Haciendo amigas
Soy Marisa Gamboa y estoy lista para contar una historia que rompe paradigmas. No es un relato convencional, sino una transformación de la “pobre mujer” que pasó a ser vista con ojos críticos, marcada con etiquetas duras como “cabrona” o “puta”. Sí, suena crudo, pero vamos a desentrañar cómo llegué aquí.
Las mujeres soportamos muchas cosas por amor, y eso nos pone en la mira como cobardes, ilusas o como mi abuela dice “pendejas”. ¡Pues no más! Decidí romper este molde y darle una dosis de su propia medicina a quien pensé que me amaba.
Si algo he aprendido, es que cada acción tiene su reacción.
Todo cambió cuando conocí a mi amiga Lara, en el caos postdivorcio. Pero, reflexionando, el verdadero comienzo está en el instante en que le dije “sí” a mi ex.
Años atrás.
—Los declaro, marido y mujer. Pueden besarse —proclamó el juez.
Mateo me besó como si fuera la última vez. Las mariposas revoloteaban en mi estómago y mi corazón latía al compás de una felicidad infinita.
Después de la boda, nos mudamos a la casa de sus padres. Ni mis padres ni mi abuela estaban convencidos, pero aceptaron mi decisión.
Mi madre siempre advertía que el primer año de matrimonio es el más complicado. Sin embargo, para mí, era una llama que avivaba nuestro amor.
En ese momento entendí que los sacrificios palidecen frente a la grandeza del sentimiento que se siente.
Dormir sobre un colchón, carecer de una estufa o de un armario, todo eso pasa a un segundo plano frente a la fuerza del amor.
Las cenas que disfrutábamos, aunque a veces eran desastres culinarios porque no era una experta, se disfrutan plenamente.
En este entorno, Mateo se dejó inspirar para terminar sus estudios; su ambición era brillar como abogado en un bufete prestigioso, siguiendo los pasos de su padre.
La familia de Mateo puede describirse como de clase media. Con un padre abogado y una madre de una familia adinerada, no encontraban razones para aceptarme plenamente.
Ya te imaginarás las razones. Ellos soñaban con que Mateo terminara su carrera sin distracciones, y sí, esa «distracción» era yo.
Ver a Mateo persiguiendo sus sueños me llenaba de felicidad, tanto que soportaba las actitudes de mi suegra. No era especialmente entrometida, pero nuestras opiniones no siempre coincidían, y sus miradas o comentarios de desaprobación eran recurrentes.
Nuestra vida iba viento en popa. Mateo con sus estudios, ambos trabajando y nuestra conexión íntima era ferviente. Nos sentíamos imparables, en la cúspide de nuestra relación.
Tras dos años de dedicación, logramos adquirir nuestra propia casa, un logro monumental. Sin embargo, el destino intervino de forma inesperada.
Durante ese tiempo, perdí a mis padres en un trágico accidente. Solo mi abuela, Tita, sobrevivió, y me vi obligada a tomar las riendas del negocio de cosméticos que había fundado mi madre, estratégicamente localizado cerca de nuestras familias y nuestra nueva casa.
En aquellos días, mi Tita estaba delicada de salud, así que me hice cargo del negocio de mamá y de mi abuela. Mis tíos, siempre apoyándome, con la parte económica relacionada con Tita.
Al mantener el local de mamá funcionando, logré ahorrar para contribuir en la compra de nuestra casa. Los padres de Mateo, por su parte, querían que él se concentrara en sus estudios. Así que, aunque trabajaba fines de semana para ayudar en casa, ellos hicieron la diferencia en el financiamiento de nuestra casa.
Una vez instalados en nuestro nuevo hogar, Mateo siguió concentrado en sus estudios. Sin embargo, empecé a notar que había cambiado. El Mateo, cariñoso y honesto del que me había enamorado, parecía desvanecerse poco a poco.
Los rumores comenzaron a surgir. Se decía que Mateo había sido visto almorzando con una “amiga”. Al principio, no hice caso, pero esos chismes llegaron hasta mi abuela, quien siempre decía: “Cuando el río suena, es porque piedras lleva”. Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que algo no andaba bien.
Todo comenzó a deteriorarse cuando las llegadas tarde de Mateo se hicieron frecuentes, reemplazando las cenas que solíamos compartir por excusas académicas.
Con el tiempo, se fue adentrando en círculos de mayor estatus, dejando entrar el espacio para malentendidos y discusiones, dejándome cada vez más sola.
Así comenzó nuestro año más complicado, abriéndole la puerta a la desconfianza. Lo que antes consideraba rumores infundados empezaron a volverse más reales.
