Capítulo 30: La cacería

1211 Words
Capítulo 30: La Cacería El amanecer no trajo esperanza. Un cielo gris y sucio amenazaba con lluvia negra, y la ciudad—ya devastada—parecía todavía guardar sus secretos más oscuros. Ariadna y Cloe avanzaban con cautela las calles vacías entre edificios derruidos, dejándose llevar por una información casi inverosímil: debajo del centro comercial se encontraban provisiones olvidadas, agua embotellada, medicinas. Lo suficiente para sobrevivir otro mes, pensaron, si es que lograban llegar. —No hables —susurró Ariadna, apretando la mano de su hermana. El miedo ya no era un lujo que podían permitir. Atravesaron una tienda de electrodomésticos convertida en ruinas vivientes: vitrinas destrozadas, maniquíes caídos, bolsas de basura carbonizada. La puerta lateral del centro comercial, oxidada y semidestruida, se abrió apenas con un empujón. Dentro, el aire era un golpe de humedad y muerte. Las escaleras metálicas que descendían al subsuelo eran una boca negra que parecía susurrarles la palabra *“muere”*. Pero ellas bajaron. El almacén estaba sellado, pero el candado cedió con fuerza. El sótano se iluminó con lámparas desesperadas. Todo estaba ahí: comida enlatada podrida, estanterías derruidas, una pequeña puerta que daba a la sección militar. —Coge lo que puedas —ordenó Ariadna, mientras Cloe acariciaba una botella de agua intacta. Pero el silencio no era real. Llegó el primer golpe: *thud*. Luego otro, seco, metálico. Como si algo marchara tras ellas. Las luces titilaron. Los tubos fluorescentes parpadearon. El sonido se intensificó: un gruñido gutural, espeso. Las sombras se movieron. Y salieron de ellas. Unos mutados tipo X. Más altos, ojos vidriosos, quirúrgicamente deformados. Ya no eran muertos con hambre, eran cazadores inteligentes. Ariadna alzó la lanza que habían fabricado, apuntó y disparó. Dos impactos directos que apenas ralentizaron al líder. La criatura atacó. Arañó, mordió. — ¡Corre, Cloe! —gritó Ariadna. La carrera fue mortal: luces rotas, cadáveres arrastrados, retazos de venas expuestas. Kikks aparecía y desaparecía, moviéndose como un demonio. Cloe tropezó. El mutado estaba encima. Ariadna le clavó un cuchillo en el cráneo. Gritó con todas sus fuerzas, con la sangre considerándose justicia y lamento. Corrieron hacia una puerta marcada como “ALMACÉN SEGURIDAD—RESPIRADORES”. Cloe se armó con una linterna, Ariadna apuntaba con un rifle milimétrico. Empujaron la puerta y se protegieron tras los barrotes. Dentro, habían cajas enteras de kits médicos y comida sellada, bolsas de agua, una radio funcional. —Estamos vivas —dijo Ariadna, con voz rota. —Y tú me salvaste —respondió Cloe con lágrimas. Se abrazaron al centro del almacén, temblando. Atrás, un martilleo brutal sacudía la puerta de acero. El mutado los había seguido. Ariadna levantó el puño, con todas las fuerzas que le quedaban. —No vendrá. Pero el candado cedió. Una mano arrasó con los barrotes. La oscuridad avanzó. Y entonces el cielo se iluminó. Cloe, con una valentía nueva, activó la radio. —¡Ariel Sierra, aquí Ari Vega! —gritó con voz firme—. Si pueden escucharme… envíen ayuda. Tenemos provisiones y… zombies afuera. La voz al otro lado volvió como un rayo de luz: —Te escucho. Aguanta. Envío un equipo. Ariadna y Cloe se miraron. No estaban solas. Pero la cacería no había terminado. Solo había comenzado y solo esperaban que ellos no fueran las presas. El sonido metálico del candado reventando resonó como un disparo. Ariadna jaló a Cloe detrás de unas cajas mientras la puerta del almacén temblaba. El mutado X seguía golpeando, sus uñas afiladas