitán Corban! —gritó el Comandante. Corban llegó al pie de los escalones de mármol blanco e hizo una reverencia. —¿Qué desea, señor? —Quiero que averigüe dónde está la princesa Casia —le ordenó. —La princesa Casia se marchó, señor. Le surgió un imprevisto y tuvo que volver a palacio. —¿Qué? ¿Y por qué razón no me has avisado antes? —Lo iba a hacer, señor, pero me ordenó que les acompañara a las mazmorras. —Pues deberías haberte impuesto un poco más —le susurró entre dientes—. Está bien. No importa. Puede que un día de estos vaya a verla a palacio. Hace tiempo que no hablo con el rey Neo. Retírate —le dijo al capitán—. Sigamos con la fiesta pues.   Capítulo 23   La fiesta continuó hasta bien entrada la madrugada. Todos los invitados ya se habían ido cuando el Comandante subió a sus aposentos. Se puso el pijama y se tumbó en la cama pensando en la preciosa princesa Casia. Nunca había visto a una muchacha tan bien parecida, exceptuando a la reina Adrienne, claro está. Ya estaba decidido: dentro de dos días iría en dirección norte para encontrar a la princesa y pedirle la mano a su padre. Sería su esposa. La reina del nuevo mundo. *** Bastiaan y Lysander llegaron a los aposentos del Comandante en un abrir y cerrar de ojos. Abrieron las dobles puertas blancas con mucho cuidado para no hacer ruido y entraron en el pequeño salón. Se dirigieron hacia la puerta que daba a la sala de la cama y escucharon atentamente cualquier ruido. Solo había uno: los ronquidos del Comandante. Bastiaan abrió la puerta con cuidado y su compañero entró en la estancia preparado con el cuchillo en la mano, y se acercó al Comandante con sigilo. Cuando puso un pie cerca de la cama, una alarma, con una luz roja parpadeante, chillaba: “INTRUSOS”. Lysander se alejó del Comandante para que éste no le alcanzara con la espada que tenía guardada debajo de las sábanas. —Sabía que erais vosotros —dijo el Comandante levantándose de un salto para apuntar a Lysander con la espada—. Esta vez no os escaparéis. El Comandante arremetió contra el capitán. Lysander lo esquivó con un pequeño movimiento y lo hirió en una pierna. —Parece que ha perdido facultades, Comandante —dijo el capitán con el cuchillo ensangrentado en la mano. Bastiaan aguantaba la puerta para que los guardias no entraran mientras su compañero se batía en duelo con el Comandante. —Lysander, date prisa. No aguantaré mucho más. El Comandante arremetió contra el capitán una segunda vez. Éste lo esquivó haciéndole un corte en el brazo. El Comandante volvió a arremeter, pero no logró alcanzarlo. —¡Lysander! Tenemos que irnos ahora mismo —gritó Bastiaan. Eran demasiados guardias. No podía con ellos. Los dos capitanes desaparecieron, dejando al Comandante solo en la habitación. Los guardias consiguieron echar la puerta abajo y entraron en tropel en la sala. —¿Qué ocurre, señor? —preguntó el capitán Corban. —Pasa que se me han vuelto a escapar esas sabandijas. ¡Todos al pasadizo de las mazmorras, ya! —ordenó un segundo antes de transportarse. Entró en el pasadizo a toda velocidad y llegó al salón de la guarida. Estaba a oscuras y sin rastro de las dos ratas. —¡Vais a pagarlo muy caro! ¿Me oís? ¡Muy caro! —gritó a la estancia. Al escuchar los gritos, el capitán Corban y sus hombres se acercaron lentamente al Comandante. —¿Qué hacemos, señor? —inquirió el capitán. —Si los expertos no pueden averiguar dónde está la puerta y no hay contrahechizo para el hechizo de protección, solo queda una cosa por hacer. —¿El qué, señor? —Echar las paredes abajo. Mañana por la mañana quiero que echéis todas las paredes de esta maldita cueva abajo. ¿Me habéis entendido? —preguntó a los mercenarios. —Sí, señor —gritaron al unísono antes de desaparecer corriendo de la vista del Comandante. —¿Está seguro de que es una buena idea, señor? Podría derrumbarse todo y que quedasen atrapados bajo tierra. —Si no los hago salir así, al menos sé que estarán enterrados y muertos para siempre —dijo el Comandante dirigiéndose hacia el pasadizo para volver a sus aposentos andando. Corban se quedó unos segundos más dentro de la guarida. Miró a su alrededor entrecerrando los ojos, como si así pudiera saber dónde estaban escondidos los dos capitanes con el General, su hija, los reyes y la princesa, pero no lo veía. Lo intuía, pero no conseguía ver la puerta. *** Los dos capitanes aparecieron en el pasadizo detrás del hueco de la chimenea. Bastiaan puso los hechizos de protección y las trampas mientras Lysander corría hacia el salón para verificar que todos estaban bien, empezando por Seema. —¿Qué ha pasado? —le preguntó ésta levantándose del sofá para llegar hasta él—. Lysander, ¿qué ha pasado? —estaba pálido y cansado. —¿Le ha ocurrido algo a Bastiaan? —inquirió Alysa con los ojos vidriosos. No quería pensar que le hubiera ocurrido algo malo. Y, mucho menos, que lo hubieran matado. Era inconcebible. Y no estaba dispuesta a perderlo. —No, no le ha pasado nada. Solo he venido para verificar que estabais bien. Nada más —dijo tranquilizando a la princesa y abrazando a Seema mientras le dejaba pequeños besos en la frente. —Si no le ha pasado nada, ¿dónde está? —quiso saber la princesa. —Está poniendo las trampas y los hechizos en la puerta. No te preocupes, está bien. Sano y salvo —le contestó dirigiéndose al sofá con Seema debajo de su brazo. Se escuchó el ruido de unos pasos y todos miraron hacia la puerta. El General se acercó a ella con una pistola en la mano y apuntó. La cabellera morena del capitán asomó por la puerta. Retrocedió un paso al ver la pistola del General apuntándole a la cara. —Capitán, me ha asustado —le dijo Altaír retirando el arma. —Más me he asustado yo, General. Es bueno saber que está en alerta. Altaír le dio unos golpecitos en el hombro con una sonrisa en la cara y se alejó hasta la cocina donde la princesa estaba apoyada en la isla que separaba el salón de la cocina. Alysa corrió hacia él y lo abrazó. —Estaba preocupada. Creía que te habían cogido —le dijo dándole pequeños besos por toda la cara. —Pues no lo han hecho. Tranquila —le enmarcó el rostro con sus grandes y callosas manos y le dejó un beso en los labios. —No quisiera interrumpir, pero ¿a dónde se supone que han ido, capitanes? —preguntó el rey pasando la mirada de uno a otro. —Pues, pudimos contactar con nuestro infiltrado y nos dijo que esta noche celebraba el Comandante una fiesta de disfraces… —empezó a contar Lysander. —Que, al parecer, hace cada año —explicó Bastiaan. —Nos consiguió unos disfraces y unas máscaras para colarnos en la fiesta. —Estábamos a punto de acabar con él cuando aparecieron unas muchachas disfrazadas que llamaron la atención del Comandante —siguió Bastiaan mirando a las chicas. —Conseguimos sacarlas y tuvimos una segunda oportunidad. Cuando estaba a solo unos centímetros de él, una alarma se activó —continuó Lysander. —¿Una alarma? —preguntó la reina. —Sí. Ha instalado una alarma para todo el palacio. Hace un reconocimiento facial y salta si no estás registrado en el sistema. —Y nosotros no lo estábamos. —Exacto. Así que, cuando la alarma empezó a sonar, el Comandante se despertó y tuvimos un pequeño encuentro, hasta que Bastiaan no pudo aguantar más la puerta y los guardias entraron. Entonces, nos transportamos al pasadizo y, todo lo demás, ya lo saben. —¿Por qué no me habéis contado nada? Os podría a ver servido de ayuda —preguntó el General. —Le necesitábamos aquí por si fracasábamos —le respondió Bastiaan. —Y hemos fracasado, pero el Comandante aún no ha descubierto dónde estamos —dijo Lysander. —De acuerdo. La próxima vez por lo menos avisarme. No quiero que me coja desprevenido —les regañó el General. —¿Y qué vamos a hacer ahora? —quiso saber la princesa. —Pues, esperar hasta que tengamos otra oportunidad para detenerlo —le contestó el capitán—. Nuestro espía nos avisará. En ese momento se escucharon unos golpes provenientes de la puerta. Todos miraron hacia el pasadizo. —¿Qué es eso? —preguntó el General preparando el arma. —Tranquilo, es la señal de nuestro infiltrado. Quiere vernos —explicó Bastiaan acercándose al pasadizo seguido de su compañero. Deshizo los hechizos y las trampas, abrió la puerta y encontró al espía. —Tenéis que iros a otro lugar —les informó. —¿Por qué? ¿Qué has oído? —le inquirió Lysander. —Mañana van a echar las paredes abajo. —¿Qué? ¿Se ha vuelto loco? —Sí. Está desesperado. Cree que así encontrará la puerta oculta. —Y tiene razón. Si derriba todas las paredes solo quedará en pie las del pasadizo —dijo Bastiaan andando de un lado a otro de la habitación pensando. —Pero, aunque la vea, no podrá abrirla. Los hechizos no se pueden deshacer. Y, si lo consiguiera, las trampas lo detendrían —apuntó Lysander intentando trazar un plan. —No si trae a los expertos. Ellos la desactivan en minutos —puntualizó el espía. —Vale. ¿Qué podemos hacer? ¿Se te ocurre algo, compañero? —No, aún no. ¿Cuándo está previsto que derribe las paredes? —preguntó Bastiaan. —Por la mañana, temprano. —Eso no nos da mucho tiempo —contestó Lysander. —Tenemos que salir de aquí. Ir a un lugar más seguro, pero ¿dónde? —Bastiaan seguía caminando de un lado a otro inquieto. No se le ocurría nada. ¿Cómo iban a salir de ésta? Se dirigió decidido al pasadizo después de unos minutos pensando. —¿A dónde va? —interrogó el espía. —A ver a la princesa. Gracias por la información. Ya se nos ocurrirá algo. Cuídate —le agradeció Lysander dándole un golpecito en el hombro. El infiltrado asintió con la cabeza y se alejó entre las sombras. Lysander cerró la puerta y regresó al salón de la cueva. Cuando entró, Bastiaan estaba recogiendo las armas del baúl junto con el General mientras los demás recogían las provisiones incluida la ropa. Seema lo vio entrar y corrió hacia él para abrazarlo. —¿Qué ocurre? ¿Por qué tenemos que irnos de aquí? —El Comandante se ha vuelto loco y va a derribar todas las paredes de la guarida. Si la echa abajo descubrirá el pasadizo y sabrá dónde encontrarnos —le respondió—. Sigue con lo que estabas haciendo. Tengo que hablar con Bastiaan —le dio un beso en la frente y se acercó a su amigo—. ¿A dónde vamos a ir? —le susurró. —A la superficie. —Pero puede que tenga hombres allí. Como los que matamos en la playa. —Lo sé, pero es mejor eso a que el Comandante tenga a las chicas y los anillos —Bastiaan guardó la última espada en la maleta y se dirigió al centro de la sala—. ¿Lo habéis recogido todo? —preguntó en voz alta. —Sí —respondieron todos al unísono. —Bien. Lysander, el General y yo os transportaremos a la superficie y, después, volveremos a por las cosas. —Yo también puedo transportarme —dijo Seema—. He estado practicando con Lysander. —De acuerdo. Pues, entonces tú, Lysander y el General los transportaréis a ellos y yo a las provisiones y las armas. —Cójame la mano, majestad —le dijo el capitán al rey—. Seema, lleva a la princesa. General, lleve a la reina. Nos veremos en el callejón detrás del hostal donde os hospedasteis —les dijo a las chicas—. General, sígalas. ¿Listos? —Sí —respondió Seema un segundo antes de desaparecer con la princesa.     Capítulo 24   Las chicas aparecieron en la superficie, en la puerta trasera del hostal donde se quedaron la primera noche que pasaron fuera del convento. Unos segundos después, el General y la reina aparecieron. —¿Éste es el hostal? —preguntó Altaír mirando de arriba abajo la edificación. —Sí, padre. No es gran cosa, pero da el apaño. Unos segundos más tarde, Lysander aparecía con el rey y Bastiaan con las armas y las provisiones. —Vamos, entrad —dijo Lysander empujándolos con suavidad hacia la entrada de edificio. Entraron rápidamente mirando a su alrededor para asegurarse de que no los seguían. —Bienvenidos, señoras y caballeros. ¿En qué puedo ayudarles? —inquirió una joven pelirroja muy atractiva desde detrás de un mostrador. —Hola. Querríamos tres habitaciones, por favor —contestó Lysander sonriendo con un poco de coquetería a la muchacha. —Por supuesto, caballero. ¿Las quieren contiguas? —Eso sería estupendo, gracias. La joven se ruborizó ante la gran sonrisa del capitán. Seema miró a la chica con los ojos entrecerrados y amenazadores. —¿Me pueden dar algún nombre, por favor? —Claro. Póngalas a nombre de… —Melania. Señorita Melania —dijo Alysa sin pensar. —Está bien. Sus habitaciones son la doce, trece y catorce. Primer piso a la derecha. Disfruten de su estancia. —Muchas gracias, así lo haremos —Lysander cogió las llaves que la chica le ofreció con las manos temblorosas. Subieron las escaleras hasta el primer piso y se dirigieron hacia sus habitaciones. —Bastiaan, el General y yo dormiremos en la doce. Majestades, ustedes en la trece. Y Alysa y Seema en la catorce. Pónganse cómodos —les invitó el capitán entregándoles sus respectivas llaves. Cada uno entró en sus respectivas habitaciones. —Aquí solo hay dos camas, capitanes. ¿Cómo vamos a dormir? —preguntó el General dejando un macuto en la mesa de madera roída que había en medio de la sala. —Siempre habrá uno de guardia, General. El Comandante puede tener espías y no queremos correr ningún riesgo —le explicó Bastiaan sacando algunas armas de la maleta y entregándoselas a su compañero y a Altaír. —¿Cómo sabéis que puede haber espías? —Cuando conocimos a las chicas las salvamos de dos de ellos. Están muertos, pero no sabemos si habrán más —le dijo Lysander preparando una pistola—. Yo haré la primera guardia. —De acuerdo. Despiértame dentro de unas horas —le avisó su compañero tumbándose en una de las camas cerca de la ventana. Lysander cogió la silla que había delante de un pequeño escritorio de madera y se sentó delante de la puerta, con la oreja pegada a ella. —Será una noche muy larga —comentó acomodándose en la silla.   