Los celos aumentaron con cada salida de Mateo, haciéndome sentir una constante soledad. Mi autoestima cayó, y mis inseguridades se apoderaron de mí, envolviéndome en estereotipos desgastantes.
La depresión me llevó a un rincón oscuro, donde la reclusión en pijamas se convirtió en la norma. Los fines de semana, “fondonga” era mi segundo nombre.
Mientras su rutina lo alejaba progresivamente, siempre encontraba excusas que excluían mi participación. Nuestra conexión se iba deteriorando, atrapada entre mi actitud defensiva y mis celos, cultivando un ambiente tóxico que devoraba mi paz interior.
Atravesé momentos de desesperación, donde las lágrimas parecían ser mi única compañía, marcando ese año como el más duro de nuestro matrimonio.
La confianza se convertía en un esfuerzo incesante y estéril, mientras que la intimidad física se limitaba a ser su única disculpa frente a los rumores en aumento.
El hábito del dolor se instauró tan profundamente que dejé de percibirlo, hasta que un día desperté indiferente a todo aquello que solía atormentarme.
Los rumores en el vecindario se convirtieron en una sombra constante, señalándome como responsable de sus infidelidades, transformándome en el tema predilecto de compasión y chisme.
Resulta irónico ser a la vez víctima y culpable. Finalmente, un mensaje hizo colapsar por completo mi paciencia, encendiendo una ira ciega que marcó un punto de no retorno.
Aquel día era rutinario, salvo que él llegó más tarde de lo habitual y estaba sobrio, lo cual me sorprendió. Me hice la dormida, una táctica adoptada cuando comprendí que para él, el sexo era más un “lo siento” que una expresión real de afecto. Incapaz de dormir, él se fue al balcón a fumar.
Estaba quedando dormida cuando su teléfono comenzó a vibrar repetidamente. Movida por la curiosidad, tomé su teléfono sigilosamente. lo encendí y, ¡boom!, lo primero que vi fueron dos mensajes de texto.
El mensaje decía: “Gracias por el día, la pasé genial”. Y el segundo: “Nos vemos mañana en clase, descansa, besos”. Me quedé en shock, sin saber cómo reaccionar, con la sangre hirviendo de coraje, mientras mi imaginación desbocada empeoraba la situación.
Tomé la decisión de confrontarlo. Cuando volvió del balcón y me vio de pie con su teléfono en la mano, su expresión me lo dijo todo. Sabía que las palabras que salieran de su boca serían mentiras. Y, aun así, quería escucharlo.
—¿Puedes explicarme de quién son estos mensajes? —. Mi voz era un susurro tembloroso, al borde del llanto.
Él agarró su teléfono, con confusión en su mirada.
—Escucha, no es lo que piensas —dijo, nervioso, con la mirada triste.
—¿Entonces qué es? —insistí, buscando claridad.
—Es solo trabajo. Estuve con ella, sí, pero no solos. Estaba todo el equipo —trató de acercarse para darme un abrazo. Aunque una parte de mí quería creerle, otra parte estaba furiosa.
—¿Y lo de “besos”? —pregunté, mi voz cargada de escepticismo.
—¡No lo sé! Ella sabe que estoy casado. De verdad, es solo trabajo —intentó convencerme.
y los vestigios del amor que aún sentía querían creerle.
Después de hablarlo, nos fuimos a dormir, pero mi mente no dejaba de imaginar mil escenarios, sintiéndome insegura y herida.
Al día siguiente, sus palabras perdieron sentido. Me levanté temprano para atender mi negocio; era sábado, y el día en que más chicas venían. Dejé el desayuno listo para Mateo junto a su traje para una conferencia. Todo iba bien hasta que un antojo de dulce me llevó a la tienda de la esquina.
Al acercarme, escuché a las vecinas chismosas, doña Dolores y Beatriz, hablando de mi suegra. Con curiosidad, me detuve en seco y lo que escuché me dejó perpleja, sembrando aún más dudas.
—¿Cómo ven? Según doña Lucía, asistirá a un evento elegante. Doña presumida, estaba en la estética, hablando de su hijo que dice que se graduará con honores y trabajará con los abogados más distinguidos —comentó doña Dolores, con un tono irónico.
―¡Ja, todos en el barrio sabemos de dónde proviene ese supuesto mérito! Al parecer, a esa amiga le encanta el trabajo bien hecho, y por lo visto, Mateo es bastante “hábil” en eso ―comentó Beatriz con una sonrisa irónica que entendí de inmediato.
