1. Zapatos rotos, sueños grandes.
POV Luisa María Gutiérrez
—¡Miren los zapatos de la genia!
La carcajada de Jessica cortó el aire caliente como un machete. A las siete de la mañana el sol de Araure ya quemaba la piel y el pasillo del liceo olía a polvo húmedo.
Yo apenas había cruzado el portón cuando el coro de risas me siguió como un enjambre.
Bajé la mirada. La suela del zapato derecho tenía un hilo suelto y una pequeña g****a que mi mamá había intentado pegar la noche anterior con el último resto de pega loca. No era ningún secreto.
—Con razón quiere ser abogada —añadió un muchacho de tercero, entre carcajadas—. A ver si gana plata para comprarse unos de verdad.
Respiré hondo. Podía sentir cómo el calor me subía por las mejillas, pero no iba a darles el gusto de verme herida. Me giré despacio, mirándolos uno por uno.
—Prefiero tener los zapatos rotos y no el cerebro vacío —les solté, con una sonrisa tan dulce que casi parecía cortesía—. O lleno de serrín, como algunos por aquí.
El grupito se quedó callado apenas un segundo. Luego escuché un par de “¡uuuh!” burlones, esa exclamación que usan cuando alguien recibe un golpe de palabra. Jessica frunció la boca, ofendida.
—Ay, qué fina —escupió, fingiendo una risa que no le salió.
Yo seguí mi camino como si nada. Dentro de mí, sin embargo, una chispa de satisfacción encendió algo más fuerte que la rabia. En el taller de mi papá no sobraba el dinero y mis zapatos lo sabían, pero mi promedio hablaba más fuerte que cualquier suela desgastada.
Entré al salón y me senté en mi pupitre de siempre, en la segunda fila, junto a la ventana. El ventilador del techo giraba perezoso, moviendo el aire caliente sin refrescar nada. Saqué mis cuadernos y repasé las últimas declinaciones de latín que el profesor había mencionado. A mi alrededor seguían los cuchicheos, pero los dejé caer como lluvia sobre un techo de zinc.
Las primeras horas de clase pasaron entre dictados de historia y un examen sorpresa de matemáticas. Cada vez que el profesor entregaba las notas, yo sentía la misma mezcla de nervios y orgullo. Esa mañana no fue distinta.
—Luisa María Gutiérrez, veinte puntos —dijo el profesor, golpeando el escritorio para pedir silencio.
Algunos compañeros resoplaron. Otros rodaron los ojos. Yo solo tomé mi hoja con una sonrisa que preferí mantener discreta. Sabía que a más de uno le molestaba que la hija del mecánico, la de los zapatos remendados, se llevara siempre las mejores calificaciones.
—Felicitaciones, Gutiérrez —añadió el profesor—. Ese es el ejemplo a seguir.
—Ejemplo de ratón de biblioteca —murmuró alguien en la última fila. Las risas brotaron como un soplo de viento caliente.
No me molesté en voltear. El murmullo se perdió en el zumbido del ventilador y en la voz del profesor que continuó con la clase. Mi mamá solía decir que la envidia ajena es la prueba de que vas en buen camino; yo prefería pensar que el ruido de los demás era solo eso: ruido.
La mañana se fue desgranando entre pizarras y cuadernos. Afuera, el sol seguía cayendo a plomo sobre el patio del liceo.
El último timbre retumbó como una campanada de libertad en medio del calor pegajoso de la tarde. Cuando sonaba, el pueblo entero parecía quedarse en silencio un segundo antes de que los estudiantes saliéramos en estampida.
Ese día yo no corrí. Me quedé guardando mis cuadernos con la misma paciencia con la que mi mamá acomodaba la vajilla en la repisa, porque había algo en el aire, un presentimiento que no sabía explicar.
Doña Teresa, la directora, apareció en la puerta con un sobre color marfil en la mano. Era una mujer de mirada severa y voz grave que rara vez sonreía; por eso me sorprendió el brillo en sus ojos.
—Luisa —llamó, con un tono que me hizo enderezarme—. Esto es para ti.
El murmullo de la clase se apagó. Hasta el ventilador pareció girar más lento. Caminé hasta el escritorio con las piernas de trapo y el corazón golpeando como si quisiera salirse.
