Capítulo 39: Lo que no debería existir
El pasillo vibraba con cada paso de aquellas siluetas.
No corrían. No necesitaban hacerlo.
Sus cuerpos eran altos, anchos, con la piel tensada hasta casi rasgarse, y debajo…
Debajo, algo reptaba.
Ariadna lo vio con un nudo en el estómago: una masa oscura, viva, que se movía lentamente bajo la carne, como gusanos gigantes arrastrándose en círculos.
—No son… humanos —susurró Mason, alzando la barra de hierro.
—Tampoco zombis —respondió Ariadna—. Esto es peor.
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La primera criatura llegó al umbral.
Su cara parecía medio derretida, con la mandíbula sostenida por placas metálicas clavadas al hueso.
Un ojo estaba ausente, y del hueco goteaba un líquido n***o espeso que chisporroteaba al caer al suelo.
Cloe se escondió tras su hermana.
La criatura olfateó el aire y, en un francés áspero, dijo:
—Objetivo… primario.
Antes de que pudieran reaccionar, otro surgió desde un pasillo lateral.
Su brazo derecho estaba deformado, como una masa de tendones y huesos soldados al azar, y se movía como si tuviera vida propia.
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Corrieron.
Las botas golpeaban el suelo metálico del laboratorio mientras las luces parpadeaban.
El aire se llenó de un ruido húmedo: el sonido de la piel estirándose y las cosas que vivían dentro de ella revolviéndose.
Ariadna sentía que el eco se colaba en su pecho como una náusea imposible de tragar.
—¡Izquierda! —gritó Mason, señalando un corredor angosto.
Giraron justo cuando una de las criaturas lanzó un rugido grave, y la masa bajo su piel empujó hacia afuera, formando bultos que casi rompieron la carne.
Por un instante, Ariadna juró ver *una mano* intentando salir desde dentro.
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Llegaron a una sala más amplia, con un tanque de contención en el centro.
En su interior flotaba un cuerpo suspendido en líquido turbio.
Era más pequeño que las criaturas que los perseguían, pero tenía el mismo movimiento interno bajo la piel.
Una placa en el cristal decía: **SUJETO O-0**.
—Es… el primero —murmuró Ariadna—. El original.
Pero no había tiempo para mirar.
Un portazo seco retumbó tras ellos: las criaturas habían bloqueado la salida.
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El pánico golpeó como una ola.
Mason intentó abrir una compuerta lateral, pero estaba sellada electrónicamente.
La luz roja del panel parpadeaba como una burla.
Las criaturas avanzaron, y el líquido bajo su piel comenzó a moverse más rápido, como si algo dentro de ellas estuviera *ansioso* por salir.
Entonces Ariadna lo comprendió:
—No son los parásitos… *ellos* son los parásitos.
—¿Qué? —preguntó Mason sin dejar de empujar la puerta.
—Lo que vemos afuera es solo… el contenedor. Lo real está dentro. Y quiere… reproducirse.
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La más alta se inclinó hacia Cloe, y la masa bajo su pecho se agitó, subiendo hacia la garganta.
La piel de su cuello se estiró, y algo afilado presionó desde dentro… listo para romper la carne y saltar.
En ese instante, Ariadna agarró un tubo metálico y lo incrustó en una tubería del tanque.
El cristal estalló, y el líquido se desbordó, arrastrando al Sujeto O-0 fuera de su prisión.
Al tocar el suelo, la cosa dentro de él reaccionó con un chillido agudo, y las demás criaturas se detuvieron… como si reconocieran a su progenitor.
Fue el único respiro que tuvieron.
—¡Ahora! —gritó Ariadna.
Corrieron hacia la compuerta mientras el laboratorio se llenaba de ese coro de sonidos húmedos y quebradizos, y las luces explotaban una tras otra.
Detrás de ellos, lo que vivía bajo la piel empezó a romperla.
(...)
La compuerta cedió con un chirrido metálico y Ariadna empujó a Cloe primero, obligándola a pasar.
El aire del nuevo pasillo estaba helado, impregnado de un olor ácido que arañaba la garganta.
Mason se giró para cubrir la retaguardia… y lo vio.
La criatura más cercana se arqueó hacia atrás como si algo le tirara desde dentro.
Su piel se tensó, mostrando venas negras que palpitaban a un ritmo irregular.
Un bulto recorrió su estómago hasta el pecho y, con un sonido húmedo, la piel se rasgó.
—¡Dios…! —susurró Mason.
De la abertura emergió algo del tamaño de un perro grande, cubierto de una capa viscosa y traslúcida.
Sus patas eran demasiado largas y terminaban en garras finas, mientras que su cabeza era apenas un amasijo de mandíbulas en todas direcciones.
La cosa se deslizó al suelo y chirrió como metal oxidado.
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Otra criatura cayó de rodillas, y dos de esos parásitos salieron a la vez, desgarrando la carne con tal fuerza que el cuerpo huésped se desplomó como un saco vacío.
El suelo quedó cubierto de sangre espesa y de un líquido gris que chisporroteaba al tocar el metal.
—¡Corred! —rugió Mason.
No tuvieron que repetirlo.
Ariadna arrastró a Cloe mientras Mason lanzaba un golpe con la barra a uno de los parásitos, haciéndolo girar contra la pared.
El impacto dejó una mancha viscosa que palpitaba, como si la criatura no supiera que estaba herida.
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El pasillo se estrechó.
Las luces fallaban, dejando la mitad en sombra, y en ese vaivén de oscuridad los parásitos parecían multiplicarse.
El sonido de sus patas arañando el suelo resonaba como cuchillas afiladas.
Uno se lanzó desde el techo directamente hacia Ariadna.
Ella lo esquivó por centímetros, sintiendo el roce gelatinoso en su hombro.
El parásito cayó y se retorció, buscando impulso para saltar otra vez.
—¡Mason! —gritó.
Él giró, golpeando la criatura en pleno salto, aplastándola contra el suelo con un crujido repulsivo.
El líquido que salió chisporroteó sobre su bota, quemando el cuero.
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Llegaron a una intersección.
A la izquierda, el pasillo estaba bloqueado por escombros.
A la derecha… una puerta metálica con el letrero **SALIDA DE EMERGENCIA**.
Pero no estaban solos.
Del otro extremo surgió una figura diferente:
un huésped aún intacto, pero mucho más grande, con placas de hueso sobresaliendo de la espalda como espinas.
No corría. Caminaba con la calma de un depredador que sabe que no vas a escapar.
—No vamos a poder pasar… —susurró Ariadna.
El sonido detrás de ellos fue la respuesta:
decenas de patas arrastrándose, acercándose rápido.
Estaban atrapados.