―Sí, pobre Marisa. Lo peor es que quizás ni siquiera sepa que planean mudarse a Magnolia. Estoy casi segura de que Mateo planea dejarla a su suerte, replicó doña Dolores con un suspiro de lástima.
―Pero, ¿ha hecho ella algo para mantenerlo a su lado? No lo cuida como debería, pasa el día en pijama hasta tarde. Dime, ¿qué hombre toleraría eso? ―añadió Beatriz, mezclando crítica y sarcasmo.
―Tienes razón, en parte es su culpa ―concedió doña Dolores.
Harta de escucharlas, decidí entrar a la tienda para enfrentarlas. Sin embargo, no se retractaron; sus palabras siguieron, crudas y directas.
Me quedé sin palabras, no solo por la duda respecto a mi esposo, sino porque sus miradas de lástima me desarmaron por completo.
―Mírate, ni siquiera tienes palabras para defenderlo ―dijo doña Dolores antes de marcharse, dejándome en un mar de desolación.
Lloré de impotencia y rabia, y fue entonces cuando doña Pilar me sentó en su silla de descanso.
―¡Es mi culpa! ¡Si tan solo lo hubiera cuidado mejor, nada de esto estaría pasando! ―grité, inesperadamente, interrumpida por un suave golpe en la cabeza propiciado por doña Pilar.
―Primero, deja de lloriquear; segundo, ¿eres feliz? ―preguntó, pero antes de que pudiera responder, me indicó que mantuviera las respuestas para mí―. ¿Sientes que él te complementa? ¿O estás con él solo por costumbre? Y la pregunta más importante, Marisa, ¿realmente lo amas?
Reflexionó en silencio.
—Mari, eres joven y guapa. Sí, puede que un poco descuidada, pero quien de verdad te quiera, lo hará tal como eres. Mírame a mí; siempre he llevado unos kilos de más, y, aun así, mi flaquito me adoró hasta su último día. No te voy a mentir, hubo momentos de duda e inseguridad, pero él siempre me hizo sentir que ninguna otra persona importaba. ¿Tú te sientes así de especial? ¿Te hace sentir única?
La respuesta brotó de mi interior: no. Tras conversar un rato más y recibir algunos consejos, le agradecí a doña Pilar por haberme escuchado. Sin embargo, no resistí la tentación de preguntarle dónde sería la fiesta de la que todos murmuraban. Doña Pilar, sin levantar la mirada, me dio la dirección y me deseó “suerte”.
De regreso al negocio, distraída, me debatía sobre si asistir a esa celebración. La familia de mi esposo Mateo estaría presente, y solo pensar en verlo me llenaba de una rabia incontenible.
Finalmente, decidí asistir. La noche ya había caído, y después de atender a unos pocos clientes, comencé a cerrar el negocio, bajando la persiana. Mientras buscaba la dirección en mi móvil, una chica irrumpió apresurada, casi en cuclillas, rogando entrar.
Al principio, el miedo me hizo pensar que podría tratarse de un robo, pero sus gritos de pánico lo desmintieron: estaba siendo perseguida.
Instintivamente, bajé y aseguré la persiana para protegernos. Con el negocio ya resguardado, quise saber más sobre su situación. Ante mí, tenía a una mujer envuelta en misterio.
—¿Por qué te persiguen? —pregunté con cautela.
—No lo sé —respondió ella, nerviosa.
—¿Hay alguien a quien puedas llamar para que venga por ti? —insistí, buscando ayudarla.
—¡No! No tengo a nadie. No puedo regresar a casa —dijo, con desesperación.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunté, preocupada por posibles problemas legales, al notar su mochila y una gorra de universidad.
—Sí… Soy mayor de edad —respondió con cierta duda.
—¿Cuántos años? —insistí con firmeza.
—Veintidós —dijo finalmente.
—¿Cómo te llamas? —continué, queriendo saber más.
—Lara, Lara Bustamante —contestó con voz temblorosa.
Miré el reloj, preocupada por lo tarde que era. Mi corazón me decía que no podía dejarla sola en la noche, pero la situación también me hacía sentir insegura.
Lanzando una mirada cautelosa a través de una r*****a de la cortina, solo vi al vecino paseando su perro, lo cual me tranquilizó un poco. Decidida, levanté la cortina, convencida de que podríamos salir a salvo.
—La calle parece segura. Voy a llamarte un taxi de confianza para que puedas irte a casa —le dije con amabilidad.
Pero ella negó de inmediato, insistiendo en que no podía volver a su casa.