Capítulo 25   El Comandante se despertó con una gran sonrisa en los labios. >, pensó para sí mientras se vestía para ir hacia la guarida. Llegó en unos segundos a la sala y ya estaba llena de gente. Cinco soldados, tres constructores, dos expertos y el capitán esperaban la orden del Comandante para empezar el derribo de las paredes. —Sabéis por qué estáis aquí, ¿verdad? —le preguntó a todos los presentes. —Sí, señor, solo esperan su orden para empezar —contestó Corban. —Está bien, en ese caso, ¡empezad el derribo! —gritó entusiasmado. Los constructores empezaron con los preparativos para, después, seguir con el derrumbamiento. Debían saber que pared era maestra y cuál no. No podían hacerlo a la ligera, sino, todo se vendría abajo enterrándolos vivos. Los preparativos tardaron hasta casi el crepúsculo y el Comandante ya estaba desesperado. —¿Se puede saber por qué tardan tanto? —preguntó furioso. —Hay que comprobarlo todo bien, señor —le respondió uno de los constructores. —¿Para cuándo empezarán a derribar las paredes? —Mañana a primera hora, señor. —¿Mañana? No, tiene que ser hoy. ¡Ahora mismo! —Eso no es posible, señor. Si empezamos ahora podría ceder el techo y nos quedaríamos atrapados. Sería una locura —le explicó otro constructor. El Comandante resopló. ¿Cuándo voy a encontrar a esas ratas?, se preguntó. —Capitán Corban, dígale a la cocinera que traiga algo para comer. Vamos a pasar aquí la noche. Todos. Y espero que así podamos empezar a derribar las paredes antes del alba. —Sí, señor —Corban se fue por el pasadizo para avisar a la cocinera. Los constructores siguieron con su trabajo, vigilados muy de cerca por los soldados y el Comandante. —¿No pueden ir más rápido? —preguntó el Comandante desesperado. —No, señor. Tenemos que tener cuidado con lo que hacemos —contestó el último constructor examinando las paredes que daban a los otros pasadizos. El Comandante se sentó en el sofá exasperado. —Avisadme cuando todo esté listo —les dijo tumbándose y cerrando los ojos cansado. *** Lysander seguía sentado delante de la puerta de su habitación con los sentidos en alerta. Sin previo aviso, se escucharon unos pasos en el pasillo. Se acercaban a la habitación de las chicas. El capitán se levantó de un salto y, con mucho cuidado, abrió la puerta. Miró a su izquierda y vio a dos hombres armados. Preparó la pistola que tenía en la mano con un silenciador y apuntó a uno de ellos. El hombre cayó al suelo muerto. Su compañero se quedó paralizado, miró a su espalda para hacer frente al pistolero, pero no había nadie. De repente, sintió que algo le pinchaba en el pecho. Se miró asustado y abrió los ojos de par en par al ver alojado en su corazón un cuchillo. Cayó al suelo, encima de su compañero. Lysander volvió a aparecer y entró en la habitación para despertar a Bastiaan. —Despierta, necesito ayuda —lo llamó. —¿Qué pasa? —preguntó adormilado. —Tenemos que hacer una pequeña limpieza en el pasillo, antes de que alguien lo vea. —¿Limpieza? —se levantó de un salto, se dirigió al pasillo y los vio—. ¿Quiénes eran? —Dos mercenarios del Comandante. Fueron directos a la habitación de las chicas. Ya no estoy convencido de que este lugar sea muy seguro —le confesó Lysander cogiendo a uno de los hombres por debajo de los brazos y arrastrándolo dentro de su habitación. Bastiaan cogió al segundo hombre y cerró la puerta detrás de él. —¿Qué hacemos ahora con ellos? —preguntó el capitán Bastiaan. —No lo sé. Metámoslos en el armario, es el único lugar que se me ocurre ahora mismo. —O podríamos transportarlos afuera y dejarlos en un callejón. —Sí, eso sería mucho mejor. De acuerdo, vamos allá. Nos vemos detrás del hostal, a la izquierda hay un callejón. Podremos dejarlos allí. Bastiaan asintió y desapareció con el hombre. Los dejaron en el callejón. —Ya está amaneciendo. ¿Por qué no me has despertado para relevarte? —inquirió Bastiaan dejando al hombre apoyado en la pared cerca de los contenedores de basura. —No tenía sueño. Deberíamos irnos de este hostal —dijo sacando el cuchillo del pecho del mercenario y guardándolo en la funda. —Nos seguirán vayamos a donde vayamos. Y no sabemos si el Comandante se ha enterado ya de que estamos aquí. —Pues, por esa misma razón, deberíamos irnos. Si esos dos se lo han dicho, dentro de unos minutos podría estar aquí y coger a las chicas. —Supongo que tienes razón. Está bien. Nos iremos. Iré a avisar a las chicas. Tú avisa a los reyes —Bastiaan desapareció y se dirigió a la habitación de la princesa y la hija del General—. ¿Chicas? ¿Puedo entrar? —preguntó después de llamar a la puerta. —Entra. ¿Qué ocurre? —lo interrogó Alysa al verle unas gotitas de sudor que le perlaban la frente. —Tenemos que irnos a otro lugar. —¿Por qué? —Porque saben que estamos aquí y es probable que el Comandante también lo sepa. —¿Y a dónde vamos a ir? —quiso saber Seema asustada. —A donde sea. Pero no podemos seguir en este lugar. Avisadnos cuando estéis listas. —Ya lo estamos —dijeron al unísono mientras se quitaban las batas. Estaban totalmente vestidas. —¿Habéis dormido con la ropa puesta? —preguntó sorprendido y, a la vez, orgulloso de ellas. —Sí. Sabíamos que nos estarían vigilando. —Solo era cuestión de tiempo que nos dijerais que teníamos que marcharnos —explicó Seema cogiendo su mochila. —Vaya. Estoy impresionado. En ese caso, vámonos —les dijo dejándoles paso para salir al pasillo. Lysander salió de la habitación de los reyes y entró en la suya para que el General lo preparase todo para partir. Dos minutos más tarde, los dos salieron al pasillo. —¿A dónde vamos esta vez, capitanes? —preguntó el rey. —Aún no lo sabemos —le contestó el capitán. —Podríamos ir al piso que alquilamos mientras excavábamos los pasadizos, la cueva y la guarida —propuso Bastiaan. Lysander no respondió nada, solo desapareció con el rey, el General y la maleta de las armas. —Tomaré eso como un sí —dijo el capitán antes de desaparecer con las chicas y las maletas de ellas. Aparecieron en la puerta trasera de una gran casa de madera. Bastiaan miró hacia la ventana de la primera planta. —No parece que haya nadie viviendo ahí —apuntó el General. —Pues vamos a hacerle una visita al casero. Seguro que se alegra de vernos —Lysander caminó hasta la puerta de entrada que daba a la cocina. Llamó al timbre y una pequeña mujer rechoncha, con el pelo canoso y una sonrisa en la cara les abrió. —Señor Ares y señor Aquiles. Qué gusto me da volver a verlos. ¿Qué les trae por aquí? —Buenos días, Rita. ¿Cuándo dejarás de llamarnos señor? —le dijo Lysander abrazando a la mujer y dándole una vuelta. —Lo siento, se… Ares. Pasad, por favor —la mujer se echó a un lado y dejó espacio para que entraran en la cocina—. Vaya, que bien acompañados vienen esta vez. —Perdone nuestra mala educación. Rita, ella es Melania… —empezó a presentar el capitán señalando a Seema. —¿Su novia? —preguntó la mujer ilusionada. —La misma —le respondió la chica tendiéndole la mano a la anciana con una sonrisa en los labios. —Él es Julian… —prosiguió Lysander. —Su suegro. Encantado, señora —puntualizó el General dándole un beso en la mano. —Ella es Selene… —continuó el capitán con Alysa. —¿Su novia, Aquiles? —inquirió la mujer mirando de reojo a Bastiaan. —Esa soy yo. Mucho gusto en conocerla —respondió la chica al percibir el color rojo que le empezaba a notar al capitán en las mejillas. —Y ellos son los suegros de mi compañero, Kirian y Dafne —concluyó Lysander con una sonrisa. —Rita, ¿sigue el piso en alquiler? —quiso saber Bastiaan. —Por supuesto. Para vosotros siempre está disponible. —Gracias, hermosa. —¿Dónde está su marido? —le interrogó Lysander buscándolo por la habitación. —Ha ido al pueblo. Nos quedaban pocas provisiones —miró el reloj colgado en la pared—. No creo que tarde mucho más. Ya es casi la hora de almorzar, y ya sabéis que nunca se pierde el almuerzo —dijo la mujer con una sonrisa, encantada de volver a ver a sus mejores inquilinos. Los dos capitanes asintieron afirmándolo. El señor Armando nunca se lo perdía. Estuviese donde estuviese siempre se las arreglaba para llegar a tiempo. —¿Cuándo quiere que le paguemos el alquiler? —quiso saber el rey. —Cuando podáis. Sé que con Ares y Aquiles no tengo problemas con eso. ¿Por qué no vais a hospedaros? Dentro de unos minutos os llamaré para comer —les propuso ofreciéndoles las llaves del piso de la primera planta. —Gracias, Rita —dijeron los dos capitanes al unísono dándole a la mujer un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. Lysander cogió las llaves y los siete se encaminaron hacia el piso. El capitán abrió la puerta y dejó espacio para que los demás entraran. Alysa y Seema entraron las primeras. —Caray, qué espacioso —dijo la princesa con la boca abierta admirando toda la sala. —Y bonito —agregó su amiga observando los muebles de madera hechos a mano. Después entraron los reyes, el General y, por último, Bastiaan con las maletas. —¿Cuántas habitaciones tiene? —quiso saber Alysa. —Tres. Vosotras dormiréis en una, los reyes en otra y el General en la última —le contestó el capitán. —¿Y vosotros? —En el salón. Tenemos que hacer guardia. —Por si acaso —añadió Lysander. —Pero si estamos fuera del pueblo. De hecho, creo que estamos muy lejos del pueblo —dijo el rey. —Sí, lo estamos. Aun así, no nos arriesgaremos. Nunca se sabe dónde tiene el Comandante a sus mercenarios —le respondió Bastiaan. El sonido del timbre retumbó en la casa. —¿Quién es? —preguntó Lysander cogiendo una pistola y acercándose a la puerta lentamente. —Chicos, la comida está lista. —Gracias, Rita. Ahora mismo bajamos —se volvió para mirar a sus acompañantes—Será mejor que bajemos. Rita puede llegar a ser muy persistente. Los dos capitanes y el General se escondieron algunos cuchillos por las ropas. Sabían que estaban a salvo, pero había que ser precavidos. —Solo es por precaución —le explicó Bastiaan a Alysa al mirar la cara pálida de la chica. Se acercó a ella, le pasó el brazo por los hombros y caminaron hacia el comedor seguidos de los demás. —¡Señor Aquiles y señor Ares! —Los saludó un energético anciano—. Me alegra mucho verlos de nuevo. —Armando. ¿Cómo tenemos que decirte que no nos digas señor? —le dijo Bastiaan abrazándolo con fuerza, como si hubiera visto a su padre. —Lo siento. Es que no me acostumbro. Por cierto, ¿quiénes son estas bellas damas? —preguntó mirando a las tres mujeres. —Ella es Melania, la novia de Ares —contestó el capitán señalando a Seema—. Ella es Selene, mi novia y ella es Dafne, mi suegra. A Armando no le cabía ninguna duda de que así era. Conocía bien la mirada de un hombre enamorado, y ellos dos la tenían. Les brillaban los ojos cada vez que las miraban o hablaban de ellas. —Sentaros, por favor. Contadme, ¿qué me he perdido en este tiempo que no habéis estado aquí? —Cariño, eso no se pregunta —le regañó su mujer. —No te preocupes. Pregunta lo que quieras —dijo Lysander dándole una palmadita al hombre en el hombro y sentándose en una silla al lado del anciano. —La verdad es que quiero saber dónde trabajáis. Nunca me lo habéis dicho, siempre lo evitabais. —Pues, somos militares. Capitanes del ejército —le respondió Bastiaan. —¿Militares? Caray, eso es genial. Tenemos a dos capitanes… —Y un general —agregó Altaír. —Estupendo. Dos capitanes y un general viviendo en nuestro piso. A ver quién se atreve a robarnos ahora —dijo el hombre eufórico, gritando de la emoción. —¿Os han robado? —quiso saber Bastiaan sorprendido. —Sí, alguna que otra vez, pero por suerte, nunca estábamos aquí —explicó el hombre mientras su mujer servía un plato lleno de comida al capitán. —Bueno, dejad de hablar y comer antes de que se enfríe —le regañó Rita.   Capítulo 26   El Comandante comía mientras los constructores seguían con su trabajo. —¿Os queda mucho para terminar? —preguntó impaciente. —Un poco, señor. ¿Podríamos parar cinco minutos para comer? —¡No! Cuando terminéis podréis comer todo lo que queráis. Es más, yo mismo os invitaré. Quiero que acabéis lo antes posible. —Pero, señor… —empezó a protestar un constructor. —¡Pero nada! ¡Nadie comerá hasta que no encuentre la ratonera! —vociferó. —Señor, debería darles algo de comer o, por lo menos, agua —le susurró el capitán Corban—. No querrá que se desmayen, ¿verdad? El Comandante entendió lo que el capitán quería decir. Y tenía razón. Si los constructores se desmayaban no seguirían con los preparativos y perderían tiempo hasta que volvieran en sí. —Tiene razón, capitán. Está bien, que coman algo. Pero solo cinco minutos. No quiero que pierdan más tiempo. Y eso fue lo que tardaron los tres constructores en comer. Estaban hambrientos y sedientos. —Gracias, señor. Vamos a seguir con nuestro trabajo —le agradeció uno de los constructores haciéndole una reverencia. —Espero que acabéis cuanto antes. —Haremos todo lo posible para que así sea, señor. El hombre se dio la vuelta y siguió con su trabajo. *** Ya era casi la hora de cenar cuando uno de los constructores se acercó al Comandante para darle la noticia. —Señor, ya hemos terminado. Vamos a empezar a derribar las paredes. —Estupendo. Proseguid, pues. Avisadme en cuanto descubráis dónde se encuentra el escondite de esos bastardos. —Sí, señor —el hombre hizo una reverencia e indicó a sus compañeros que podían empezar a derribar. Los tres hombres cogieron sus machotas y comenzaron a tirar la primera pared de la guarida.   