El amanecer llegó con un silencio extraño. La hacienda solía despertar con el canto de los gallos, el sonido de los caballos resoplando y las risas de los peones. Pero ese día, todo parecía más… apagado.
María abrió los ojos sin ganas.
Sabía que hoy el señor Ramiro se iría.
Se puso su vestido azul claro, el que Meche le había ajustado con cariño la semana pasada, y se peinó lo mejor que pudo. Pero al mirarse al espejo notó que tenía los ojos hinchados.
Bajó a la cocina sin decir mucho.
—Buenos días, niña —dijo Meche, observándola de reojo.
—Buenos días… —respondió bajito.
—¿Te vas a despedir del patrón?
María dudó.
—No sé si quiera verme —respondió, mientras tomaba un pedazo de pan dulce—. Está muy ocupado.
—Tú sabes que sí quiere, aunque no lo diga —respondió Meche, como si supiera algo más.
Y lo sabía.
Minutos después, el sonido de las ruedas del coche se escuchó en el empedrado. Ramiro estaba subiendo sus maletas. Julio lo ayudaba con energía.
María se acercó, tímida.
—¿Ya se va, señor Ramiro?
Él se volteó, y su mirada se suavizó en cuanto la vio.
—Ya casi, María. Me alegra que hayas bajado.
Ella asintió, sin atreverse a acercarse demasiado.
—Cuídese mucho, patrón.
—Y tú cuídate más, María… Confío en ti.
Esa última frase la desconcertó. ¿Por qué confiar en ella? ¿A qué se refería?
Ramiro subió al coche. Y por un instante, sus miradas se cruzaron.
Ella no dijo nada.
Él tampoco.
Pero algo se detuvo en el aire entre ellos.
El auto arrancó.
Y María sintió que algo la abandonaba con ese coche.
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Esa tarde, Julio la buscó para dar un paseo por los corrales.
—¿Quieres montar conmigo? Te enseño a galopar —le dijo con entusiasmo.
María sonrió, asintió, y montó a la yegua blanca que tanto le gustaba.
Galoparon por la pradera, entre árboles de mezquite, y el viento alborotaba su cabello dorado.
Julio la miraba con ojos llenos de amor. Ella, por un momento, se olvidó del vacío.
—Eres muy linda, María… ¿Lo sabes?
Ella se sonrojó.
—Gracias, Julio…
—Cuando seas más grande, quiero pedirte que seas mi novia de verdad. ¿Te gustaría?
María se quedó callada.
No sabía qué responder.
No quería lastimarlo… pero tampoco mentirse a sí misma.
—No lo sé, Julio… Aún falta mucho para eso.
Julio bajó la mirada.
—Yo puedo esperarte.
Desde la ventana de la cocina, Meche observaba la escena.
Y suspiró con pesar.
—Ay niña… no sabes el lío en el que ya estás metida —murmuró mientras tallaba los trastes.
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Esa noche, María se acostó temprano.
Pero no podía dormir.
Se levantó, fue al ventanal, y se quedó mirando el cielo estrellado.
Pensaba en Ramiro.
En su mirada antes de subir al coche.
En cómo su voz cambiaba cuando le hablaba a ella.
En ese extraño calor que le recorría el cuerpo cuando él estaba cerca.
Y por primera vez, se sintió culpable.
—¿Por qué me siento así… si solo soy una niña?
El sol ya no era el mismo sin él.
Pasaron semanas desde que el patrón Ramiro partió a Tijuana. Al principio, todos creían que su viaje duraría poco. Pero no fue así. Meche fue la primera en darse cuenta de que ese viaje no era solo por negocios… sino también por huida.
Ramiro Bárcenas estaba escapando de algo que no podía aceptar.
—Me voy a quedar en la frontera unos meses más —le dijo por teléfono a Meche—. Hay otras haciendas que necesitan apoyo técnico… exportación de caballos.
—Ajá… y eso tiene que ver con que no puedes mirar a los ojos a una niña de 13 años sin sentirte un criminal, ¿verdad? —pensó Meche, pero no lo dijo. Solo respondió:
—Como usted diga, patrón. La niña pregunta por usted todos los días.
Silencio al otro lado de la línea.
—¿Está bien…? ¿Cómo se porta?
—Bien, estudia mucho. Anda de la mano de Julio siempre. Ya son noviecitos, me parece.
Y ahí, del otro lado, el corazón de Ramiro se encogió. Sin tener derecho alguno.
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Los años pasaron.
María terminó la secundaria. Luego la preparatoria.
En las tardes, seguía ayudando en la hacienda, aunque ya no vivía allí. Se mudó con una familia amiga del pueblo, cerca de la escuela. Pero cada semana regresaba a La Herradura, montando su yegua blanca, como quien vuelve al lugar donde nació el alma.
Y cada vez que venía, dejaba una carta.
Se las entregaba a Meche.
—Dásela al patrón, por favor… si aún le importa.
Meche las enviaba por correo, o se las guardaba hasta que Ramiro pasaba de visita fugaz, como lo hacía dos o tres veces al año. Nunca se quedaba más de un día. Nunca preguntaba por nadie… excepto por ella.
—¿Y María? ¿Sigue estudiando?
—Sí, quiere ser maestra. Sale con Julio todavía.
Ramiro asentía. Fingía que no le dolía. Pero al volver al hotel, leía las cartas como si fueran evangelios.
> “Querido patrón…”, comenzaban siempre.
“…Hoy pasé un examen muy difícil, y me acordé de usted, de cómo me enseñó a cuidar caballos, a montar con equilibrio. Usted me dio disciplina, aunque no lo sepa.”
“…A veces me pregunto si recuerda cómo me veía cuando llegué a su puerta, toda mugrosa y triste. Ahora estoy diferente, me peino mejor… ya crecí. Pero aún soy la misma niña que lo admira.”
A Ramiro se le rompía el alma con cada palabra.
No podía responderle.
No debía hacerlo.
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Un día, Meche lo encaró.
—¿Qué estás haciendo contigo, Ramiro?
—Trabajando.
—No. Huyendo.
—Estoy haciendo lo correcto —dijo él, evitando su mirada—. No tengo derecho a sentir lo que siento. María es una niña…
—Ya no lo es —interrumpió Meche con firmeza—. Va a cumplir 18 años el mes próximo. Y esa niña, como tú le dices, te espera. No lo dice, pero yo lo veo en sus ojos cada vez que escribe tus cartas.
Ramiro tragó saliva.
Se quedó mirando la llanura desde la ventana del despacho de su departamento en la Ciudad de México.
—¿Y Julio?
—Julio es buen muchacho… pero ella no lo ama como tú quisieras.
Ramiro apretó los puños.
—Entonces… ¿qué se supone que haga?
—Volver —respondió Meche sin titubear—. Volver a enfrentar lo que realmente sientes.
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Mientras tanto, en La Herradura, María escribía otra carta.
Ya era toda una mujer. De cuerpo y de alma. Pero en su corazón, aún latía una niña… que esperaba a su patrón.
> “…Extraño su voz. Su manera de ver todo con calma. No sé si usted aún me ve como una chiquilla, pero yo ya no lo soy. Y si algún día vuelve… me gustaría que me vea con otros ojos.”
> Ramiro leyó la carta esa noche. Y por primera vez en seis años, lloró en silencio. Sabía que no podía esconderse más… No de María. No de lo que sentía.