—No puedo dejarte aquí sola. Lo más seguro es que tomes un taxi —insistí, mientras intentaba cerrar de nuevo la cortina.
Mientras recogía mis cosas apresuradamente, el papel con la dirección que doña Pilar me dio cayó al suelo. Lara lo recogió y me informó que esa dirección estaba al otro lado de la ciudad y que sería imposible entrar sin estar en la lista.
—¿Sabes cómo llegar? —le pregunté, sin prestar atención a su advertencia. Mi único d***o era llegar a ese lugar, aunque estuviera en la otra punta del mundo. Ella afirmó que sí sabía, así que la invité a acompañarme. Fue entonces cuando empezó a negociar.
—Sí, pero con una condición —dijo, mirándome a los ojos.
—¿Cuál? —respondí, intrigado.
—Quiero quedarme en tu casa esta noche —solicitó, con un tono serio.
—¿En serio no planeas volver a casa? Tus padres deben estar preocupados —comenté, sorprendido.
Ella sonrió levemente antes de contestar: —¿Y si te dijera que puedo conseguir que entremos al evento, e incluso a la zona VIP, sin que nadie se dé cuenta? —propuso, capturando por completo mi atención, hasta el punto de aceptar el trato sin titubear.
No tardamos en tomar un taxi y, en pocos minutos, estábamos frente al destino. El lugar irradiaba lujo: un extenso jardín y una impresionante fuente iluminada marcaban la entrada. Pero lo más impactante era la mansión; los autos que ingresaban eran de una opulencia indescriptible. La majestuosidad del sitio me dejó asombrado; jamás había presenciado tanto esplendor.
—Despierta, que no es para tanto —dijo, tomándome del brazo y guiándome hacia la entrada lateral.
—No entraremos por ahí —aseguró con firmeza—. Usaremos la puerta de servicio, que suele estar abierta.
—¿Cómo conoces esa puerta? —le pregunté, intrigado por su familiaridad.
—Ah, el esposo de mi tía trabajó aquí por un tiempo —respondió sin vacilar.
Aunque intentaba parecer convincente, algo en su tono me hizo dudar de la veracidad de su historia. Entramos por la puerta menos imponente, donde había pocos coches aparcados, notablemente menos ostentosos que los que ingresaban por la fachada principal. Desde el primer vistazo, era evidente que esta era la entrada del servicio.
Al entrar, Lara saludó a un joven con atuendo de mesero. Tras intercambiar unas breves palabras, accedimos sin problemas. El joven nos condujo al segundo piso, donde disfrutamos de una vista panorámica del salón.
Nos escabullimos en una habitación con ventanas de cristal tipo espejo, lo que nos permitió observar todo el evento sin ser detectados. El lujo era arrasador: mujeres con vestidos elegantes y joyas que destellaban con cada movimiento, hombres en trajes de sastrería impecables.
Me esforcé por encontrar a mi esposo Mateo entre la m******d, pero fue en vano; no lograba distinguirlo.
—Si supiera a quién buscas, quizás podría ayudarte —sugirió Lara, dispuesta a colaborar en mi búsqueda.
Mientras jugaba con un mechón de su cabello, Lara, aburrida, me hizo señas desde su asiento cercano al gran ventanal para que me uniera a ella. Rechacé su oferta con un firme “¡No, gracias!”.
Pasaron unos minutos y la resignación comenzó a instalarse en mí. Pensé que quizá todo era simplemente un rumor infundado. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de rendirme, una figura llamó mi atención.
—Mi suegra —dije con resignación.
Ahí venía, caminando con esa elegancia forzada que pretendía hacerla parecer superior a todos. Iba impecablemente vestida, seguida por un par de invitados. Mateo, por su parte, brillaba por su ausencia. Esto me daba un mínimo hilo de esperanza. Decidí que era hora de irnos y se lo comuniqué a Lara.
—¡Por fin! Pensé que nunca nos iríamos —contestó con un tono lleno de desgano.
—Ven, vamos por el jardín t*****o. Es aún más hermoso que el de enfrente —me animó, llevándome hacia una salida alternativa por unas escaleras junto a los baños. Justo cuando nos disponíamos a abrir la puerta al jardín, una voz airada pronunció mi nombre. No necesitaba verla para reconocer el tono gruñón; sin duda, era mi suegra.
—¡Marisa! ¿Qué demonios haces aquí? —exclamó, acercándose con paso decidido.
—¿Cómo lograste llegar aquí? No permitiré que le arruines este momento a Mateo —gritó furiosa, tirando de mi brazo hacia el jardín t*****o. Tras un forcejeo, logré liberarme.