Alysa y Seema estaban sentadas en los escalones del porche junto con la reina y Rita. Contemplaban el anochecer mientras bebían un poco de café caliente. —Está empezando a refrescar. ¿Queréis una rebeca o una manta? —les preguntó Rita a las tres mujeres. —No, gracias —contestó Alysa amablemente. —Yo estoy bien —dijo Seema dando un sorbo al café calentito. —Yo también. El café me hace entrar en calor —añadió la reina. —Es precioso, ¿verdad? —inquirió Rita mirando al sol escondiéndose. —Sí que lo es —respondieron las tres mujeres a la vez. —Hacía mucho tiempo que no veía el anochecer. Ya casi no me acordaba de lo bonito que era —dijo la reina maravillada por la belleza del momento. —Sé que es de mala educación preguntar esto, pero la curiosidad me puede —comentó Rita sorbiendo el poco café que le quedaba en la taza—. ¿Qué truco de belleza hacéis para aparentar tener dieciocho años? —Lo siento, Rita. No sé cómo explicarlo. Es un poco complicado —le contestó la reina apenada por no poder contarle a la mujer lo que quería saber. —No te preocupes. Ya estoy acostumbrada a que Ares y Aquiles no me respondan a mis preguntas. Me supongo que serán cosas del ejército o algún experimento secreto del gobierno, ¿no? —En cierto modo, sí. Algún día puede que te lo expliquen todo. Estoy segura de ello. —No pasa nada. Los dos me caen fenomenal, bueno, todos vosotros. Si no es posible que lo sepa, pues me conformaré con la compañía que me dais. No suele venir mucha gente a vernos. —¿Y tus hijos? —le preguntó Alysa intentando averiguar cómo sus hijos podían dejar solos a esa mujer y ese hombre tan amables y cariñosos. —No tenemos, muchacha. Lo intentamos, pero no lo logramos. En fin, supongo que no estaba escrito que tuviéramos —la voz se le quebró al decir esas palabras. La reina se acercó a la mujer y la abrazó. Esa mujer había deseado tener hijos, pero el destino no se los había dado. Qué injusto podría llegar a ser. Había personas que no querían tener niños y, sin embargo, el destino se los daba. Y otras personas como Rita, que queriendo tenerlos no lo conseguían. —Será mejor que entremos. Mi marido estará esperándome ya en la cama —la mujer se levantó secándose una lágrima descarriada, abrió la puerta y entró seguida por la princesa, la reina y Seema. Rita se acercó al interruptor de la luz y apagó las luces dejándolo todo en penumbra. Se acercó al salón, dónde los hombres estaban sentados charlando alegremente. —Armando, llámanos por la mañana para ayudarte con las tareas —le dijo Lysander levantándose al ver a Seema entrar en la sala. —No hace falta, muchacho. —No nos importa ayudarte, al contrario, será un placer —insistió el capitán. —Bueno, está bien, como queráis. —Nosotras te ayudaremos a ti, Rita —le dijo Seema mientras rodeaba la cintura del capitán con el brazo. —Muchas gracias, pero no hace falta que os molestéis. —No es ninguna molestia —le contestó Alysa de pie junto a Bastiaan. —Pues, vamos a dormir. Mañana será un día muy duro —aconsejó Armando levantándose del sofá y caminando hacia la puerta a la izquierda de las escaleras. —Hasta mañana a todos —les deseó Rita siguiendo a su marido. *** Los constructores ya habían echado abajo tres de las cuatro paredes. —Señor, aquí no hay nada. —Seguid. Si encontráis algo inusual avisadme —le dijo el Comandante antes de salir del pasadizo. —¿Eso significa que tenemos que estar aquí toda la noche? —preguntó en un susurro uno de los constructores preocupado. —Efectivamente, señores —les confirmó el capitán Corban—. Os iréis turnando toda la noche. Los tres hombres se miraron unos a otros atónitos. Estaban haciendo trabajos forzados. Iban a tener que revisar el presupuesto que le habían dado al Comandante. —Señores, cuanto antes empiecen, antes terminarán —les aconsejó el capitán. Los hombres cogieron los martillos y continuaron tirando la pared que habían dejado a medias.     Capítulo 27   El gallo de la granja cantó y Armando llamó al timbre del piso que tenía alquilado a los dos capitanes. Bastiaan le abrió la puerta. —Buenos días. ¿Empezamos la jornada? —saludó Armando emocionado de tener compañía para trabajar. —Buenos días. Claro. ¿Por dónde empezamos? —Hay que darle de comer a los animales y hay que ordeñar a las vacas para tener leche en el desayuno —les explicó mientras los hombres bajaban a los establos y las mujeres se iban hacia la cocina para ayudar a Rita. —Buenos días, Rita. ¿En qué podemos ayudarte? —le preguntó la reina remangándose la blusa que su hija le había dejado. —Pues hay que preparar el desayuno y limpiar la casa. —Muy bien. Yo te ayudo con la comida y las chicas que vayan limpiando. Cuando terminemos las ayudamos a ellas. ¿Te parece bien? —Me parece estupendo. En el cobertizo tenéis todos los útiles de limpieza, señoritas —les dijo la anciana a las muchachas. —Señora, sí, señora —respondieron las dos llevándose una mano a la frente para saludar como los militares. —Soldado Melania, ¡derecha, eh! ¡Marchen! —gritó Alysa con tono grave. Desfilaron como los militares hasta que salieron por la puerta para llegar al cobertizo con las risas de Rita y la reina a sus espaldas. —Ares, ¿cómo te va con la vaca? —inquirió Armando desde las caballerizas. —Pues, nos llevamos muy bien, ¿verdad, pequeña? —le interrogó a la vaca acariciándola. —¿Y tú cómo lo llevas Aquiles? —Estupendamente. Las cabras y yo nos llevamos de maravilla —respondió Bastiaan dándole el biberón a una pequeña cabrita. —Me alegro. Parece que lo habéis hecho toda la vida. —Pues, es la primera vez —dijeron al unísono. *** El Comandante entró en la guarida a toda mecha, después de que un soldado lo despertara para decirle que era posible que hubieran encontrado la entrada a la madriguera de las ratas. —Decidme que hemos encontrado algo. Los constructores pararon de dar martillazos para mirarlo con las frentes perladas por el sudor. —Creemos que sí, señor —le contestó uno de ellos limpiándose el sudor con un pañuelo que sacó del bolsillo del pantalón—. Aquí hay algo extraño —el hombre se acercó al hueco de la chimenea—. ¿Lo ve? —No. ¿Qué se supone que tengo que ver? —Mire aquí. ¿No le parece raro? —le dijo señalando por dentro del hueco de la chimenea. —No, solo es una chimenea. —No, señor. No lo es. Es una ilusión. Parece que hay una pared para el hueco de la leña, pero no la hay. Es como si hubiera un pasadizo o algo así. —¿Un pasadizo? Por fin. Al fin lo hemos encontrado —se alegró el Comandante acercándose a verlo desde más cerca—. Llamad al experto, que venga inmediatamente —ordenó a un soldado. Éste no perdió el tiempo. Salió corriendo por el pasadizo hasta las mazmorras y llamó a Conrad, el experto en las puertas ocultas. Diez minutos más tarde, el soldado y el experto entraron en la guarida derrumbada. —¿Me ha llamado, señor? —preguntó Conrad trayendo de las nubes al Comandante. —Sí. Quiero que abras la puerta cuanto antes. —¿Qué puerta, señor? —el experto miró a su alrededor para buscar la puerta, pero no vio ninguna. —Tiene que estar en el hueco de la chimenea —respondió señalando a la ilusión de la pared que los capitanes habían hecho. —Muy bien, señor. Preparo la máquina y me pongo a ello. El Comandante asintió enérgicamente frotándose las manos y dedicando una gran sonrisa de oreja a oreja. Ya mismo os voy a coger, ratas bastardas. Se sentó en el sofá y observó al hombre mientras se preparaba. El capitán Corban entró en la guarida y se dirigió al Comandante. —Señor, me han anunciado que le diga que su maleta ya está preparada para el viaje. —Ah, estupendo. —¿Qué viaje, señor? —le preguntó el capitán confundido. —Voy a ir a ver al rey Neo y a su hija, la princesa Casia. —Podría aprovechar para convencer al rey para que se una a usted. —No. No quiero ni necesito ningún socio. Lo que sí necesito es una reina para cuando sea el soberano del Nuevo Mundo. —Por supuesto, señor —dijo el capitán haciendo una reverencia antes de irse por donde había venido. El experto terminó de encender la máquina y comenzó a pasarla por la pared de la chimenea para encontrar la puerta invisible. La máquina pitó sin parar en el hueco del hogar. El Comandante desvió la mirada hacia la pared con los ojos muy abiertos. Ahí estáis, ratitas, pensó. —Ábrela —le ordenó al experto. El hombre dejó la máquina a un lado y cogió sus herramientas. Pasó el spray por la pared y la puerta apareció delante de ellos. Una puerta negra con una doble cerradura apareció. El experto dijo los contra-hechizos que creyó oportunos y las cerraduras se abrieron. —¡Soldado! Abra la puerta —ordenó el Comandante. —No entre, puede que haya trampas —advirtió el experto. —Imposible. Entre, soldado. El guardia puso un pie en el umbral y una flecha se le clavó en la pantorrilla. El soldado gritó de dolor y dio paso atrás para alejarse de la puerta. —Desactívalas. ¡Ya! —vociferó a voz en grito el Comandante, empujando al soldado para quitarlo de su camino. Conrad se acercó al marco de la puerta y lo examinó. Cogió la herramienta necesaria y desactivó la primera trampa. Pasó a la siguiente y después a la siguiente. Luego de desactivar las diez trampas que los capitanes habían preparado, el experto se apartó de la puerta y se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa. —Ya está, señor. Todas las trampas desactivadas. —Fantástico. Tú y tú —dijo señalando a dos soldados—, venid conmigo. Tened las armas a mano. Los mercenarios sacaron las armas y entraron primero en el pasadizo. —Id en silencio. Quiero cogerlos desprevenidos —susurró el Comandante siguiendo a los guardias. Llegaron a otra puerta negra y un soldado la abrió despacio. Asomó la cabeza y entró preparado con el arma. Su compañero le siguió y el Comandante a éste. —Registradlo todo —ordenó en un susurro. Toda la cueva fue registrada de cabo a rabo. No había ninguna señal de vida dentro de ella. —Pero ¡¿cómo se han podido escapar otra vez?! ¡No tenían escape! —gritó tirando un jarrón cercano al suelo y haciéndolo añicos. El capitán Corban entró en la cueva con la pistola en la mano apuntando al Comandante. —¿Qué ha pasado? ¿Está bien, señor? —le preguntó a su jefe. —¡No, no estoy bien! ¡Se me han vuelto a escapar! ¡¿Cómo lo hacen?! —dijo enfadado. —No lo sé, señor. Debe irse a ver al rey Neo. Seguro que se le ocurre algo después de esas pequeñas vacaciones. —Eso espero. Al menos volveré a ver a la princesa Casia. Regresaré dentro de dos o tres días. Si escuchas algo de dónde han podido ir, avísame inmediatamente. —Por supuesto, señor. El Comandante se transportó a sus aposentos para coger sus maletas y viajar al reino del Norte. —Volved a vuestros puestos —ordenó el capitán a los soldados. Corban se quedó solo en el salón de la cueva observándola detenidamente. ¿A dónde habrán ido?, se preguntó. Salió por el pasadizo y cerró la puerta. —Nadie entra en esta cueva, ¿entendido? —les dijo a los dos guardias que flanqueaban la entrada. —Sí, capitán. Corban salió de la guarida y se transportó hasta la oficina de su detective. Entró en la pequeña y oscura oficina y un hombre musculoso, con el pelo rubio y los ojos grises sentado detrás de una gran mesa de madera le dio la bienvenida con un gesto de la mano. —¿Los has encontrado? —le preguntó el capitán sentándose en una silla azul y negra delante del hombre. —No. Saben esconderse muy bien. —Pues sigue buscándolos. Mañana vendré otra vez. —Muy bien.     