La lluvia caía con furia sobre los techos de teja de La Herradueddra, golpeando las ventanas con dedos helados de agua y viento. El cielo parecía estar en guerra consigo mismo, y los truenos hacían temblar los marcos de madera de las habitaciones. María dormía, aunque no profundamente. Su cuerpo, agotado, buscaba descanso, pero su mente aún batallaba contra sombras que no cesaban. En su sueño, estaba de nuevo allí: en aquel cuarto oscuro, la puerta cerrada, el aire viciado, y la figura de Julio acercándose, sus ojos desencajados y la voz envenenada. Volvía a sentir el miedo perforándole el pecho, la impotencia en los músculos, la náusea del horror. Escuchaba el rechinar de la cama, el roce áspero de la tela de su ropa siendo arrancada… —¡No! —gritó en sueños, incorporándose de golpe, emp

