Prólogo.
El aire del baño, normalmente impregnado del aroma a sándalo y bergamota que Adrian prefería, ahora se sentía pesado, casi irrespirable, cargado con la tensión de un futuro no deseado que acababa de materializarse en una pequeña ventana de plástico. Observaba las dos líneas rosas con una fijeza que me helaba la sangre, un resultado tan claro e inequívoco como la mandíbula definida de Adrian Knight. El mármol blanco y frío bajo mis pies descalzos parecía transmitirme su gélida indiferencia, mientras el suave murmullo del sistema de ventilación se convertía en un zumbido ensordecedor en mis oídos. Mi reflejo en el enorme espejo con marco de plata me devolvía la imagen de una extraña: el cabello rubio y sedoso caía sin vida sobre mis hombros, y mis ojos azules, normalmente intensos, estaban despojados de todo su brillo, anegados en un pánico silencioso. Las yemas de mis dedos, que rozaban el borde del lavabo de porcelana, estaban heladas, un contraste brutal con el fuego que sentía ascender por mi garganta. Cada detalle lujoso de la estancia, desde los grifos dorados hasta las toallas de algodón egipcio apiladas con precisión milimétrica, se sentía como un insulto, los barrotes dorados de una jaula que yo misma no había visto cerrar a mi alrededor. La figura atlética que tanto me esforzaba por mantener se sentía de pronto frágil, vulnerable ante la abrumadora verdad que sostenía en mi mano temblorosa. La luz cálida de los apliques de pared, diseñada para ser acogedora, proyectaba sombras largas y amenazantes que danzaban en la periferia de mi visión, transformando el santuario de lujo en una cámara de tortura personal. Mi mente, que siempre había sido mi arma más afilada, mi refugio de irreverencia e independencia, se había quedado completamente en blanco, incapaz de procesar algo más allá de esas dos líneas que sentenciaban el fin de mi libertad.
— No puede ser… —susurró Valentina a mi lado, su voz un hilo apenas audible que se quebró al final.
— Pero lo es —respondí con una calma aterradora, mis ojos sin parpadear fijos en la prueba positiva— No hay duda alguna.
— Camila, esto… esto lo cambia todo —balbuceó, pasando una mano por su brillante cabello n***o azabache, un gesto de nerviosismo que rara vez le veía.
— Cambiarlo es un eufemismo, Valen —repliqué, dejando caer el objeto sobre la encimera de cuarzo con un chasquido que resonó como un disparo en el silencio— Esto es el fin del juego.
La certeza en mis propias palabras me golpeó con la fuerza de una bofetada, un reconocimiento amargo de que la batalla entre mi rebeldía y mi sumisión había terminado, y yo no había ganado. Valentina, con su figura curvilínea y atlética enfundada en un vestido de seda que delataba que venía de una de las tantas fiestas a las que Adrian me prohibía ir, se movía con una agitación contenida por el espacioso baño. Sus ojos color avellana, normalmente llenos de una chispa juguetona, ahora reflejaban una profunda preocupación mientras me observaba, a mí, a la estatua de hielo en que me había convertido. El aroma de su perfume, una mezcla floral y audaz tan característica de ella, se mezclaba con la fragancia masculina de Adrian que lo impregnaba todo, creando una cacofonía olfativa que me revolvía el estómago. Yo, por otro lado, permanecía inmóvil, sintiendo cómo el lujoso albornoz de seda se adhería a mi piel clara y suave por un sudor frío que había comenzado a perlar mi nuca y mi espalda. Mis manos, ahora vacías, se aferraban al borde del lavabo con una fuerza desmedida, mis nudillos blancos contra la piedra oscura, como si temiera caerme en el abismo que se abría a mis pies. Un hijo de Adrian Knight no era una bendición, era una condena; significaba un control absoluto, un aislamiento total, una vida despojada de cualquier vestigio de la mujer independiente y contestataria que una vez fui. Cada desafío, cada discusión, cada juego de poder y deseo nos había conducido a este punto sin retorno, a un jaque mate del que no había escapatoria posible.