Capítulo 28   Ya era de noche en la granja. Bastiaan, Lysander y las chicas estaban sentados en el balancín del porche trasero. —Así que aquí es donde estabais ayer por la noche, ¿no? —preguntó Lysander observando cómo se ponía el sol en el horizonte. —Sí. Hacía mucho tiempo que no veíamos al sol ponerse —le contestó Seema abrazándolo. —¿Tienes frío? —Un poco. El capitán la rodeó con los brazos para que entrara en calor y la pegó más a su cuerpo. —¿Entramos? —inquirió Bastiaan observando los vellos de punta de Alysa. —No. Quedémonos unos minutos más, por favor —le pidió acariciándole la mandíbula con las puntas de los dedos—. Pinchas. —Lo sé. Mañana me afeitaré. —¿A quién le toca hacer guardia esta noche? —quiso saber su compañero. —Al General. —¿El General? ¿Seguro? —Si. Se ha empeñado en hacerla él. —Mirándolo por el lado bueno, esta noche podré dormir —dijo Lysander apoyando la cabeza en el hombro de Seema y haciendo que roncaba. La chica se rio, le levantó la cabeza y le dio un beso. —Podrías dormir con nosotras, ¿no? —le preguntó la princesa a Bastiaan con una mirada sugerente. —Creo que hablo en nombre de los dos cuando digo que no hay nada que nos gustaría más, pero no me parece conveniente. Sobre todo, con vuestros padres al otro lado de la habitación —explicó el capitán. —Y el General despierto haciendo guardia. Y con armas a su alcance —añadió Lysander mirando a Seema. —Supongo que tenéis razón —concluyó Alysa desilusionada. La puerta de la casa se abrió para dejar que Rita saliera. —Chicos, chicas, la cena está lista —les comunicó la anciana—. Quién pudiera volver atrás y ser joven otra vez —susurró con melancolía. Los cuatro se miraron sonriendo. Las chicas se levantaron del regazo de los capitanes y entraron en la casa cogidos de la mano. Se sentaron a la mesa y degustaron la comida que Rita y la reina habían preparado. —Buenas noches a todos —desearon los reyes subiendo las escaleras después de haber comido y recogido la cocina. Todos subieron a la primera planta de la casa y las chicas entraron en su habitación. —Buenas noches, hijas —les deseó el General a las muchachas—. Que durmáis bien, capitanes. —Gracias, General. Si ve algo raro, avísenos —le dijo Bastiaan antes de cerrar la puerta del dormitorio. Altaír le asintió y se sentó en el sofá para limpiar el revólver. *** Entre las sombras del pequeño bosque que bordeaba la granja, un hombre observaba la primera planta de la casa. Cogió los prismáticos y apuntó a la venta del salón. Vio al General sentado en el sofá. —Ahí estáis. Os encontré —murmuró el hombre desapareciendo en un abrir y cerrar de ojos. El General levantó la cabeza de la revista que leía y se acercó a la ventana. Miró hacia el bosque y entrecerró los ojos. Sabía que había alguien ahí fuera, observando, pero ¿quién? ¿El Comandante? Imposible, nunca sale del palacio sin sus guardias, se contestó a sí mismo. ¿Algún espía del Comandante? Probablemente. Tiene hombres en todas partes, aquí no iba a ser menos, siguió cavilando. Se alejó de la ventana y se sentó en el sofá para ver la televisión. *** La noche pasó en un suspiro y el timbre de la casa sonó. —Chicos, despertad —gritó Armando desde el otro lado de la puerta. El General se levantó escondiendo el arma y abrió. —Buenos días, Julian. ¿Quién me ayuda hoy? —Buenos días. Todos menos yo. No he podido dormir bien esta noche. —Si quieres te puedo dar unas pastillas para dormir. Son mano de santo —le ofreció el anciano gentilmente. —No te preocupes. Son solo algunas preocupaciones mías. Nada serio. —Como quieras. Diles a los chicos que los espero en los establos. —Claro. Ahora mismo los despierto. El General cerró y los capitanes salieron de la habitación preparados para entrar en faena. —¿Qué tal la noche? —quiso saber Lysander estirándose. —Bien. Nada extraño. Voy a dormir un poco, después voy a ayudaros. —De acuerdo. *** El Comandante llegó por fin al reino del Norte. Un hombre muy bien agraciado y muy alto, con el pelo negro con algunos reflejos azules a la luz del sol y la luna, los ojos color café y la piel bronceada le esperaba en la entrada del palacio. —Buenos días, Majestad —lo saludó el Comandante acercándose al rey con los brazos abiertos y una sonrisa en los labios. —¿Qué le trae por aquí, Comandante? —Vengo a visitar a la princesa. Quiero conocerla mejor. —¿Y cuál es la razón para visitarla y querer conocerla mejor? —preguntó el rey confundido y extrañado. —Creo que me he enamorado de ella. —¡¿Qué?! ¿Enamorado? ¿De mi hija? —inquirió totalmente atónito por la declaración. —Sí. ¿Por qué le sorprende tanto? —No sé —contestó encogiendo los hombros—. Es que no estoy acostumbrado a que vengan aquí pretendientes para mi hija. —Pues, me resulta extraño que no lo hagan. Su hija es una belleza. —¿Mi hija? ¿Está seguro de que estamos hablando de mi hija? —Por supuesto. Qué bribón. Que bien escondida la tenía —le dijo el Comandante dándole una pequeña palmadita en el hombro con total confianza—. ¿Me va a invitar a entrar o nos quedamos aquí? —No, claro. Entremos. Mandaré a llamar a mi hija. Supongo que llegará mañana por la mañana. —¿Cómo que llegará? ¿No está aquí? —No. Ha ido a ver a la princesa del reino del Sur. —Ah, bueno. No se preocupe. La esperaré. Estoy impaciente por verla, pero no va a pasar nada por un día más. —Me alegro que piense así. ¿Ha desayunado? —le preguntó el rey. —No. Salí temprano de palacio. El rey dio dos palmadas y los sirvientes les sirvieron el desayuno en el comedor. —¿Y cuándo ha conocido a mi hija? —quiso saber el rey con curiosidad. —En mi baile anual de máscaras. Me deslumbró. —Fue con su amiga, ¿verdad? —Sí, también una belleza. Pero me quedé prendado de su hija. —Ya lo veo, ya. ¿Cuánto tiempo tenía pensado quedarse? —Dos o tres días. No puedo más, tengo unos problemillas que tengo que resolver, pero pueden esperar unos días. Son unas mini vacaciones. —Muy bien. Yo también debería tomarme unos días libres, pero no sé a dónde ir. Ya me conozco todos los reinos como la palma de mi mano. —Me lo imagino. Siempre le ha gustado viajar. —Sí. Mi hija ha salido a mí en ese aspecto —contestó el rey terminándose el café con leche. —Bueno, ¿qué tenía planeado hacer hoy? —Pues, iba a ir de pesca. Me estoy quedando sin peces en mi acuario. —Genial. Le acompaño. —Vamos allá, entonces.   Capítulo 29   —¡Armando, cariño! El desayuno está listo —gritó Rita desde el porche trasero. —¡Ya vamos, cielo! —Le contestó su marido acercándose a las caballerizas—. Chicos, vamos a desayunar. —De acuerdo —dijeron los dos capitanes. Dejaron lo que estaban haciendo y se encaminaron hacia la casa con Armando. —Contadme, capitanes. ¿Cuándo pensáis pedirles a esas chicas que se casen con vosotros? —preguntó Armando como si nada antes de llegar a la casa. Bastiaan y Lysander se quedaron parados, paralizados con un pie encima del primer escalón de las escaleras del porche. —¿Q… Qué? —tartamudeó Lysander. —Muchachos, os he visto mirar a esas muchachitas y os aseguro que estáis totalmente enamorados de ellas. Yo miraba así a mi Rita, y aún lo sigo haciendo. —Sí, es cierto. Estamos enamorados, pero aún no es el momento oportuno para casarnos —respondió Bastiaan. —¿Por qué? ¿Qué os lo impide? —Eso no podemos decírselo, Armando —le dijo Lysander. —Está bien. ¿Podéis prometerme dos cosas? —¿Cuáles? —Que se lo pediréis en cuanto el problema se haya resuelto. —Lo prometemos. ¿Cuál es la segunda? —Que nos invitaréis a mi esposa y a mí a la boda. Los capitanes se rieron mirando al anciano con ternura. —Totalmente prometido —dijeron al unísono. Abrazaron al hombre y entraron en la casa riendo alegres. —Querida, puede que dentro de poco tengamos fiesta —anunció Armando entusiasmado. —Bien, cariño. Ahora a desayunar. Por cierto, me tienes que colgar las cortinas del salón. —Querida, sabes muy bien que no puedo con ellas. —Ni yo, cielo, pero hay que ponerlas. —No te preocupes, Rita. Nosotras lo haremos —le dijo Alysa señalándose a ella a y Seema. —Oh, no. Pesan mucho. No podréis con ellas. —Nosotros las ayudaremos —se ofreció Lysander señalando también a Bastiaan. —Genial. Mucho mejor. Bien, seguidme, os diré cuáles son —Rita se levantó seguida por las dos chicas y los capitanes. La mujer se acercó al sofá beige donde descansaban las cortinas blancas con intrincados dibujos dorados. —Mirad, van en aquella ventana —les anunció Rita señalando la ventana más cercana a la chimenea—, y en aquella —señaló a la pared de enfrente. —Muy bien. Cuando hayamos terminado te llamamos para que des el visto bueno —le dijo Alysa acercándose a las cortinas. La mujer se marchó a la cocina y Bastiaan ayudó a la princesa con la tela. —Caray, sí que pesa. Pon la escalera, yo la llevo —le ofreció el capitán. Alysa cogió la escalera y la puso delante de la ventana elegida. Se subió a ella y cogió la barra con las cortinas que Bastiaan le ofrecía desde abajo. —Madre mía, pesa mucho. ¿Estarán hechas de plomo? —Las puso en los soportes—. Es tu turno. Tienes que apretar los tornillos. —Baja, entonces. Alysa estaba bajando cuando el pie se le dobló. Iba a caerse al suelo, pero el capitán la cogió a tiempo. —Uf, qué susto. He visto pasar mi vida en un segundo —dijo la princesa aferrándose al cuello del capitán con fuerza—. ¿Sabes de qué me he dado cuenta? —¿De qué? —De que me he pasado dieciocho años metida en un convento, sin hacer nada extraordinario ni nada de provecho ni he vivido las experiencias que una niña o una adolescente debería vivir. ¿Por qué nos dejasteis en la puerta del convento? ¿Por qué no en otro lado? No sé, por ejemplo, en la casa de alguna pareja sin hijos como Rita y Armando. —Fue el único sitio que encontramos aceptable y seguro para que vivierais bien. Si no salíais, los hombres del Comandante no os encontrarían y no podrían avisarlo. Eso nos daba tiempo para excavar las cuevas y los pasadizos. Y de pensar en un plan para acabar con él antes de que cumplierais los dieciocho, pero no lo conseguimos —le explicó sintiéndose culpable—. Si lo hubiéramos derrotado, ahora no estaríamos aquí escondidos. —Y a lo mejor no nos hubiéramos conocido. —Sí nos hubiéramos conocido, pero probablemente, no habríamos hablado. —¿Por qué no? —Porque los capitanes solo hablan con su superior. Y el superior es el rey. Casi nunca entramos en palacio, solo cuando hay alguna fiesta y los reyes necesitan más protección. —Entonces, ¿no hubiéramos estado juntos nunca? —No, nunca. Y, la verdad, no creo que te hubiera gustado. Suelo ser muy serio cuando trabajo. —Ahora tampoco derrochas mucha simpatía —le dijo Alysa sonriéndole. Se acercó lentamente hasta su boca para dejarle un suave y tierno beso en el ceño fruncido del capitán—. Te quiero, capitán Bastiaan —le susurró al oído para que solo él lo escuchara. —Siento interrumpir, pero las cortinas no se van a colgar solas —los interrumpió Lysander carraspeando para llamarles la atención. Bastiaan y Alysa sonrieron apoyando la frente en la del otro. El capitán la dejó en el suelo, se acercó a la escalera y subió para apretar los tornillos de los soportes. Después bajó y se acercó hacia la otra ventana para ayudar a su compañero. Seema se puso al lado de la princesa y la abrazó. Parecía estar triste. —¿Qué te pasa, Aly… Selene? —le preguntó acariciándole el pelo dorado con delicadeza. —Acabo de llegar a la conclusión de que me alegro que pase todo tal y como está pasando. —¿Por qué? —Si todo esto no hubiera pasado, no habría conocido a Bas… Aquiles, y ahora, posiblemente, mis padres me estarían buscando un príncipe para desposarme. O, simplemente, estaría en el convento soportando a Casia y a sus odiosas amigas hasta que me independizara. —Seguro que sí lo habrías conocido —respondió Seema acompañándola hasta el sofá para sentarse con ella. —No, no lo habría hecho. Los únicos que hablan con los reyes son los superiores, o sea, tu padre. Los capitanes no. Solo entran en palacio cuando mis padres hacen una fiesta y necesitan más protección.    —Pues, en ese caso, lo habrías conocido en la fiesta o te lo hubiera presentado yo. Alysa sonrió ante ese comentario. En fin, por suerte, no pasó así. —Al final voy a tener que darle las gracias al Comandante —dijo la princesa. —Eso ni se te ocurra —le advirtió su amiga señalándola con el dedo y el ceño fruncido. —Tranquila, era una broma —le contestó levantando las manos en señal de rendición. —Más te vale. —Ares, levántala más —le ordenó Bastiaan peleándose con las cortinas subido en la escalera. —Estoy levantándolas. Deberías estar tú aquí abajo, eres más alto que yo. —No te quejes y dame la llave para apretar los tornillos. —Está bien. Sujétalas, voy a ir a por ella. —¿No la tienes en la mano? —inquirió con un pequeño gorgorito. —Pues no. Está en la mesa —soltó las cortinas y se alejó unos pasos para llegar hasta la pequeña mesa auxiliar enfrente del sofá. —No tardes, estas cosas pesan mucho. Unas risitas se escucharon detrás de él. Miró como pudo y las vio. Las chicas parecían estar pasándoselo muy bien a su costa. —¿Se puede saber de qué os reís? —quiso saber el capitán sin aliento. —De ti. —Me parece que Rita ha hecho esto a propósito —le dijo Seema riéndose aún más fuerte. —No sé por qué pesan tanto. Solo es tela —se quejó Bastiaan sudando. Estaba empezando a no sentir los brazos—. ¡Ares! —Ya va, ya va —contestó Lysander acercándose a él conteniendo la risa—. Toma —le dio la llave para apretar las tuercas y sujetó las cortinas. —Ya era hora. Te has tomado tu tiempo. —Perdón, se me había caído debajo del sofá.   El sol ya se ponía en el reino del Norte cuando el Comandante y el rey Neo llegaron a palacio. —¿Cómo ha ido la pesca, majestad? —le preguntó su mayordomo personal con una reverencia. —Bien, Borias. Hemos traído un poco de cada especie. Ponlas en el acuario. —Sí, majestad. La cena ya está servida en el comedor, señor. —Estupendo. Vamos, Comandante. —Será un placer. Estoy hambriento. Subieron las escaleras del palacio y llegaron al comedor azul y plateado después de pasar por el recibidor y el gran salón dorado. —¿A qué hora llega mañana la princesa? —quiso saber el Comandante antes de meterse en la boca un trocito de filete. —Pues, no me ha llamado aún. Supongo que por la mañana. —Estupendo, así podré verla durante todo el día. —Me complace que esté ansioso por verla. —¿Cómo no iba a estarlo? En cuanto la vi me encandiló. Fue como si me hechizara. —Nunca había escuchado un piropo dirigido hacia mi hija. Es extraño. —No entiendo el porqué. Pero, en fin, mejor para mí. No tendré que matar a ningún príncipe entrometido para ganar su mano. —Por supuesto que no. Mi hija sabe espantarlos muy bien ella solita. —Esa es mi princesa —dijo el Comandante orgulloso de ella. —Aún no, pero esperemos que pronto lo sea.   