—Llegó esta mañana —explicó, entregándome el sobre.
Lo tomé con ambas manos. El papel, grueso y elegante, parecía ajeno a nuestro pueblo de calles de tierra. Mis dedos sudaban; temí mancharlo. Metí la uña bajo el sello y escuché el sonido del papel al rasgarse.
“Universidad de Los Andes. Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas. Por la presente notificamos que la estudiante Luisa María Gutiérrez ha sido admitida en la carrera de Derecho para el próximo período académico.”
Las palabras brillaron como un relámpago. Por un instante dejé de oír todo: el zumbido del ventilador, los murmullos, incluso mi propio pulso.
Un temblor me subió desde el estómago hasta la nuca. Pensé en mi papá, en sus manos curtidas de gasoil; en mi mamá, con la piel agrietada de tanto lavar ropa ajena; en las noches, a la luz temblorosa de una vela que parpadeaba cada vez que fallaba la electricidad. Todo eso estaba ahora resumido en un papel con sello azul.
—¿Qué dice? —preguntó alguien, incapaz de contener la curiosidad.
Tragué saliva. Mi voz salió como un suspiro.
—Me aceptaron… en la Universidad de Los Andes.
El aula estalló en aplausos improvisados. Algunos compañeros, incluso los que se habían burlado de mis zapatos, guardaron silencio incómodo. Mariela, mi amiga de toda la vida, me abrazó con un grito que casi me deja sorda. Sentí un calor distinto al del sol: el calor de un orgullo que por fin podía tocar con las manos.
La directora me dio una palmadita en el hombro.
—Sabíamos que lo lograrías —dijo, antes de salir del aula—. Ahora empieza lo más difícil: sostener ese sueño.
Abracé la carta contra el pecho. En ese momento, los zapatos rotos dejaron de importar. Yo tenía el camino abierto hacia Mérida, hacia la Facultad de Derecho, hacia un futuro que ni el polvo del pueblo ni las burlas podían ensuciar.
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Caminé a paso rápido por las calles de tierra, todavía con la carta apretada contra el pecho. El sol caía a plomo y el viento tibio traía olor a leña y a gallinas recién encerradas. Cada vez que sentía el papel crujir dentro del sobre, el corazón me latía más fuerte.
Nuestra casa estaba al final de un callejón polvoriento, un rectángulo de bloques con pintura desconchada y techo de zinc que cuando llovía goteaba. Desde la esquina ya podía oír el silbido de mi papá, la señal de que había vuelto del taller.
Mi mamá estaba en el patio, frente al tendedero, exprimiendo una sábana que chorreaba agua. Tenía los brazos salpicados de jabón y la falda pegada a las piernas.
—Mamá —llamé, apenas crucé el portón.
Ella levantó la cabeza y me miró primero con extrañeza, después con una chispa de alarma.
—¿Qué pasó, hija? —preguntó, dejando caer la sábana en el balde.
Extendí el sobre sin poder disimular la sonrisa.
—Me aceptaron —dije de un tirón—. ¡En la Universidad de Los Andes!
Por un segundo pareció que el tiempo se detenía. Mi mamá se llevó las manos a la boca y los ojos se le llenaron de lágrimas antes de que pudiera siquiera secarse las manos. Me abrazó, empapándome la blusa con agua de jabón.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó con un sollozo breve—. Sabía que podías, Luisa… lo sabía.
El chirrido de la mecedora en el corredor anunció que mi papá se levantaba. Apareció en la puerta con un trapo engrasado colgándole del bolsillo, el rostro brillando de sudor y con ese olor a gasoil que siempre lo seguía.
—¿Qué es ese alboroto? —preguntó, arrugando la frente.
—¡Papá! —casi grité—. Me aceptaron en la Universidad de Los Andes, para estudiar Derecho.
Vi cómo sus ojos se agrandaban y, por un instante, la dureza habitual de su rostro se ablandó. Caminó hacia mí, me puso una mano en el hombro y me miró de arriba abajo como si quisiera grabar la escena para siempre.
—Orgulloso, me tienes, hija —dijo en voz baja—. Orgulloso de verdad.