rayaban el metal. Un chillido agudo llenó el aire, como si la criatura estuviera perdiendo la paciencia… o disfrutando del juego. —No tenemos más salida —murmuró Ariadna, respirando agitada—. Si entra, se acabó. Cloe asintió, pálida. Estaba en shock. Temblaba, pero no lloraba. Se obligaba a mantenerse fuerte. Ariadna revisó su mochila. Un par de bengalas, un encendedor, una botella de alcohol, vendas, dos balas más. Una oportunidad. —Cloe, escúchame. Vamos a prenderle fuego si entra. Solo así podremos escapar. —¿Y si no funciona? —Entonces… que nos recuerden como hermanas que no se rindieron. La puerta se desplomó. La criatura irrumpió, enorme, casi el doble de tamaño de un humano, con su carne cosida, dientes sobre dientes, y ojos inyectados en sangre. Olía a podredumbre, a químicos, a muerte. Ariadna arrojó la botella envuelta en una tira de tela encendida. ¡Boom! El fuego envolvió al mutado, que chilló como una pesadilla viva, tambaleándose. Las llamas lo devoraban pero no lo mataban. Daba pasos ciegos, incendiando todo a su paso. —¡Ahora! —gritó Ariadna. Corrieron por un pasillo trasero que se abría entre los estantes. La puerta de emergencia cedió con un empujón. El humo las envolvió. La calle se sentía como un mundo distinto: más fría, más cruel. Pero estaban vivas. Horas después. Refugiadas en un taller mecánico abandonado, con la puerta atrancada por vehículos y herramientas oxidadas, Ariadna y Cloe descansaban por fin. El fuego aún olía en sus ropas. Tenían los labios partidos, heridas en brazos y piernas. Pero había silencio. Y por primera vez en semanas, pudieron respirar. Ariadna rompió el momento. —¿Recuerdas cuando mamá nos llevaba al río a pescar? —preguntó, su voz suave, apagada. —Sí —respondió Cloe, abrazándose las rodillas—. Mamá siempre decía que el agua se llevaba los miedos… —Ojalá estuviéramos allá. Silencio. Entonces Cloe rompió a llorar. Por primera vez desde que todo empezó, su cuerpo se sacudió sin control. Ariadna no pudo contenerlo. También lloró. Por su madre. Por Ortega. Por su padre, mordido y perdido. Por lo que ya no eran. Por todo lo que no podían decir. —Yo quiero que termine —susurró Cloe, apenas audible—. No quiero seguir matando. Ariadna la abrazó con fuerza. —Yo tampoco, hermanita. Pero mientras respiremos… lo vamos a intentar. En ese instante A lo lejos, una figura caminaba entre los escombros. Era su padre. Pero no del todo. Vestía su chaqueta militar, su mirada seguía siendo humana, aunque diluida. El virus avanzaba, lo hacía más lento… pero lo había transformado. Sus dedos ya estaban deformes, su piel tomaba un matiz grisáceo. Pero su expresión… aún era la de un hombre. —Ariadna… —murmuró, apoyándose contra una pared—. Hija… Ariadna salió al encuentro, con el corazón en llamas. —¡Papá! —No… no te acerques. Escúchame… El hombre temblaba. Tenía espasmos. Se tocaba la cabeza. Sus recuerdos se mezclaban. —Quise… llegar antes. Quise salvarlas. Fallé. —No, no fallaste… aún estás aquí —lloró Ariadna, tomándolo de la mano. —No por mucho. El virus está… adentro. Me retuerzo por dentro, Ari. Escucho voces… siento hambre… pero aún sé quién eres tú. Aún te reconozco. A ti… y a Cloe. Ariadna cayó de rodillas. —¿Qué hago, papá? —Prométeme que si dejo de ser yo… tú… harás lo necesario. Ariadna se quedó helada. —Papá… —Promételo. Por tu madre. Por mí. Por ustedes. La luna se alzaba. El tiempo se agotaba. Ariadna cerró los ojos y, con la voz rota, respondió: —Lo prometo. Y entonces, por un instante eterno… él sonrió como nunca lo había hecho antes y sobretodo a sus hijas.
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