—¡Suélteme! Así que Mateo está aquí, después de todo —dije, asegurando mi postura.
—Será mejor que te vayas. Si realmente lo amas, firmarás el divorcio sin objeciones, o, de lo contrario, me encargaré de destruir tu miserable existencia —amenazó con los dientes apretados y una mirada asesina. Por un momento, pensé que me golpearía, pero se contuvo. Sus palabras fueron más dolorosas que cualquier golpe.
—Mateo finalmente se casará con una mujer de su misma clase. Mírate bien, ¿de verdad pensaste que permitiría que mi hijo estuviera con alguien como tú? Solo fuiste el capricho pasajero de un niño insensato que no sabe lo que quiere, y solo le complací. ¡Vete de aquí! —terminó, revelando por fin la bestia que llevaba dentro.
Jamás imaginé que mi suegra cruzaría esa línea; aunque solía ser grosera, nunca había llegado tan lejos. Ahora entiendo que nunca fui realmente bienvenida en esta familia.
—Usted está llena de avaricia, y no me iré hasta hablar con Mateo cara a cara. En cuanto a arruinar mi vida, Mateo ya lo ha hecho —respondí, con la garganta anudada por la emoción. Me sentía completamente derrotada. Si no fuera por Lara, que me mantenía firme con su apoyo, probablemente me habría derrumbado allí mismo.
—Bien, te lo advertí, querida. Si quieres comprobarlo por ti misma, adelante —dijo, señalando hacia un balcón. Ahí estaba Mateo, con una copa en la mano y su brazo alrededor de una deslumbrante chica.
Mateo lucía impecable en su elegante traje oscuro como la noche, mejor que cualquier cosa que yo hubiera podido planchar esa mañana. Pero el corbatín que llevaba puesto era el mismo que yo había reparado amorosamente, su favorito, dejando claro que solo había estado jugando con mis sentimientos.
Las palabras de mi suegra resonaron con una cruel verdad. Temía que Mateo realmente me pidiera el divorcio. Cuando nuestras miradas se cruzaron, un torbellino de recuerdos inundó mi mente. Él comenzó a negar con la cabeza, dejando el balcón apresuradamente. Al verlo, mi suegra insistió en que me fuera.
—¡Lárgate, si no quieres que llame a seguridad! —gritó, señalando la salida con determinación.
—¿Por qué? ¿Teme que Mateo baje y quiera hablar conmigo? —pregunté desafiante.
—¡No tengo miedo! Él se divorciará de ti, es definitivo —replicó con una voz casi desgarrada por la rabia.
—Está nerviosa de que él cambie de parecer, de que tal vez aún sienta algo por mí, ¿verdad? —le disparé con una sonrisa desafiante, que parecía llevarla al borde de un ataque de ira. Mi provocación la enfureció tanto que casi me abofeteé, pero Lara intervino a tiempo para detenerla.
—¡¿Y tú, quién demonios eres, estúpida?! ¡Suéltame! —exclamó mi suegra con una furia descontrolada.
—¡Lara, soy Lara! Y antes de que continúe insultándola, me escuchará. Conozco a gente de su tipo, aquellos que carecen de escrúpulos y sentimientos. Pretende querer lo mejor para su hijo, pero lo único que realmente desea son los lujos, el dinero, la comodidad que ofrece una familia de prestigio. ¡Prestigio! Algo que mi amiga sobrepasa en valor —afirmó Lara con determinación.
En cuanto terminó de hablar, la tomé del brazo para sacarla de allí. No quería escuchar más. Al verme, inmediatamente entendió mi estado. Fue como si hubiese una conexión entre nosotras, y por un momento, en su mirada, encontré consuelo. Rápidamente, nos dirigimos hacia la calle, donde encontramos un taxi esperando. Abordé el vehículo y Lara me siguió.
Nos alejamos del lugar, dejando atrás cada esperanza que había albergado en mi corazón. Mis lágrimas trazaban ríos sobre mis mejillas mientras Lara me rodeaba con sus brazos, brindándome su apoyo.
A través del espejo retrovisor, vi la silueta de Mateo desvanecerse y, con ella, cualquier fantasma de nuestra relación. El dolor se apoderaba de mí; aún tenía la esperanza de que todo fuera un malentendido, de que su amor por mí fuese tan grande como el mío por él, pero no fue así.
La irá invadió mi mente, y sentía cómo la sangre me hervía de rabia. “Quiero que él sienta mi dolor, quiero que experimente este sentimiento devastador, y aseguraré que así sea, tal como él lo ha hecho conmigo”.