Capítulo 30   La cena ya se había acabado en la finca y todos estaban sentados a la mesa hablando. —¿Y de qué fiesta me has hablado esta mañana, cielo? —le recordó Rita a su marido. —De la boda de estos cuatro jóvenes —respondió Armando señalando a los capitanes y a las chicas. —¡Ah, genial! —exclamó Rita con la cara iluminada de alegría. —Bueno, ya es tarde. Deberíamos irnos a dormir —propuso el rey levantándose junto a su esposa—. Que durmáis todos bien. Subieron todos al piso bostezando y arrastrando los pies cansados. —¿A quién le toca hacer guardia? —inquirió Lysander desperezándose. —A mí —contestó Bastiaan. —Bien. Otra noche que puedo dormir. Alysa se dirigía a la habitación que le habían asignado cuando Bastiaan la paró. Todos se fueron y el capitán la acercó a él para abrazarla. —¿Estás bien? —quiso saber el capitán en un susurro al oído. —Sí. ¿Por qué? —No sé, pareces triste. —Pues, no lo estoy. Estoy feliz de estar aquí… contigo. El capitán le enmarcó la cara con sus grandes y callosas manos, la miró fijamente a los ojos y le dijo: —Y yo —la besó suavemente. Lentamente, saboreándola. —¿Qué pasará si nunca derrotáis al Comandante? —le preguntó con los ojos cerrados. —¿Por qué te empeñas en decir siempre que no lo derrotaremos? ¿Tan poco confías en nosotros? —le susurró un poco indignado. —No, no es eso. Es que, bueno…, no estoy segura de querer derrotarle. Sé que nos busca para matarnos y todo eso, pero… no me veo preparada para ser de verdad la princesa. No conozco la ciudad ni tampoco a sus habitantes. Soy una completa extraña para ellos. —No es solo eso, ¿verdad? —le afirmó el capitán sentándola en su regazo. —¿Qué? —Que no es solo eso lo que te preocupa. Hay algo más, pero no consigo saber qué es. Cuéntamelo. —En el supuesto de que derrotemos al Comandante, ¿crees que mis padres organizarán una fiesta para buscarme un príncipe o dejarán que yo misma elija? —le confesó un poco avergonzada. —Eso sería mejor que se lo preguntaras a ellos. Aunque te diré que si intentan buscar un príncipe voy a tener que secuestrarte —le contestó acariciándole el rostro y secándole una lágrima que le resbalaba por la mejilla. Alysa le sonrió, aunque no llegó a sus ojos, le dio un beso y se levantó de un salto. —Será mejor que me vaya. No quiero distraerte mientras haces guardia. —Yo nunca me distraigo —respondió con arrogancia. La princesa abrió la puerta de su habitación, entró y la cerró despacio para no despertar a su amiga. Bastiaan se quedó sentado en el sofá, mirando al techo pensativo. ¿Tendría la princesa razón? ¿Los reyes le buscarían un príncipe para desposarla? Si lo tenían en mente él no se quedaría de brazos cruzados. No la dejaría ir tan fácilmente. Tendrían que pasar por encima de su cadáver para casarla con otro hombre que no fuera él. *** El capitán Corban entró en el bar donde había quedado con su detective, se sentó enfrente del hombre y la camarera se acercó a él. —¿Qué le pongo? —le preguntó la chica con coquetería. —Una cerveza, por favor —el capitán volvió toda su atención al detective—. ¿Qué has descubierto? —Sé dónde están escondidos. —¿En la superficie? —Sí, a las afueras del pueblo. —¿Alguien más lo sabe? —La camarera llegó con su cerveza—. Gracias. —No, solo nosotros. —Bien, quiero que siga siendo así. Ya sabes qué hacer. El hombre le asintió, se levantó y desapareció delante de los ojos del capitán. —No debería hacerlo delante del pueblo —le dijo a la nada dando un sorbo a la cerveza—. Y, como siempre, me toca pagar a mí. La cuenta, por favor —le pidió a la camarera levantando la mano.  *** Bastiaan estaba sentado en el sofá cuando escuchó un ruido proveniente del pequeño bosque que bordeaba la finca. Se levantó del asiento y se acercó a la ventana. Cogió unos prismáticos de la mesita que había al lado y miró hacia donde se había escuchado el extraño ruido. Miró detenidamente entre los árboles, pero no vio nada. Dejó los binoculares en su sitio y volvió al sofá.     Capítulo 31   La noche pasó en un suspiro y el sol empezó a asomar por el horizonte. Armando subió al piso alquilado y llamó al timbre. —Buenos días, Aquiles —le dijo al capitán cuando éste abrió la puerta. —¿Qué tal la noche? —Estupendamente bien —le contestó con una sonrisa de oreja a oreja el anciano. —Voy a llamar a los demás para que te ayuden. —De acuerdo. Ya saben dónde encontrarme. —Hasta luego. Armando se dio media vuelta, bajó las escaleras y salió de la casa. Bastiaan se acercó a la habitación de Lysander y el General, llamó a la puerta y esperó la respuesta. —¡Entra! —gritó su amigo desde la cama, medio dormido. —Despierta, hay que trabajar. —Ya voy. Se levantó de la cama trabajosamente y Bastiaan se tiró sobre ella bocabajo. Se quedó dormido al instante. Lysander despertó al General y salieron del dormitorio para dejar descansar a su compañero. —¡Lysander! —lo llamó Bastiaan. —Dime. —Echa un vistazo por el bosque. Anoche escuché algo, pero no vi nada. —Está bien. Me escaparé un ratito para echarle un vistazo. Descansa. Cerró la puerta despacio, se escondió un cuchillo en el calcetín y se fue a ayudar a Armando. *** Al mediodía, mientras todos estaban ocupados en sus quehaceres, Lysander se escapó para mirar en el bosque. Rastreó en la hojarasca y encontró algo: dos juegos de huellas que parecían que habían tenido una pelea. Buscó un poco más por esa zona y encontró sangre en el tronco de un árbol cercano. Continuó investigando, pero no había nada más. Las huellas se perdían a unos pasos más adelante. El capitán volvió a la casa, subió al piso y despertó a Bastiaan. —Despierta, tenemos que hablar. —¿Qué pasa? —preguntó adormilado. —Voy a llamar al General. Levántate y ve al salón, tengo noticias. Al escuchar esas palabras, el capitán se levantó de un salto y se dirigió al salón a toda velocidad. —¿Qué has descubierto? —inquirió Bastiaan intrigado. —Ayer hubo dos personas en el bosque. Se pelearon. Uno de ellos perdió mucha sangre, así que, sé con certeza que está muerto. —¿Tú no viste nada, Bastiaan? —lo interrogó el General. —No. Escuché un ruido y cuando miré no había nada ni nadie. —Qué extraño. Esta noche me quedaré de guardia contigo. Vigilaré el bosque —le dijo Lysander a su compañero. —¡Chicos, a comer! —gritó Rita desde la escalera. Los tres hombres bajaron de inmediato y se sentaron a la mesa. —¿De qué estabais hablando? —quiso saber el rey. —De nada. Estábamos pensando en hacer guardia esta noche, por si intentan robar —contestó Lysander mirando a Rita con una sonrisa. —No hace falta, muchacho —dijo Armando quitándole importancia. —¿Qué te robaron las últimas veces? —preguntó Bastiaan. —Nada importante. Comida, algunas gallinas, algunas cabras. Nada que no se pueda reemplazar. —Pero, aun así, estáis perdiendo dinero. Esta noche haremos guardia y si vienen a robar de nuevo, los estaremos esperando —apuntó Lysander dispuesto a entrar en batalla. —Como queráis, pero siempre vienen cuando no estamos. —Ya veremos —contestaron los capitanes y el General al unísono. *** Todos se fueron a dormir menos Bastiaan, Lysander y Altaír. Esa noche estaban dispuestos a averiguar quiénes habían estado escondidos en el bosque. —Vaya arriba a cuidar de los demás —le dijo Lysander al General mientras miraba por la ventana del salón más cercana a la chimenea. —¿A los demás o a mi hija? —le preguntó con una sonrisa. —A todos, señor, pero si le echa un poco más el ojo a su hija, mejor —le contestó con las mejillas un poco ruborizadas. —Tranquilo, lo haré —se iba a dirigir hacia las escaleras cuando volvió tras sus pasos— ¿La quieres de verdad? —No —esperó dos segundos—. Estoy enamorado de ella. General, quiero que sepa que cuando termine todo esto y ya no estemos en peligro, voy a pedirle a su hija que se case conmigo. Altaír abrió los ojos y la boca de par en par ante la confesión. —Capitán Lysander, tiene toda mi bendición para pedírsela. Me alegra que seas tú —le contestó abrazándolo como si fuera su hijo—. Sé que contigo está bien protegida. El General subió las escaleras, abrió la puerta y dio un salto cuando vio a su hija sentada en el sofá. —¿Qué haces aún despierta? —le preguntó. —No puedo dormir. ¿Va todo bien, padre? —Eso esperamos. No te preocupes, duerme tranquila. —Lo intentaré. Buenas noches, padre —le dijo dándole un beso en la mejilla. El General se acercó a la ventana para observar el bosque. Todo parecía tranquilo. Lo parecía, pero no lo estaba. Entre los arbustos, una sombra se movió. El General cogió la radio y llamó a los capitanes. —¿Qué ocurre, General? —inquirió Lysander. —Hay una sombra en los arbustos que dan al salón. Tened cuidado. Y, Lysander… —Ahora mismo lo miramos. ¿Sí? —Llámame Altaír. El capitán sonrió, cogió las armas y salió de la casa siguiendo a su compañero por la puerta de atrás. Bastiaan se fue por la derecha y su amigo por la izquierda. Se acercaron lentamente por ambos flancos y en silencio. Ya estaban cerca del arbusto. Sacaron las armas y apuntaron. Miraron detrás del seto los dos a la vez y no vieron nada. —Aquí no hay nada, Gene… Altaír. ¿Estás seguro de que era aquí? —le preguntó su yerno por la radio mientras observaba atento a su alrededor. —Claro. Aún no estoy ciego. —Pues, aquí no hay nadie. —Yo no diría eso —dijo Bastiaan arrodillado en la hojarasca—. Aquí ha estado alguien. Y parece que han forcejeado. —Esto cada vez se está poniendo más extraño. No me gusta nada, Bastiaan. Aquí está pasando algo. —Sí, pero la cuestión es, ¿el qué? —¿Podéis contarme qué ocurre? —pidió el General por la radio. —Sigue vigilando. Vamos a hacer una ronda. Si ves algo, avísanos —respondió Lysander empezando a caminar para bordear el bosque. La conexión se cortó y Altaír cogió los prismáticos para observar. Sabía que alguien estaba vigilándolos, pero ¿quién?   Capítulo 32   El sol comenzaba a elevarse y los capitanes seguían fuera de la casa haciendo ronda de reconocimiento por el bosque para encontrar a quien estuviera vigilando la finca o a ellos. No encontraron nada. Entraron en la casa y Armando y Rita ya estaban sentados a la mesa tomándose un café. —¿Qué tal la noche, capitanes? —les preguntó el anciano. —Bien. No ha habido contratiempos —respondió Bastiaan sentándose en la silla cansado. —Anoche escuché un ruido en unos matorrales, pero vi que eráis vosotros y no le di más importancia. ¿Visteis algo? —inquirió la anciana algo preocupada. —No. No había nada ni nadie. —Parece que este año nos toca a nosotros —apuntó Armando con un suspiro perezoso. —¿Qué os toca este año? —quiso saber Lysander confuso. —Desde hace unos años, casi siempre roban en la finca de al lado por esta fecha. Solo a ellos. Era muy raro, la verdad. —Pues, sí. No es normal que solo roben en una finca. ¿Y qué es lo que roban? —Barriles de vino. En el sótano tienen una bodega donde fermentan. Unos pasos se escucharon bajando las escaleras. Unos segundos más tarde, los reyes, el General y las chicas entraron en la cocina. —Buenos días —desearon uno a uno. —¿Cómo ha ido la vigilancia? —preguntó Alysa rodeando el cuello de Bastiaan con sus brazos y dejándole un beso en los labios. —Mucho mejor ahora. —No hemos visto nada —contestó Lysander antes de besar a Seema. —Id arriba a descansar para esta noche. Os llamaremos para almorzar —les dijo la reina. Los tres hombres asintieron y subieron sin rechistar. —Me parece que esta mañana estamos solos tú y yo, Armando —apuntó el rey. —No importa, nos las apañaremos. ¿Empezamos? —Cuando quieras. Salieron de la casa estirando los músculos y las articulaciones como si fueran a empezar a correr en una maratón. —¿Qué hacéis? —inquirió la reina estupefacta. —Estirar. Hay que calentar antes de dar de comer a los toros. Ya sabéis lo hostiles que pueden ser —respondió Armando. Las cuatro mujeres rompieron a reír a carcajadas. —Estos hombres… Son de lo que no hay —suspiró Rita. —¿Qué toca limpiar hoy, Rita? —preguntó Seema. —Pues, la verdad es que está todo limpio. Podríamos ayudar a los hombres ya que hay tres durmiendo. —No es mala idea. Nunca le he dado de comer a los animales —contestó la reina. —Vamos allá. Salieron de la casa y bajaron los tres escalones del porche. —Esperad —las paró Alysa dándose la vuelta para mirar a la anciana y a su madre— ¿Nosotras también tenemos que estirar? —La verdad es que no estaría mal. Solo por si acaso —Rita se rio acompañada de la reina y Seema—. Una ya no es una jovencita, ¿sabéis? Hicieron los estiramientos apropiados y continuaron hasta el establo. *** El Comandante se levantó de la cama con la primera luz de la mañana. No había podido dormir en toda la noche. Estaba completamente nervioso por ver de nuevo a la princesa Casia. Ya quedaban menos horas para verla. Estaba ansioso, impaciente. Nunca le había pasado algo así con una mujer. Ni siquiera con la reina Adrienne. Sus pensamientos fueron interrumpidos por unos golpes en la puerta. —¿Quién es? —preguntó. —Señor, la princesa ha llegado. El rey le espera en el comedor para desayunar —respondió un sirviente. —Ahora mismo voy. Se levantó de un salto, se vistió en dos segundos y salió corriendo hacia el comedor. El rey estaba sentado a la mesa, donde le servían el café. —Buenos días, Comandante. ¿Le han comunicado que ya ha llegado mi hija? —Sí, hace unos minutos. Ha llegado temprano, ¿no? —Sí. Me han dicho que la princesa del reino de Sur se ha tenido que ir urgentemente. —Bueno, ya ha llegado la hora —dijo el Comandante nervioso. —Tranquilícese, Comandante. Se pasa rápido el mal trago. —Ya. ¿Va a tardar mucho en bajar? —inquirió impaciente mientras no dejaba de mover las piernas. —No creo —le dijo con una sonrisa. Pasaron quince minutos y la princesa aún no había bajado. —¿Le habrá pasado algo? —interrogó el Comandante preocupado. —No. Se estará arreglando para su invitado. —¿Su invitado? —rugió el Comandante furioso. —Usted, Comandante. Es su invitado. Se está arreglando para usted. Desayune tranquilo. El Comandante se llevó la taza llena de café a los labios y escuchó abrirse la puerta a su espalda. Dejó la taza temblorosa en el pequeño plato y esperó a que la persona que había entrado se sentara a la mesa. Cerró los ojos y escuchó una voz. Una femenina, dulce y melodiosa. —Buenos días, padre —dijo la voz. —Buenos días, hija. Comandante, aquí la tiene —la presentó el rey dando la vuelta a la chica para que su invitado la viera. El Comandante se levantó despacio y la contempló. —Pero ¿qué…?  —empezó a decir totalmente atónito por lo que veía. —¿Qué le pasa? —inquirió el rey Neo. —Esa no es su hija. —¿Perdón? —el rey se quedó sorprendido. —Que esa no es su hija. —¿Cómo qué no? —Pues, no. Su hija tiene el pelo dorado como el sol y los ojos verdes como el jade. Y ella no es así. Es totalmente lo contrario. —Comandante, creo que está confundido. Esta es mi hija desde que nació hace ya veinticinco años. —Pero si su hija es ésta, ¿con quién bailé yo en la fiesta? —Conmigo le aseguro que no, Comandante —contestó la muchacha. —Supongo que le entendí mal cuando me dijo quién era. —Entonces, ya no quiere la mano de Arabia, ¿no? —le preguntó el rey. —¿Arabia? —estaba desconcertado. —Mi hija —respondió Neo sin comprender nada en absoluto. —¿Su hija se llama Arabia? —Sí, se lo puso su madre en paz descanse. —No entiendo nada. La chica me dijo que era la hija del rey Neo y que se llamaba Casia. ¿Por qué iba a mentirme? —quiso saber el Comandante completamente perdido. —Pues, no lo sé. —A lo mejor se lo dijo para deshacerse de usted. Yo suelo hacerlo algunas veces —contestó Arabia. El Comandante la miró. La verdad es que ella tampoco era fea. Morena, con unos ojos castaños hechizantes, con buena planta, bastante alta y unas pequeñas pecas en la nariz que le hacían más bella. De repente, lo comprendió todo. —Majestad, alteza, van a tener que disculparme. Tengo que irme inmediatamente. Encantado de haberla conocido —le dijo a la princesa dejándole un pequeño beso en la mano y haciéndole una reverencia—. Adiós. —Que le vaya bien, Comandante —le deseó el rey antes de que desapareciera. —¿Qué ha pasado, padre? —preguntó la muchacha confundida. —No tengo ni idea, hija. El Comandante vino ayer para verte. Le dije que no estabas y quiso quedarse a pasar la noche. Estaba muy nervioso porque iba a pedirte que te casaras con él —le explicó. —¡¿Qué?! —gritó horrorizada. —Sí, hija. Como lo oyes. Me dijo que te conoció en el baile de máscaras y que se quedó prendado contigo. —Pero padre, ¿estabas de acuerdo en que me casara con él? —Hija, si no puedes con tu enemigo, únete a él. —Pero no tanto, padre. Si me lo hubiera propuesto lo habría rechazado. —¿Por qué? No entiendo por qué no tienes más pretendientes. Eres guapa, tienes buen cuerpo y nadie puede resistirse a esos ojos castaños. —Padre, sabes que quiero casarme con un hombre del que esté enamorada —se acercó a una silla y se sentó—. Recuerda lo que te dijo madre antes de morir. —Lo sé, lo sé. Pero es que a este paso no vas a casarte nunca. —Puede que estés equivocado, padre. Ya le he echado el ojo a un hombre que me corresponde. —Eso es genial, hija mía —celebró el rey entusiasmado y sentándose al lado de ella. —Sí, pero no podemos hacerlo público aún. —¿Por qué no? No será casado, ¿verdad? —preguntó preocupado. —No. Es un poco complicado, padre. No te preocupes. Es soltero como yo, pero trabaja para alguien que no debe saber que nos queremos. Al menos, de momento. —¿Para quién trabaja? —Te lo digo si lo mantienes en secreto, por favor. Prométemelo. —Lo prometo con el corazón —contestó dibujándose una cruz en el corazón con los dedos—. Nunca haría nada que te pusiera en peligro o te hiciera daño. —Lo sé, padre —lo abrazó, acercó la boca a su oreja y le susurró el secreto. Se lo contó casi todo. —Hija mía —le dijo abrazándola con fuerza—. Tienes buen ojo para los hombres, como tu madre. —Gracias, padre. Capítulo 33   El Comandante apareció delante del capitán Corban, estaba sentado a la mesa de la cocina desayunando. —Capitán, las hemos tenido delante de nuestras narices y no nos hemos dado cuenta. —¿De quién está hablando, señor? —le preguntó el capitán tragando el bocado que tenía dentro de la boca. —¡Las ratas! Estaban delante de mí y no me di cuenta. Me engañaron. Me hicieron creer que eran unas invitadas más, y una de ellas me dijo que era la princesa del reino del Norte. ¡Me mintió! —¿Me está hablando de la princesa y la hija del General? —inquirió el capitán sin entender nada de los balbuceos del Comandante. —¡Sí! ¿Quiénes van a ser? Ahora sé por qué me sonaban tanto los ojos de la “princesa Casia”. No se llamaba así, era la princesa Alysa. Y la amiga seguro que era la hija del General —¿Cómo se me han podido escapar de entre los dedos?, pensó enfadado consigo mismo. —Habrá que aumentar la guardia. ¿Cómo habrán podido entrar? Todos los pasadizos están vigilados —dijo el capitán Corban desconcertado. —No lo sé. A lo mejor han matado a alguno de los guardias. —Imposible. He hecho recuento y están todos. No me falta ninguno. —Pues, no me lo explico. A no ser que… —se quedó callado pensando. —¿A no ser qué, señor? —quiso saber el capitán intrigado. —A no ser que tengan un espía. La cuestión es ¿quién? El capitán se encogió de hombros y le dio el último bocado a la tostada. —Hay que averiguarlo. Quiero que pongan micrófonos por todo el palacio —le ordenó el Comandante. —¿El palacio entero, señor? —Sí. No quiero que haya ninguna sala o habitación sin micrófonos. —Está bien. Mandaré a alguien para que los instale ahora mismo. —Bien. Avísame cuando estén todos listos. —Así lo haré, señor. El Comandante desapareció para llegar a sus aposentos. La próxima vez que lo intenten estaré preocupado. En cuanto al espía, haré que lo cuelguen por traición, pensó mientras se cambiaba de ropa furioso. *** Los dos capitanes y el General se despertaron a la hora del almuerzo. Bajaron a la cocina y todo estaba preparado para comer. —¿Por qué no nos habéis despertado antes? —preguntó Altaír sentándose en una silla. —Lo hicimos, pero volvisteis a dormiros —contestó Rita pasando los platos con la comida. —Por lo que parece estábamos cansados —respondió Bastiaan. —¿Esta noche también vais a vigilar? —inquirió Seema. —Por supuesto. No pararemos hasta que los detengamos —dijo Lysander. —¿Qué hay que hacer por la tarde, Armando? —quiso saber el General levantándose para llenar de nuevo su plato. —Pues, tengo que ir al pueblo a por algunas provisiones. —Puedo acompañarte si quieres. —No hace falta. No te lo tomes a mal, pero voy más rápido solo. —No te preocupes, me quedaré aquí. Armando asintió y se despidió hasta la cena. —Ten cuidado, cariño —le aconsejó su esposa viéndolo alejarse con la camioneta. —¿Te ayudamos en algo, Rita? —inquirió Alysa cuando la vio entrar por la puerta. —No, hija. Descansad. Ya no hay nada que hacer hasta la cena. Todos se sentaron delante de la televisión, cambiaron los canales, pero en ninguno ponía nada interesante. *** Las horas pasaron y la cena ya estaba servida cuando Armando apareció en la finca. Dejó la camioneta a un lado de la casa y entró cargado con las provisiones. —¿Qué tal la tarde? —quiso saber dejando las bolsas en la encimera. —Bien. Hemos jugado al bingo. Julian nos ha desplumado a todos —contestó su mujer señalando al General. —¿Jugaremos ahora otra vez? —preguntó el anciano haciendo pucheritos con la boca. —Si no es muy tarde sí —respondió Rita dándole un beso para que dejara de poner esa cara de niño bueno. —¿Cuántos años lleváis casados? —inquirió la reina con curiosidad. —Una eternidad —dijeron los dos felices. Cenaron en silencio y Armando se fue a por el bingo. —Tenemos que recuperar nuestro dinero, querida —le dijo a su esposa sentándose a su lado y preparando las bolas dentro del bombo. —Ya lo sé, cielo, pero Julian tiene mucha suerte. —Pues, esa suerte se le ha acabado ya —comenzó a girar el bombo cuando ya estaban todos los cartones repartidos y cantó los números—. El quince, la niña bonita. Empezamos bien. El veintidós, los dos patitos. Con cada número hacía una rima o sugerencia. Todos se reían a carcajadas cuando un objeto volador no identificado atravesó el cristal de la ventana del salón. Los capitanes y el General se levantaron al unísono sacando las armas que llevaban escondidas bajo las ropas. —¡Al suelo! —gritó Altaír yendo a gatas hasta la ventana rota. —Es una bomba de gas, Bastiaan —le susurró Lysander. —¡General! ¿Ve a alguien? —preguntó Bastiaan gateando hasta la puerta trasera. Altaír levantó un poco la cabeza, lo justo para mirar por la ventana. A lo lejos, en el borde del bosque, había un hombre agazapado con un rifle. —Solo veo a uno. Tiene un rifle. —Vale. Escuchadme —les dijo Lysander a los civiles—. No quiero que ninguno se levante. No os pongáis a la vista en ningún momento. ¿Me habéis entendido? Todos asintieron asustados. Bastiaan agarró el pomo de la puerta y Alysa gritó: —¡¿A dónde vas?! No puedes salir ahí. Te disparará. —No, no lo hará. No podrá verme. Quédate dentro de la casa y agachada. No tardaré en volver —miró a su compañero y salió por la puerta haciéndose invisible al poner un pie en el primer escalón. Lysander lo relevó en su puesto para cubrirlo. —¿Ve a alguien más, General? —Por aquí no. —Por aquí tampoco. Voy por delante —se encaminó hacia la puerta principal a rastras, levantó la cabeza y se volvió a agachar—. ¡General! Por aquí tengo a tres. En cuanto dijo la última palabra, las balas comenzaron a volar por todo el salón. Iban a acribillarlos.  No había dudas de que eran hombres del Comandante. Si así era, y estaba convencido de que sí, el Comandante no tardaría en llegar para llevarse a las chicas. Lysander se arrastró hasta la cocina, donde estaba Seema acurrucada junto a su amiga. —Seema, escúchame. Mírame —le dijo enmarcándole el rostro. La chica lo miró con los ojos rojos, llenos de lágrimas y la cara descompuesta. —¿Crees que podrás hacerte invisible? —No. No voy a esconderme y dejaros aquí solos —contestó ella acongojada. —Seema, contéstame. —Creo que sí, pero no os voy a dejar solos. Viene a por mí. Me quiere a mí —le dijo llorando a lágrima tendida. —Quiero que te hagas invisible y que le hagas invisible a los demás. —¡¿Qué?! Eso no sé hacerlo. —Es lo mismo. Que se den las manos, es más fácil. Cuanto tú desaparezcas ellos también lo harán. —Pero… —Seema, tienes que hacerlo. No quiero que os hagan daño y, menos, a ti. —¿Y qué hago cuando lo consiga? —Irte. Esconderos donde estéis a salvo. Los disparos cesaron. El General se asomó por la ventana. —Estamos rodeados. No creo que podamos con ellos. Son demasiados. Lysander bajó la mirada, pero volvió a alzarla para observar a Seema. Si iba a morir, al menos se iría con un buen recuerdo. Estaba a punto de besarla para despedirse de ella, pero de repente, una voz grave le paró en seco. —¡Será mejor que salgáis! ¡Estáis rodeados! ¡No tenéis escapatoria! —gritó la voz. Alysa se acercó a la ventana del salón agachada y miró. Conocía esa voz. Le daba escalofríos cada vez que la oía. Sabía de quién era, pero quería cerciorarse. Y lo hizo. Confirmó lo que ya suponía. ¿Dónde estás, Bastiaan?, pensó mientras volvía con los demás. —¿Quién es ese hombre? —preguntó Armando abrazando a su esposa. —El Comandante —contestó la princesa. Lysander cerró los ojos para pensar. ¿Qué podían hacer? Estaban rodeados y solo eran dos para poder pelear. Bastiaan estaba fuera, pero no podría con todos él solo. Si le diera alguna señal de dónde estaba, a lo mejor podría ocurrírsele algo. —¿Se le ocurre algo, General? —No, muchacho. No vamos a tener más remedio que pelear y morir en el intento o entregarnos y morir más tarde. La voz volvió a hablar, esta vez un poco más cerca. —¡Salid de la casa desarmados! Lysander se acercó a la ventana del salón y le respondió a la voz. —¿Qué pasa si no salimos? —¡Qué mataré a tu amigo! —respondió el Comandante. El capitán echó un vistazo y vio a Bastiaan tirado en el suelo inconsciente. Alysa se acercó a la ventana para mirar, pero el capitán no la dejó. —¡Déjame verle! —le gritó intentando zafarse de su agarre. —Tranquila, no está muerto. Solo está inconsciente. —Tenemos que salir a por él —le dijo llorando. —Y lo haremos, pero déjame pensar en cómo. Alysa se derrumbó llorando en el suelo con Seema consolándola. Lysander se fue a la ventana, al lado de la chimenea para hablar con el General. —La situación es muy mala. Matará a Bastiaan si no salimos —el capitán seguía mirando el cuerpo inconsciente de su amigo. —Pero también lo hará si