Sentí un nudo en la garganta. Mi papá rara vez decía palabras así. Pero apenas ese orgullo asomó, una sombra de preocupación se le cruzó por la cara.
—Mérida… —murmuró, como si saboreara la distancia—. Eso queda lejos.
Mi mamá, que todavía me tenía de la mano, bajó la mirada.
—Y cuesta —añadió en un susurro.
Yo también lo sabía. En nuestra casa cada bolívar se estiraba como masa de arepa. El taller de mi papá apenas daba para los gastos de la semana y las planchadas de mi mamá servían solo para remendar lo que faltaba.
—Yo… puedo trabajar en vacaciones —me apresuré a decir—. Puedo dar clases de tareas dirigidas, cuidar niños… lo que sea.
Papá negó con la cabeza, sin dejar de mirarme.
—No es solo el pasaje —dijo—. Allá la comida cuesta, la pensión cuesta, los libros… las copias.
Se pasó la mano por el cabello, salpicado de canas.
—Habrá que hablar con don Hilario.
El nombre cayó como una piedra en un balde de agua. Don Hilario, el prestamista del pueblo, llevaba un cuaderno de tapas rotas donde anotaba cada deuda. Nadie pedía dinero allí si no era por necesidad.
—Papá, no quiero que pidan prestado —murmuré, sintiendo un pellizco de culpa que me encogió el pecho.
—¿Y cómo piensas llegar a Mérida, hija? —intervino mi mamá, con voz suave pero firme—. Tú te ganaste ese cupo. Si hay que endeudarse, lo haremos.
—Puedo trabajar estos meses y quizá pedir una beca —intenté, casi suplicante.
El silencio que siguió fue pesado. Escuché a los grillos empezar su concierto y el lejano mugido de una vaca. Me senté en la silla de madera del corredor, la misma que mi papá había hecho cuando yo tenía diez años. Apreté la carta entre las manos, con la emoción y la culpa, enredándose como dos hilos imposibles de separar.
Papá se agachó frente a mí. Sus manos ásperas me enmarcaron la cara.
—Mírame, Luisa —me dijo—. Si hay algo que vale, cada sacrificio es la educación. Tu mamá y yo solo estudiamos primaria. Tú serás la primera en llevar este apellido a una universidad. Eso no es una carga: es un orgullo.
Las lágrimas que había contenido todo el día se me escaparon. Lo abracé fuertemente; su camisa olía a aceite de motor y a polvo de carretera.
Mi mamá miró al cielo, como si quisiera sellar la decisión en el firmamento.
—Ya vas a ver que todo saldrá bien. Si tenemos que pedir prestado, pediremos. Dios proveerá.
Nos quedamos un rato en silencio, los tres sentados en el corredor mientras la noche caía. El cielo se volvió violeta y las primeras estrellas comenzaron a parpadear.
Yo pensaba en Mérida, en las montañas que había visto solo en fotos, en la neblina bajando sobre los tejados. Imaginaba los pasillos de la Facultad de Derecho, los libros de leyes, los estudiantes con bufandas de colores. Y al mismo tiempo sentía el peso de cada moneda que mis padres tendrían que juntar para que yo pudiera llegar hasta allí.
—Hija —dijo mi mamá al fin—, cuando llegues a esa ciudad no olvides quién eres. Llévate tu fe y tu educación. Allá nadie te va a cuidar como aquí.
—No lo olvidaré —le prometí.
Mi papá encendió el viejo farol de querosén. La luz amarillenta iluminó nuestras caras. En ese instante supe que mi sueño ya no era solo mío: también era de ellos. Su sacrificio sería el cimiento de cada paso que diera en Mérida.
Esa noche, cuando me fui a dormir, guardé la carta debajo de la almohada. Escuchaba los grillos y sentía un agradecimiento tan grande que casi dolía. El futuro me esperaba lejos, en tierras frías, pero cada palabra de esa carta llevaba el esfuerzo de mis padres.
Y mientras el farol del corredor se apagaba lentamente, una certeza me erizó la piel: aquella carta no solo me abría un camino, también me empujaba a una vida donde nada volvería a ser igual.