La noche había caído con sigilo sobre la hacienda La Herradura. El silencio sólo era interrumpido por el canto de los grillos y el crujir ocasional de las ramas secas al viento. Ana María, con expresión cansada pero firme, tocó la puerta de la habitación de María.
—¿María? —llamó en voz baja—. ¿Podrías ayudarme con el baño de Ramiro como ayer? pregunto Ana María
María, que acababa de terminar de doblar unas sábanas, sintió un leve cosquilleo recorrerle la espalda. Su estómago se encogió. Sabía que ese momento llegaría. Asintió sin decir palabra, tomó una toalla limpia, una muda de ropa de Ramiro y siguió a Ana María.
La habitación de Ramiro estaba en penumbras, iluminada apenas por una lámpara de aceite en la esquina. El ambiente olía a jabón neutro, madera y un leve perfume a tabaco a