salimos. No se me ocurre nada, muchacho. —Quiere los anillos y a las chicas —pensó en voz alta el capitán mirando hacia la cocina, donde había dejado a Seema junto a la princesa—. General, ¿dónde está su hija? —Pues, debajo de la… No está. ¿A dónde ha ido? —inquirió preocupado. —¡Ares! —le gritó Armando desde la otra ventana del salón con una escopeta en las manos. Lysander lo miró—. Deberías ver esto. Se acercó a la ventana y miró la escena horrorizado. —Pero ¡¿qué están haciendo ahí?! ¡No! El General se acercó a echar un vistazo y se quedó pálido, casi traslúcido. —¡Quieto! No —paró al capitán antes de que abriera la puerta de la casa y se expusiera a la amenaza. —¡No voy a dejar que se las lleve! —le gritó Lysander. —Ellas lo han querido así. Quieren salvarnos a todos. —Sabes que eso no va a pasar. En cuanto se las lleve nos matará a todos. —Ya lo sé, pero ellas no. —Ares, Julian, me parece que tenemos otro problema. Ya sé que estoy viejo y mi vista no es lo que era antes, pero creo que eso de allí, en el bosque, es un lanzamisiles, ¿verdad? Los dos hombres miraron hacia donde el anciano les indicaba. Tenía razón, lo era. Los iba a hacer volar en pedazos. —Armando, dime que tienes un bunker para emergencias, por favor —le dijo el capitán con los ojos casi fuera de las cuencas. —Sí, lo tengo. —¿De verdad? —preguntó sorprendido por la respuesta. —Pues, sí. Y está lleno de provisiones. Mi mujer es un poco paranoica. —Bien. Métanse dentro todos. Yo voy a ir a por Bastiaan y nos vemos allí. El General y Armando asintieron y se fueron con los reyes y Rita al bunker del sótano. Lysander se preparó para transportarse en cuanto el Comandante se fuera. *** El Comandante estaba de pie delante de la casa esperando a que las ratas salieran del barco hundido. Por la parte izquierda vio aproximarse a dos siluetas hacia él. Al instante, las reconoció. —Bien, veo que habéis entrado en razón —les dijo a las recién llegadas—. ¿Tenéis los anillos? Las dos siluetas levantaron las manos para mostrarlos. —Estupendo. ¿Nos vamos? —inquirió el Comandante ofreciéndoles las manos. No tuvo respuesta, solo un asentimiento de cabeza lento y triste. El hombre las agarró de las manos y desapareció con ellas en un abrir y cerrar de ojos. —¡Ya sabéis qué hacer! —Gritó el teniente al mando al irse el Comandante—. ¿Preparados? Apunten. Lysander apareció delante de las narices del teniente, agarró a Bastiaan por el brazo y desaparecieron los dos en milésimas de segundos. —¡Disparad! Los misiles salieron a toda velocidad y estallaron haciendo añicos la casa de Rita y Armando. —¡Alto el fuego! —el humo dejó ver los restos de la casa en llamas. Una sonrisa se dibujó en los labios del teniente—. ¡Nos vamos! —ordenó desapareciendo con todos sus hombres.   Capítulo 34   La casa estaba en silencio cuando Bastiaan recobró la consciencia. —¿Qué ha pasado? —preguntó sin saber dónde estaba y tocándose con la mano en la nuca. La cabeza le dolía. —Nos han atacado. Han volado la casa —contestó Lysander dando vueltas por el bunker, nervioso. —¿Dónde estamos? —En el bunker de Rita y Armando. Por suerte para nosotros tienen uno. Bastiaan se incorporó y buscó a Alysa. —¿Dónde están las chicas? —Se han entregado. Se fueron con el Comandante. —¡¿Qué?! No es momento para hacer bromas, Lysander. —No estoy bromeando. Se fueron con él para salvarnos a todos. —Tenemos que ir a por ellas —dijo el capitán poniéndose de pie con cuidado. —¿Crees que no lo sé? ¿Cómo entramos sin que nos vean? Todos los pasadizos están vigilados. —Pues, algo hay que hacer. Si consigue el tridente, las chicas ya no le harán falta y las matarán. La reina se echó a llorar en los brazos de su marido al recibir ese cubo de agua fría que le hacía regresar a la realidad de lo que pasaba. —Tenemos que conseguir hablar con nuestro espía. Es nuestra única esperanza. Unos pasos se escucharon sobre los escombros de la casa. Todos se quedaron callados agarrando cualquier cosa que les sirviera como arma. —¿Hola? ¿Hay algún superviviente? —gritó una voz masculina—. ¿Hola? ¿Capitanes? ¿General? ¿Majestades? ¿Me oye alguien? ¡Soy amigo, no enemigo! Me envía su espía —bajó la voz—. ¿Cómo me dijo que le dijera? —pensó unos segundos—Ah, sí. ¡Me envía C! ¿Me escucha alguien? Al oír el nombre de quién lo enviaba, los capitanes se miraron anonadados. Guardaron las armas, no mucho, por si acaso, se acercaron a la puerta del bunker y la abrieron poco a poco. —¿Hola? —gritó otra vez la voz masculina. El suelo bajo sus pies tembló y unos cuantos escombros cayeron a los lados de lo que parecía una puerta. Se llevó la mano a la pistola y esperó a que alguien saliera. Bastiaan fue el primero en salir. El hombre suspiró aliviado al verlos con vida a todos y los ayudó. —Capitán Bastiaan —lo saludó ofreciéndole la mano. —Detective. No sabía que trabajaba para C. —No es bueno que lo sepan. Los dos nos meteríamos en problemas. —¿Por qué le ha enviado? —Para ayudarlos, por supuesto. Me ha dado indicaciones de cómo entrar en palacio sin ser vistos u oídos. —Bien. ¿A qué estamos esperando? —preguntó Lysander cargando la pistola. —Hay que poner a los reyes a salvo. Y a esas personas, también —dijo señalando a los ancianos. Se pusieron en marcha y dejaron a los reyes escondidos y a salvo junto a Rita y Armando en la oficina del detective. —No tardaremos en volver con vuestras coronas, majestades —los informó el detective antes de cerrar la puerta de la oficina con la llave. —Bien, guíanos —le apremió los capitanes al unísono terminando de colocarse la funda de la pistola en el cinturón. Los cuatro hombres entraron por un pequeño foso de piedra que daba al sótano de la cocina de palacio. El detective les entregó uniformes de soldados, los básicos pantalones de camuflaje azul y una chaqueta del mismo color. Les hizo señas para que no hablaran. Había micrófonos en todo el palacio y el Comandante los oiría. —Las chicas estarán en la sala del tridente —supuso Bastiaan mediante signos. —Vamos allá —respondió el detective terminando de ajustarse el cinturón y poniéndose en marcha. Salieron al pasillo y caminaron hasta las puertas dobles de la sala del tridente. Apoyaron la oreja en las puertas y escucharon. —Me alegra veros aquí. Seréis los primeros testigos de mi dominio y mi poder —les anunció el Comandante a las chicas—. Entregadme los anillos. Las chicas se quitaron las alhajas y, con lágrimas en los ojos, se los entregaron. El Comandante se alejó de ellas y se dirigió al altar del tridente para ponerlos en sus respectivos lugares. El altar rectangular de mármol blanco, con intrincados dibujos y varias ranuras no parecía guardar nada. Los anillos se iluminaron dejando ver una inscripción que tenía que leerse para poder coger el tridente y no morir en el intento. —Bien, joya mía —llamó a Seema—. Lee la inscripción. —Cuando sepa que todos están vivos —contestó la joven. —Tendrás que conformarte con mi palabra. Lee la inscripción si no quieres que cambie de opinión. Seema se levantó despacio con los ojos llorosos e hinchados y las piernas temblándoles como si fueran gelatina. Se acercó lentamente hasta el altar, se agachó sentándose en los fríos y blancos escalones y leyó la inscripción para sí misma. —¡Léela ya! —le gritó el Comandante perdiendo la poca paciencia que tenía. —Ya va. Tengo que leerlo primero en mi cabeza. —Pues, termina ya. Seema siguió leyendo y abrió los ojos como platos cuando llegó a una parte muy interesante. —Vale, ya está —dijo la joven levantándose. —Hazme el hombre más poderoso del mundo —le dijo poniendo los brazos en cruz y cerrando los ojos. La muchacha comenzó a leer en sirenio antiguo y, poco a poco, la parte de arriba de la gran piedra rectangular se fue abriendo. El tridente salió de la gran caja iluminado como el sol. Ya estaba a punto de terminar de leer el texto. El Comandante se acercó lentamente subiendo los escalones de mármol blanco y dorado. Iba a coger el tridente, pero de repente, las puertas dobles se abrieron dejando paso a los dos capitanes, al General y al detective. —¡No lo haga, Comandante! —gritó Altaír apuntándolo con la pistola. —¿Crees que vas a poder impedírmelo? —contestó acercando más la mano al tridente. Bastiaan disparó e hizo que el Comandante alejara la mano. —¡Guardias! —vociferó furioso. Los soldados entraron en la sala por las cuatro puertas dobles que daban a ella, con el capitán Corban en cabeza. Los rodearon apuntándolos con las armas. —Creo que estáis en desventaja, General —les anunció el Comandante sonriendo con orgullo. —¡Soltad las armas! —les ordenó el capitán Corban. —Ya habéis oído. ¿A qué estáis esperando? —les preguntó el Comandante. Los capitanes se miraron y dejaron caer las armas. El General y el detective los imitaron y levantaron las manos en señal de rendición. —Muy bien. Por una vez en vuestra vida habéis hecho la elección correcta —los felicitó el Comandante subiendo de nuevo los escalones—. Vais a ser todos testigos de cómo me convierto en el hombre más poderoso de todo el planeta. —Comandante, yo que usted no lo haría —le aconsejó el capitán Corban. —¡Cállate! ¡Vigílalos! —le ordenó tajantemente. El capitán se calló y volvió su atención a los prisioneros. Miró a Bastiaan y a Lysander, al General y al detective guiñándoles un ojo. —Aún no, esperad —les articuló con la boca en silencio. —Comandante, ¿cómo puede hacerle esto a su pueblo? Y, sobre todo, ¿cómo puede hacerle esto a su hermano, el rey Tyronne? —le inquirió Altaír sin poder comprender lo que le pasaba a ese hombre por la cabeza para llegar a hacer algo tan despreciable. Alysa y Seema abrieron los ojos de par en par, desconcertadas y sorprendidas. ¿El Comandante es el hermano del rey? —¿El hermano de mi padre? —dijo Alysa perpleja por la inesperada noticia. —¿Y puede decirme qué es lo que me ha dado mi pueblo o mi hermano para ofrecerles mi lealtad? ¿Mi admiración? ¿Mi vida? —respondió el Comandante enfadado, ignorando por completo a su sobrina. —Todos le queríamos, Comandante. —¡No! Me tienen miedo. Y, ahora, lo tendrán con razón —el Comandante puso la mano en el mango dorado del tridente. Éste se iluminó aún más deslumbrándolos a todos. —¡Comandante! ¡Debería saber que el tridente solo puede ser utilizado por un descendiente varón del dios Poseidón! —le gritó Seema. —¿Y por qué siento el poder entrando en mí? —contestó con una gran sonrisa en la cara. —No es el poder precisamente lo que está entrando en su cuerpo. El hombre rio, pero de pronto, empezó a marearse y a caer al suelo. —¿Qué está pasando? —Preguntó con miedo en los ojos mientras sus pies se convertían en agua—. ¿Qué es esto? —Está siendo convertido en agua, Comandante —respondió la chica. —Dentro de unos minutos solo será un charco que deberá ser limpiado en esta sala —añadió Corban. —Pero ¿qué…? ¿Cómo sabes tú eso? —Porque yo soy el descendiente varón del dios Poseidón, hijo de Alina y Altaír, hermano de Seema y General del ejército del reino del Norte —respondió Corban guardando el arma en su funda. —¡Soldados, acabad con ellos! —ordenó el medio cuerpo del Comandante. —No aceptan sus órdenes, solamente las mías. Son mis hombres. Y, usted, Comandante —le dijo acercándose a él despacio—, es una cabeza parlante que se aguará en apenas unos segundos. —Tú eras el espía. Tú los ayudaste a entrar el día de la fiesta de máscaras. Me has engañado y traicionado. —Correcto, pero no le he traicionado. Nunca dije que estaba de acuerdo con usted. Solo soy parte de su ejército. Y tenía que serlo si quería que confiara en mí. Y no le debo lealtad. Mi lealtad está con el rey Neo, rey del reino del Norte. Ya solo quedaban los ojos del Comandante por desaparecer. Corban se dirigió hacia uno de los soldados. —Llamad a una limpiadora. Que limpien este charco cuanto antes —volvió su atención a los prisioneros—. Padre —le dijo al General abriendo los brazos para darle un gran abrazo. —Cuanto me alegro de verte, hijo. Así que eres el General del rey Neo —le dijo abrazándolo orgulloso de él—. ¿Por qué no me dijiste nada? —La verdad es que no eres muy bueno guardando secretos, padre. —Muy gracioso. Un poco de respeto —le regañó despeinándolo divertido. Corban miró a Seema con una gran sonrisa. —Hola, hermanita. Encantado de conocerte. La chica le sonrió y se tiró a sus brazos. —Padre, ¿por qué no me dijiste que tenía un hermano? —inquirió sorbiéndose la nariz. —Lo siento. Estaba ocupado manteniéndote a salvo —contestó Altaír abrazando a sus dos hijos. Alysa vio a Bastiaan y corrió hacia él. —¿Estás bien? —le preguntó el capitán examinándola en busca de heridas. —Sí —respondió la princesa dejándole besos por toda la cara—. Me asustaste. Creí que estabas muerto. —No lo estaba. —Es un bonito reencuentro, pero deberíamos ir a por los reyes para devolverles el trono —propuso el detective un poco empalagado por tanta ternura y alegría familiar. —Tiene razón. Es hora de celebrarlo —dijo Altaír. Salieron escoltados por los hombres del general Corban y llegaron a la oficina del detective donde estaban encerrados los reyes con Rita y Armando. —¿Qué ha pasado? —quiso saber el rey cuando la puerta se abrió. —El Comandante ha sido derrotado, majestad —le informó BAstiaan con la alegría reflejada en sus ojos negros. Los ancianos se levantaron. —¿Eso