Ramiro llevaba más de veinticuatro horas en piso, con la mirada clavada en el techo blanco del hospital, sin sentir sus piernas, sin querer hablar con nadie. El mundo afuera seguía, pero para él se había detenido la noche en que lo arrebataron todo. El dolor físico era apenas una sombra comparado con el dolor que lo quemaba por dentro. Cuando el padre de Julio, don Martín, entró a la habitación, lo hizo en silencio, con el sombrero en la mano y los ojos secos pero rojos. Ramiro no le temía. Pero tampoco esperaba lo que venía. —No vengo con rencores, patrón —dijo Martín, llamándolo así como cuando eran socios y amigos—. Vengo a pedir justicia. Porque mi hijo, aunque equivocado, murió como hombre herido. Celoso, sí. Loco, tal vez. Pero con el corazón destrozado por una mujer que lo traici