— Tenemos que pensar, tenemos que hacer algo —propuso Valentina, su tono ganando una urgencia que yo no era capaz de sentir.
— ¿Hacer qué? —cuestioné, mi voz sonando hueca y lejana, como si perteneciera a otra persona— ¿Reservar un vuelo a un país sin extradición? Adrian me encontraría antes de que el avión despegara. Es Adrian Knight.
— No puedes rendirte así, Cami. No eres tú —insistió, acercándose y posando una mano cálida sobre mi hombro helado— Eres la mujer más fuerte que conozco, la que no soporta las reglas.
— Esa mujer murió en el momento en que esas dos líneas aparecieron —declaré, finalmente levantando la vista para encontrarme con su reflejo preocupado en el espejo— Él lo sabrá. De alguna manera, siempre lo sabe todo. Siente el más mínimo cambio en mí, y esto… esto no es un cambio mínimo.
— Podemos buscar ayuda. Matías… Sebastián… —comenzó a enumerar, nombrando a los pocos hombres que se habían atrevido a mostrar algún interés en mí y que Adrian, con su presencia imponente y segura, había alejado con una eficiencia aterradora.
— No voy a meter a nadie más en esto, Valen. Ya has visto lo que hace. Su carácter es dominante e implacable, y no dudaría en destruir a quien sea que intente ayudarme a escapar, y menos ahora. Un hijo es su ancla definitiva.
La conversación quedó suspendida en el aire, densa y cargada de verdades que ninguna de las dos quería afrontar. Mi mente comenzó a proyectar imágenes terroríficas: una vida entera confinada en esta mansión, cada llamada monitoreada, cada visita aprobada, cada salida cronometrada. El mundo exterior se convertiría en un recuerdo lejano, una historia que le contaría a mi hijo sobre una libertad que él o ella nunca conocería. La creciente necesidad de rendirme a él, que había luchado por negar durante tanto tiempo, ahora se sentía como una premonición, una advertencia de que mi destino ya estaba sellado. Mi cuerpo, esta figura atlética y delgada que Adrian reclamaba como suya, ya no me pertenecía en absoluto; ahora era un recipiente, una incubadora para su heredero, el último eslabón de la cadena que me ataría a él para siempre. El reflejo de mis ojos azules intensos me suplicaba que reaccionara, que corriera, que gritara, pero mi cuerpo no respondía, paralizado por la magnitud de mi nueva realidad. El silencio entre nosotras se estiró, lleno de los planes no dichos y las esperanzas rotas, un réquiem por la mujer que solía ser y que acababa de ser enterrada bajo el peso de dos diminutas líneas rosas.
— ¿Y qué sientes tú? —preguntó Valentina con una delicadeza inusual, su mirada avellana buscando la mía en el espejo.
— ¿Yo? —resoplé, una risa amarga y sin alegría escapando de mis labios— Siento terror. Siento que me ahogo en una piscina de sábanas de seda y paredes de oro.
— Me refiero a… dentro —aclaró, haciendo un gesto vago hacia mi vientre— ¿Sientes algo por… eso?
— Siento que es mi sentencia de muerte —confesé con una crudeza que incluso a mí me sorprendió— Y lo peor, lo más retorcido de todo, es que una parte minúscula y traidora de mí… siente el impulso de protegerlo. De protegerlo de él.
— Oh, Cami… —murmuró, su voz teñida de una profunda tristeza mientras finalmente me abrazaba por la espalda, su calidez un ancla precaria en mi océano de pánico.
Y en ese abrazo, con el reflejo de las dos en el espejo, la rubia de ojos azules y la morena de cabello azabache, comprendí la aterradora dualidad de mi situación. Estaba atrapada, sentenciada a una vida bajo el control de un hombre cuyo lado más oscuro y pasional yo misma había despertado. Pero dentro de mí crecía una nueva razón para luchar, una razón que era tan peligrosa como adictiva. El hijo de Adrian Knight. Mi hijo. Y por él, quizás, solo quizás, la mujer irreverente que todos daban por muerta encontraría la forma de volver a respirar.