significa que podemos salir de aquí? —preguntó la anciana. —Sí. Os llevaré de vuelta a la finca —les dijo Lysander. —No lo harás —respondió la reina—. Se quedarán aquí. En isla Sirena con nosotros, si ellos quieren, claro. —Pero nosotros no somos como ustedes, Dafne —aclaró la anciana. —Adrienne, mi nombre es Adrienne. Y da igual que no seáis como nosotros. Estaréis aquí hasta que os llegue la hora de iros para siempre. Es lo único que podemos hacer después de que hayáis perdido vuestra casa por nuestra culpa. —Majestad, si me permitís la interrupción —comenzó a decir Corban—. Yo podría hacerles como nosotros si ellos aceptan el compromiso. —¿El compromiso? —preguntó el rey. —Sí. Bueno, más bien es un juramento. Juran que no subirán a la superficie, que mantendrán en secreto sus poderes y que no traicionarán a la corona. Si están de acuerdo con eso puedo hacerles habitantes de Isla Sirena para siempre. Los dos ancianos se miraron sorprendidos. —Sí, sí. Queremos. Lo juramos. Lo prometemos. —Todo lo que ha dicho ella —añadió el anciano. —En ese caso, si sus majestades también dan su consentimiento, mañana mismo lo haremos —dijo Corban. —Damos nuestro consentimiento —pronunció la reina abrazando a Rita con ternura. —Esto hay que celebrarlo. Mañana haremos una gran fiesta —informó el rey saliendo de la oficina y dirigiéndose al palacio para empezar los preparativos. *** Esa noche fue la primera en dieciocho años que los reyes pudieron dormir totalmente relajados. Nadie los vigilaba ni los seguían ni querían matarlos. Dormían en su cama, a la que tanto habían echado de menos. Habían ordenado quitar las cámaras de seguridad y los micrófonos de todo el castillo y de encarcelar a los mercenarios que habían ayudado al Comandante. Alysa había pedido que Seema durmiera con ella en su nueva habitación, aunque, en realidad, no durmieron nada. Estaban demasiado alegres para desperdiciar las horas durmiendo. Altaír, Bastiaan y Lysander ocuparon sus puestos al mando del ejército del rey y regresaron a sus aposentos. A Rita y Armando lo hospedaron en una de las habitaciones del palacio. Lujosa, cómoda y sin preocupaciones de que les robaran por la noche.    Capítulo 35   El día comenzó y todos estaban nerviosos. El rey ultimaba los preparativos para la fiesta, la reina escogía los atuendos de la princesa, de Rita, de Armando, del rey y de Seema. Las invitaciones fueron enviadas y contestadas lo más rápido que pudieron. Todos los reinos asistirían incluido el rey Neo y su hija. *** La hora de la fiesta llegó sin que se dieran cuenta y Alysa terminó de prepararse. Bajó la escalera que daba al salón de baile, ataviada con el vestido que su madre había escogido para la ocasión. Bastiaan estaba al pie de las escaleras, esperándola con su traje de gala azul marino y rojo y con todas las medallas que había ganado durante su trayectoria en el ejército. Se quedó paralizado al ver lo hermosa que su princesa bajaba las elegantes escaleras. —¿Qué haces aquí? ¿No deberías de estar al mando del ejército? Hay una fiesta, mis padres necesitan más protección —le dijo la chica parándose en el último escalón para quedar a la misma altura que él. —Tus padres me dijeron que me necesitaban aquí. Acompañándote. No me han dicho para qué. —En ese caso, acompáñame hasta mi sitio. Estos tacones y yo no nos llevamos muy bien. —Con mucho gusto —una sonrisa seductora se instaló en los labios del capitán. La muchacha lo agarró del brazo y caminaron hasta la silla del trono reservada para la princesa. Todos los invitados los observaban. Le tocó el turno a Seema. Bajó las escaleras despacio, temerosa de caerse y hacer el ridículo delante de la gente. Al pie de las escaleras, vestido como un príncipe, Lysander la esperaba y la acompañó hasta la silla que habían reservado para ella a la derecha de la princesa. —Antes de empezar la fiesta, quiero anunciar tres cosas —anunció el rey levantándose con una copa de champán en la mano—. La primera es que dentro de unos minutos tendremos dos habitantes nuevos en la isla, Rita y Armando. Os deseo a los dos que esta nueva vida que vais a empezar sea mejor que la anterior y que, si alguna vez necesitáis escondernos otra vez, vosotros estéis allí para ayudarnos —los invitados aplaudieron riendo—. La segunda cosa es que tengo que anunciar una boda. La boda entre mi capitán Lysander y la hija de mi gran amigo Altaír, Seema. Los aludidos se miraron totalmente cogidos por sorpresa y se sonrieron. El capitán se inclinó hacia la chica y la besó. Los invitados estallaron en vítores y aplausos. —Y la última cosa, aunque no por ello la peor, es anunciar el compromiso de mi hija, la princesa Alysa. Tenía pensado que se casara con un príncipe, pero mi esposa me ha hecho cambiar de opinión. Los dos hemos decidido, y estoy seguro de que ella no pondrá ninguna resistencia, que se case con… —se paró. Quería dejarlos con la intriga. —¿Con quién? —preguntaron los invitados. —Con… ¡El capitán Bastiaan! —¿De verdad, padre? —inquirió Alysa levantándose de un salto. —Siempre y cuando ambos queráis. La princesa miró al capitán, se dedicaron una sonrisa y la chica saltó a sus brazos. —Tomaré eso como un sí. Y, ahora, ¡que empiece la fiesta! —gritó el rey levantando la copa y bebiendo de ella. —Tenías razón —le dijo Bastiaan a la princesa. —¿En qué? —Tu padre tenía pensado en buscarte un príncipe. —Sí, pero mi madre ha sido más sensata. A lo mejor te escuchó cuando dijiste que me secuestrarías —la princesa lo besó mientras bailaban agarraditos en medio de la pista. Dos canciones después, el rey se levantó de nuevo. —Es la hora. Acompañadnos a la sala del altar, por favor —bajó del trono ayudando a su esposa y se dirigieron a la sala del tridente. El general Corban estaba ya dentro preparado con el tridente en la mano. —Acercaros, por favor —les dijo a los ancianos. Rita y Armando se acercaron cogidos de las manos y sonriendo felices, pero nerviosos. —Arrodillaros. ¿Juráis no subir a la superficie, proteger nuestros poderes y a la corona para siempre? —les preguntó Corban. —Sí, lo juramos. —Por el poder que me ha dado mi antepasado el dios Poseidón, yo os declaro habitantes de Isla Sirena para toda la eternidad —contestó pasando el tridente por encima de sus cabezas. Una luz emanó de ambos ancianos elevándolos en el aire. Una ráfaga de viento atravesó la sala haciendo que la luz deslumbrara a todos los presentes. Cuando recobraron totalmente la vista, delante de ellos había un hombre y una mujer jóvenes. El hombre era alto, rubio, con los ojos castaños, muy corpulento y varonil. No había ningún rastro de arrugas en su piel. La mujer era pelirroja, con los ojos azules casi violetas como la medianoche, esbelta y muy femenina. —¿Cómo os sentís? —inquirió el general Corban. —Estupendamente. Vigorosos, jóvenes y felices —dijeron al unísono. —Bienvenidos, habitantes de Isla Sirena —los recibió el rey saludándolos. Los invitados parecían estar alucinando. Era la primera vez que veían una ceremonia y el poder del tridente en acción. Ahora entendían por qué el Comandante quería ese poder. La fiesta continuó hasta casi el alba, cuando ya solo quedaban unos pocos invitados por irse. —Os mandaré la invitación para las dos bodas a todos. Esperamos veros allí —les dijo el rey antes de que todos sus invitados se fueran. El rey Neo y su hija, la princesa Arabia, se acercaron a los reyes. Hicieron mutuamente una reverencia. —Yo también mandaré la invitación de la boda de mi hija pronto —les informó el rey Neo. —¿También va a casarse? ¿Con quién, princesa? —preguntó la reina curiosa. —Con el general Corban, por supuesto. En cuanto esté todo listo para la ceremonia os lo haré saber —respondió el rey Neo. —Estaremos esperando las noticias impacientes —le dijo el rey Tyrone con un apretón de mano. El rey Neo hizo una reverencia y salió del palacio acompañado de su hija y su ejército con el general Corban al mando. —Adiós, majestades —se despidió Corban antes de salir—. Adiós, padre. Ya te avisaré de la fecha. Hermanita, cuídate mucho. Capitanes. Lysander, protege a mi hermana. —No te preocupes, lo haré —se dieron la mano y el general se marchó. —Me parece mentira que estemos otra vez de vuelta, querido —dijo la reina abrazando a su marido. —A mí también. Después de dieciocho años, al fin volvemos a estar en nuestro hogar. Y con nuestra hija —contestó el rey abrazando a la princesa. —Deberíamos ir a descansar. El reino no se va a vigilar solo —apuntó Bastiaan. —Tiene toda la razón, capitán. Perdón, debería decir príncipe Bastiaan, ¿verdad? —puntualizó la reina con una gran sonrisa. —No. Me conformo con capitán, gracias —respondió quitándole importancia al nombramiento. —Lo siento, pero vas a tener que ir acostumbrándote. Aunque yo más bien le diría rey Bastiaan, querida —continuó el rey. —Dejadlo ya. ¿Qué más dará cómo se llame? —preguntó Alysa rodeando la cintura del capitán con sus brazos. —Desde que os caséis todos tendrán que llamarle rey, cielo. Cuando sea vuestra boda también será la coronación de ambos —informó la reina. —¿La coronación? ¿El mismo día? —inquirió el capitán, de repente, asustado. —Pues, sí. Nosotros lo hicimos cuando nos casamos. Y, la verdad, estamos ya un poco mayores para seguir reinando. Queremos viajar y hacer más cosas juntos —dijo la reina. —No sois mayores, majestades —los halagó Bastiaan—. Podrían seguir reinando unos cuantos años más si quieres. Por mí no hay problema. ¿Por ti hay algún problema, princesa? —No, ninguno. Además, tenemos que hacer el viaje de luna de miel. No querrás que empecemos a trabajar el mismo día que nos casemos, ¿verdad, padre? —En eso llevan razón, querida. —Está bien. Le daremos unas semanas para que hagan la luna de miel y disfruten un poco del matrimonio. —Genial. Y, ¿a dónde vamos de luna de miel? —preguntó Alysa mirando a Seema. —¿Por qué me miras a mí? —inquirió su amiga sin comprenderla. —Tú también tienes que dar tu opinión, ¿no? —¿Por qué? —Pues, porque nos vamos a ir los cuatro juntos. —¿Los cuatro? —quiso saber Seema sorprendida. —Sí. ¿No queréis? —Pues, claro que sí. Pero no sabía que habías contado con nosotros. —¿Y por qué no iba a hacerlo? Tenemos que mirar a dónde vamos a ir. ¿Podría ser de la superficie, padre? —lo interrogó la princesa mientras entraban a palacio. —Siempre y cuando tengáis cuidado. —Siempre lo tenemos —respondieron las dos con cara de inocentes. —Está bien. Vigiladlas —les ordenó el rey a los capitanes. —A sus órdenes, majestad. —Querida, me parece que están empezando a perderme el respeto —dijo el rey caminando hacia las escaleras para subir a su habitación. —Eso nunca, cariño.   Epílogo   Seis meses después.   Alysa estaba en su habitación arreglándose y Seema con ella ayudándola. —¿No estás nerviosa, Seema? —le preguntó su amiga casi hiperventilando. —Un poco, pero me entretengo ayudándote a vestirte. —Ay, madre. Estoy temblando como un flan. ¿Sabes cuánta gente habrá ahí dentro? —Me supongo que mucha. Tranquila, tú concéntrate en tu futuro marido. —Eso también me lo ha dicho Rita. —Fue ella quien me lo dijo a mí. Se echaron a reír y la puerta se abrió para dejar paso a la reina. —Oh, cariño. Estás preciosa. —Gracias, madre. Tú también. —Oh, ya lo sé, pero hoy es tu día —le dijo divertida—. Ha llegado la hora. Hay que bajar. Las tres mujeres salieron de la habitación y bajaron los escalones que llevaban a la iglesia. Las puertas se abrieron y vieron todas las cabezas que se giraban para observarlas. —Qué de gente —susurró Seema al oído de la princesa. Alysa tragó saliva con dificultad y comenzó a andar agarrada al brazo de su padre hasta el altar donde se encontraba Bastiaan esperándola. Estaba guapísimo con su traje azul marino y rojo, el de gala del ejército, con sus medallas en el lado izquierdo, cerca del corazón. El capitán se quedó boquiabierto al ver a la princesa tan hermosa con ese vestido blanco que acentuaba sus curvas. Pequeños diamantes la hacían deslumbrar allí por donde pasaba. El rey se la entregó al capitán con una gran sonrisa de oreja a oreja en la boca. —¿Estás bien? —le preguntó el capitán a la princesa. —Nerviosa, pero bien. —Estamos aquí reunidos para unir en sagrado matrimonio a estos hombres y estas mujeres. Si hay alguien en la sala que crea que esta ceremonia no debe celebrarse que hable ahora. Todo el mundo se quedó en silencio, esperando. Ni siquiera se escuchaban las respiraciones. —Prosigamos, entonces. Capitán Bastiaan, ¿acepta a la princesa Alysa como su legítima esposa? —le preguntó el sacerdote. —Sí, la acepto. —Princesa Alysa, ¿acepta al capitán Bastiaan como su legítimo esposo? —Sí, lo acepto. —Capitán Lysander, ¿acepta a Seema como su legítima esposa? —Sí, la acepto. —Seema, ¿acepta al capitán Lysander como su legítimo esposo? —Sí, lo acepto. —Por el poder que me ha sido otorgado por los dioses, yo os declaro marido y mujer a los cuatro —terminó el sacerdote haciendo una cruz en el aire—. Podéis besar a las novias. Los invitados estallaron en aplausos y vítores mientras los futuros reyes se besaban para sellar el pacto de matrimonio que habían hecho delante de todos. —¡Que empiece la fiesta! —gritó el rey levantándose de su asiento para abrazar a su hija y a su yerno.   Fin

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