Capítulo 1
Su toque era la única evidencia de que la pasión podía ser, al mismo tiempo, la cura y el veneno.
Valeria Montes conocía la luz. Llevaba diez años estudiándola, persiguiéndola y domándola desde que la oscuridad intentó tragárselo todo y la dejó viviendo en un contraste perpetuo. Le fascinaba la luz dura, la que no perdona, la que dibuja sombras filosas y revela la verdad sin pedir permiso. Para ella, esa crudeza era la forma más honesta de mirar el mundo.
La vernissage de la Galería Fontana estaba llena a reventar: trajes elegantes, murmullos impostados y una iluminación ámbar que siempre había detestado. Pero pagaban bien. Valeria, envuelta en un vestido n***o minimalista, sostenía su Leica SL2 con la precisión calculada de quien ya no necesita pensar para disparar.
Mirones. Coleccionistas. Depredadores. Así clasificaba mentalmente a la multitud mientras ajustaba el enfoque. Su serie en exposición, Piel y Ceniza, era un éxito rotundo: crítica brillante, ventas casi completas y meses de trabajo agotador detrás. Por primera vez en mucho tiempo, la soledad que le imponía su arte se sentía tolerable.
—Vale, querida, ni se te ocurra irte antes del postre. Fontana te adora y quiere presentarte a alguien —la voz nasal y entusiasta de su mánager, Cecilia, la arrancó de su concentración.
—Ya hice las fotos del patrocinador, Ceci. Y Fontana solo me adora porque la serie se vendió al noventa por ciento.
—No seas así. Y escucha: este “alguien” es importante. Nuevo patrocinador. Nuevo inversor. Un lobo en Armani —dijo Cecilia con un guiño cómplice—. Y créeme, Vale, tiene la mirada de alguien que podría financiarte la vida entera. O al menos un estudio en París.
Valeria soltó un suspiro. Estaba cansada de los lobos. Los hombres de ese círculo siempre querían comprar algo que ella no estaba dispuesta a vender: su tiempo, su exclusividad o, peor, su libertad.
Guardó la cámara en su bolso, señal inequívoca de que había terminado.
—Dame la ficha del lobo. Si al menos tiene un perfil interesante, lo pensaré.
Cecilia se inclinó hacia ella, bajando la voz.
—Solo sé que se llama Aarón. Es reservado, recién llegado a la ciudad, maneja inversiones inmobiliarias de alto nivel y, esto es lo raro, solo patrocina arte que “desafíe el blanco y n***o”. Palabras textuales. ¿Curioso, no?
El aire se volvió pesado. El bullicio, las risas, el tintineo de copas… todo se apagó de golpe.
Aarón.
El nombre la atravesó como un relámpago, paralizándole los músculos. No. No podía ser. Ese nombre pertenecía a una vida enterrada, a una versión de sí misma que había muerto en una noche de verano diez años atrás.
—Ceci —dijo Valeria, con la voz sorprendentemente firme—, ¿Aarón qué?
—Aarón… espera. —Cecilia buscó en su teléfono—. Aarón Vera. ¿Lo conoces? ¿No es muy joven para ser tan rico?
Aarón Vera.
Su cabeza comenzó a latir. La náusea subió sin aviso. No era miedo. Era rabia petrificada, el dolor que creía haber quemado hacía años. Aarón Vera: el chico que la besó bajo la lluvia, que le prometió un mundo lleno de colores, y que luego desapareció sin una palabra, dejándola sola en una oscuridad absoluta.
—No —respondió Vale, apretando la mandíbula—. No lo conozco. Pero no me interesa. Dile a Fontana que tuve una emergencia.
—¡Pero Vale! ¡Acaba de entrar! Está ahí, con el coleccionista japonés…
Valeria no esperó a escuchar más. Giró de inmediato, buscando la salida más cercana. Quería escapar de ese nombre, de ese recuerdo, de ese pasado. Pero fue inútil.
El destino siempre sabe dónde cortar la imagen.
Mientras avanzaba hacia la puerta, el coleccionista japonés se movió y dejó al descubierto al hombre que conversaba con él. El mundo entero pareció romperse en mil fragmentos.
Era él.
Aarón.
El tiempo se detuvo. Diez años se evaporaron. Su cabello ya no era el rizado rebelde de antes; ahora lo llevaba corto, oscuro, perfectamente peinado. Su rostro era el mismo, pero endurecido. La mandíbula más marcada, los ojos más sombríos, el cuerpo vestido en un traje impecable que le daba un aire de peligro silencioso. No era el chico que ella conoció.
