CAPÍTULO 22: Celos

1211 Words
SEIK Tras las patrullas matutinas, los guerreros y algunos novatos nos dirigimos al comedor. En el camino, nos topamos con un grupo de hembras enfrascadas en una discusión y al prestar atención, alcancé a oír cómo Elisabeth llamaba “poca cosa” con aire despectivo a Aria. Ella ni se inmutó ante el insulto, lo cual me hace pensar que está acostumbrada a ese trato. Cuando terminamos de comer, Elisabeth me llama con una voz melosa, cargada de intención. Los machos, al verla acercarse, se retiran, dejándonos a solas. —Seik, hola. Me detengo y la miro serio, sin ganas de entretenerme en una conversación con ella. —Hola, Eli —respondo. Ella no capta la falta de entusiasmo. Se acerca demasiado e invade mi espacio personal posando su mano sobre mi brazo. Su mirada se pasea deliberadamente desde mi pecho hasta mi rostro, queriendo hacerse notar a toda costa. —Estaba deseando verte de nuevo… —murmura, clavando sus ojos en los míos con una sonrisa pícara. —Tu padre me comentó que te ha ido muy bien en París —digo, frío. Siento su mano aún en mi brazo; su descaro es incómodo y molesto. Antes de que pueda responder, escucho murmullos y, al girar la cabeza, veo a Aria y al cachorro doblar la esquina, hablando y riendo. Se detienen al encontrarnos. Aria mira brevemente mi brazo, nota el toque de Elisabeth, pero su expresión no cambia. Mantiene una calma casi indiferente, como si la escena no le importara en absoluto. —No sabíamos que había alguien por aquí —dice Aria con tono neutral, antes de girarse hacia Marcus. —Nos vamos, Marcus. Se marchan, dejando tras ellos el eco de las pisadas. Elisabeth, lejos de incomodarse, aprovecha la oportunidad para redoblar su actitud. Se gira hacia mí con una sonrisa que pretende ser encantadora, pero que solo logra irritarme. —Me ha ido muy bien, pero al regresar me encontré con una sorpresa. Te has comprometido y vas a casarte con una mujer loba de otra manada. No entiendo cómo mi padre ha permitido algo así… No aparta la mano de mi brazo y está claro que se cree la mujer loba más importante de la manada osino no me estaría hablando así. —Ha sido decisión del Alfa… —intento explicar, pero no me deja continuar. —Esa hembra es tan poca cosa… Además, ni siquiera es de nuestra manada. ¿De verdad va a ser Luna? No es digna para ese puesto. Yo soy la mujer loba más adecuada, se puede ver a simple vista. Tengo el linaje, la posición y… No la dejo terminar. Mi aura alfa emerge con fuerza, llenando el espacio. Veo cómo traga saliva, intimidada, pero aún no baja la mirada. —Elisabeth, no sabía que ahora tenías derecho a decirme qué hacer —mi tono es gélido, autoritario. —Pero es la verdad… mírame —replica, señalando las curvas de su cuerpo como si eso fuera argumento. —No merece la pena seguir hablando contigo. Mis ojos se clavan en los suyos y noto el estremecimiento que recorre su cuerpo por el efecto de mi aura de mando. Está acostumbrada a imponer su voluntad, pero yo no voy a tolerar su arrogancia ni su intromisión. Me doy media vuelta y me alejo. Mis pasos son firmes, con una irritación que hierve bajo la superficie. Elisabeth es molesta y se cree intocable; su insistencia en meter las narices donde no debe me exaspera, y me fastidia aún más, que su padre insista en emparejarnos. No merece más de mi tiempo. Me uno a los hombres lobo de la manada mientras nos dirigimos a la arena de entrenamiento. Esta tarde tenemos una sesión especial con los cachorros que recién comienzan su instrucción. Entre ellos está Marcus. Al llegar a la arena, encontramos a los cachorros agrupados en pequeños círculos. Marcus está apartado, de pie, con la mirada perdida en el horizonte. Hay algo en su postura que me sugiere que no se siente parte del grupo, como si no encajara. Cuando los pequeños notan nuestra presencia, los cachorros se enderezan de inmediato y nos ofrecen el saludo formal, firmes y respetuosos. Sus movimientos rígidos dejan claro cuánto nos admiran, o quizás cuánto nos temen. Mi beta no pierde tiempo y da las primeras órdenes. —Cachorros, a calentar. La arena cobra vida. Los pequeños, de entre seis y quince años, corren, saltan y realizan ejercicios para entrar en calor. Los más chicos son torpes pero entusiastas; los mayores ya muestran mayor control sobre sus movimientos. Cuando terminan, mi beta llama de nuevo su atención. —Hoy aprenderemos maniobras de defensa y ataque. Practicaremos con pareja. Los cachorros se agrupan, atentos a nuestras instrucciones. Mientras los observo, veo la diversidad de habilidades entre ellos. Algunos, con años de entrenamiento, muestran destreza; otros novatos compensan la falta de experiencia con esfuerzo y determinación. Les explico que en una batalla no solo importa la técnica de combate, sino también el arte de intimidar al enemigo. Los cachorros me escuchan con los ojos brillantes, absorbiendo el conocimiento como si fuera su primer paso hacia convertirse en guerreros de la manada. Mis ojos vuelven a posarse en Marcus. El pequeño pone empeño por hacerlo bien; mira frecuentemente a los mayores para fijarse en sus movimientos y aprender. Esta luchando contra un cachorro algo más alto y por eso tiene dificultades; lo derriban una y otra vez pero no se amedrenta; lo intenta sin descanso. Mi beta se acerca a los pequeños y les explica algunos movimientos y agarres. Sigo observando y, al rato, veo cómo Marcus, tras varios intentos, logra derribar a su contrincante. Tiene una sonrisa genuina en el rostro y está feliz. En cambio, el otro cachorro cambia el semblante y le dice: —Solo has tenido suerte, alguien como tú no me llega ni a la punta de los zapatos. Marcus lo mira, ligeramente triste y a la vez enfadado. —Vaya, ¿no te gusta lo que digo? Ve a llorarle a tu hermanita —responde otro con desprecio, intentando aparentar indiferencia. La cara de Marcus cambia tras la mención de Aria. —Ni se te ocurra hablar de mi hermana. —¿Por qué? Ella no es nadie aquí, no sé por qué debería tenerle respeto. Además, todos dicen que esa hembra es una inútil, una desgracia para nuestra manada que se convierta en nuestra Luna… Marcus se lanza sobre él con rabia; el cachorro lo golpea en la nariz y le hace una herida. Se enzarzan en una pelea a puños. Mi beta los separa a la fuerza. Ambos están rojos de ira pero cuando me acerco mi presencia los hace estremecer y bajar la cabeza. —Ha sido él quien me ha atacado… se ha vuelto loco de repente —balbucea uno. Marcus se mantiene en silencio, avergonzado, con la cabeza gacha, mostrandome respeto. —Cállate —lo miro serio—. Beta, llévate a Jeri con su familia. Lo miró y le digo: —Pronto recibirás tu castigo. El cachorro queda enmudecido; no dice nada, sabe que será peor. Llamo a un novato y le pido que avise a la hembra que la quiero ver en mi despacho.
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