María despertó con el canto de los gallos, envuelta en una sábana de algodón grueso que olía a jabón y leña. No recordaba la última vez que había dormido tan tranquila, sin miedo a que la puerta se abriera en la oscuridad.
Meche ya la esperaba con un vestido limpio y trenzas recién hechas.
—Vamos, niña, hoy el patrón quiere verte en el desayuno. No lo hagas esperar.
—¿El patrón? —preguntó con un sobresalto tímido— ¿yo?
—Sí, tú. Le caíste en gracia. No lo digas, pero te está cuidando como a una princesa.
El comedor era amplio, con vigas de madera y retratos de jinetes. Ramiro estaba sentado en la cabecera, bebiendo café n***o. Vestía camisa blanca remangada y el sol que entraba por la ventana le iluminaba el cabello dorado como si fuera fuego.
María se quedó quieta en la puerta. Él la miró y sonrió.
—Ven, niña. ¿Dormiste bien?
—Sí, señor… gracias.
—Come algo. Hoy vas a ayudar a Meche con el pan de elote. Quiero que aprendas a moverte en esta casa.
Mientras comía, ella no podía dejar de mirarlo. Era guapo, sí. Pero había algo más: esa forma de mirarla como si viera a través de su alma, como si supiera lo que había sufrido. Y, sin querer, su corazón dio un vuelco. Sintió algo extraño y nuevo.
Ramiro también la observaba. Ya no era solo la niña hambrienta de ayer. Esa mañana, sus ojos brillaban con inteligencia y dignidad. Algo en él se removió.
—Y cuando crezcas… vas a ser una mujer peligrosa, María —murmuró para sí, mientras ella mordía un pedazo de pan con timidez.
Julio apareció por la ventana, silbando.
—¡María! ¡Vamos con los potrillos!
Ella corrió al encuentro de su amigo, dejando tras de sí un aroma a canela y tierra húmeda. Ramiro los observó alejarse, apretando la mandíbula.
Sabía que debía mantener la distancia.
Sabía que era demasiado joven.
Pero también sabía una cosa:
María no sería una niña para siempre… y algún día, alguien la querría de verdad.
Y esa idea lo perseguiría durante años.
El sol de la mañana ya pegaba fuerte sobre los campos de La Herradura. Las gallinas cacareaban al fondo y el humo del fogón subía en espirales lentas desde la cocina. Meche había salido temprano a hacer trámites, y la tarea de ir a la secundaria del pueblo quedó en manos de otra señora del personal.
Después de horas en la fila y papeleo, María volvió corriendo, agitada, despeinada, con la blusa desabotonada en el cuello y los zapatos llenos de polvo, como si hubiese estado corriendo entre nopales. Con el cabello alborotado por el viento y la mochila mal puesta, irrumpió en el despacho del patrón sin tocar la puerta.
—¡Patrón! —exclamó con voz entrecortada— ¡Ya estoy inscrita!
Ramiro levantó la vista de unos documentos, y al verla, no pudo evitar sonreír. Se apoyó en el respaldo de su silla, dejando caer la pluma sobre la mesa.
—Niña… ¿en qué condiciones vienes? —dijo con una risa contenida— Parece que peleaste con un burro.
María se llevó la mano al cabello, notando por primera vez lo desarreglada que estaba. Avergonzada, bajó la mirada.
—Perdón, patrón… es que me emocioné mucho, nunca fui a una escuela de verdad. Meche me dijo que ya tenía mi lugar, y pues… me vine corriendo para avisarle.
Ramiro se levantó despacio, caminó hacia ella. La miró fijamente: su rostro aún era infantil, cubierto por una capa de sudor y sonrosado por el sol, pero sus ojos cafés brillaban con ilusión, con un fuego nuevo que él no recordaba haber visto nunca.
Y allí le llegó la punzada.
Ese maldito remordimiento.
Porque por un instante, uno fugaz pero profundo, la vio como mujer, no como niña. Porque el viento le alzó un poco la falda, porque el cuello de su blusa se abría apenas lo suficiente como para revelar el nacimiento de una figura distinta. Porque su voz, aunque aguda, ya no era del todo infantil.
Y eso lo hizo sentir… culpable.
Se giró de inmediato, carraspeando.
—Bueno… me alegra que ya estés inscrita. A partir de mañana, vas a estudiar en las mañanas y ayudar en las tardes. No quiero flojera.
—¡No, patrón! Le juro que voy a hacer todo.
—Mejor peínate antes de venir a gritarme como gallina loca, ¿quieres? —bromeó, sin voltear.
Ella rió, bajando la cabeza, pero se quedó ahí unos segundos.
—Gracias por todo, patrón.
Él finalmente giró, serio.
—María… todavía eres una niña. No lo olvides.
Ella asintió lentamente. No entendía del todo lo que quiso decirle. Pero algo, en su forma de mirarla, le dejó el corazón latiendo fuerte.
Cuando ella salió, corriendo otra vez rumbo a las caballerizas, Ramiro apoyó las manos en el escritorio y respiró hondo.
—Maldita sea… no puedes verla así —se dijo en voz baja.
Y sin embargo, esa noche, al cerrar los ojos, recordó la forma en que ella le había sonreído… y se odió un poco por ello.