Era un hombre. Un depredador.
Y él también la sintió.
Aarón levantó la cabeza y la encontró entre la multitud. Sus ojos, de un ámbar profundo, la sostuvieron como si el tiempo no significara nada. En ese instante, Valeria comprendió que no era miedo lo que la recorría. Era deseo. Un deseo violento, latente, incubado durante una década de negación.
Aarón dejó de hablar. La copa se congeló en su mano. Y durante un latido eterno, solo existieron ellos dos.
Valeria quiso moverse, pero su cuerpo no reaccionó. Notó cada detalle: el reloj caro, sus hombros anchos, la tensión en su postura. Ese aroma a poder, a peligro.
Él sonrió. La misma sonrisa torcida de sus dieciocho años. Pero ahora era más oscura, más dueña.
Se disculpó con un leve gesto y comenzó a caminar hacia ella. Lento. Seguro. Devorando la distancia.
Valeria reaccionó por fin y giró sobre sus talones. Tenía que irse. Ya. Pero la galería era un laberinto, y terminó en un pasillo tranquilo, rumbo a las oficinas.
Y entonces sintió la mano.
Fuerte. Caliente. No tirando, solo… deteniéndola.
—No huyas, Vale —su voz era grave, áspera, cargada de algo antiguo y reconocible.
Ella se dio la vuelta obligada, aunque preferiría estar en cualquier otro lugar. El pasillo estaba casi vacío. Justo lo que no quería.
—No estoy huyendo. Estoy yéndome —dijo, fría como siempre.
Aarón no soltó su brazo. Estaban demasiado cerca. El aroma a sándalo, cuero caro y algo primitivo la envolvió como un recuerdo prohibido.
—Diez años, y sigues usando ese perfume con gardenia —murmuró él, bajando la mirada a su boca antes de volver a sus ojos—. Y sigues odiando los reencuentros.
—No tienes derecho a comentar mis hábitos —siseó ella—. Ni a estar aquí. Mi Dueño Secreto está muerto.
—Tú lo mataste —respondió con una calma letal—. Yo solo regresé.
La rabia hervía.
—No desapareciste. Me abandonaste. Sin una llamada. Sin un mensaje. Dejaste a una niña sin saber si estabas vivo o muerto.
La expresión de Aarón se oscureció.
—Había razones.
—No me importan. Ni tú tampoco —dijo, intentando soltarse, pero su agarre era férreo.
—Claro que te importo —repuso él, clavándole la mirada—. Mírame, Valeria. Mírame y dime que no sientes esto.
Soltó su brazo… solo para llevar la mano a su nuca. La obligó a levantar la barbilla con un gesto firme. No era ternura. Era una orden.
El cuerpo de Vale reaccionó antes que su mente. Se odió por ello.
—Siento desprecio —mintió.
Aarón sonrió, esa sonrisa que siempre la desarmaba.
—Mentirosa. Sientes fuego. El mismo que sentiste en el asiento trasero de mi coche, la primera vez que fuiste mía.
La acercó un paso más. Ya estaban pegados. Ella podía sentir la solidez de su pecho, su respiración, su calor.
—No soy la chica de hace diez años —susurró Vale—. Y tú no eres mi dueño.
—Claro que lo soy —gruñó—. Y lo serás otra vez. ¿Crees que volví a esta ciudad por gusto? Volví por ti.
No le dio tiempo de responder.
Aarón la besó.
Fue un beso que no pedía permiso. Tomaba. Reclamaba. Diez años de silencio comprimidos en un choque brutal. Valeria quiso resistirse, pero su cuerpo la traicionó. Las manos que intentaron empujarlo terminaron aferrándose a su traje. La furia se mezcló con el deseo hasta volverse indistinguibles.
Cuando se separaron, respiraban entrecortado, frentes juntas.
—Este es el precio de mi abrazo, Vale —susurró él—: la rendición total.
Su mano bajó lentamente por su espalda, justo al punto exacto donde el toque se volvía demasiado íntimo, demasiado revelador.
Un escalofrío la recorrió. No solo de deseo.
—¿Qué quieres de mí, Aarón? —preguntó, apenas audible.
—Todo —respondió—. Cada noche, cada recuerdo, cada secreto. Y desde hoy… no eres solo mi amante. Eres mi dueña secreta. Pero las reglas las pongo yo.
El siguiente beso fue más lento, más profundo. Una promesa. Una amenaza. Una caída libre.
Y Valeria, la mujer que había hecho de la luz dura su escudo, sintió cómo la oscuridad a la que él pertenecía volvía a reclamarla.