La sala de visitas del reclusorio no era más que un rectángulo sin alma: paredes grisáceas, una hilera de sillas atornilladas al piso y mesas de metal con bordes redondeados, como si incluso la esperanza pudiera cortarse ahí dentro. María entró con el uniforme caqui arrugado, el rostro pálido pero la mirada afilada. Llevaba la cabeza en alto, el paso firme. No era la misma niña que entró semanas atrás llorando. Estela le había enseñado a endurecerse, a no regalar el alma tan fácil. Ramiro estaba esperándola, sentado en su silla de ruedas. Su rostro mostraba el desgaste de los últimos días: ojeras marcadas, la mandíbula apretada y un dejo de angustia contenida. La vio acercarse y sintió un puñal atravesarle el pecho. —Hola, María… —dijo, con la voz quebrada. Ella se detuvo frente a la m

