CAP. 10 - ALFONSO
El Don había aceptado a Alfonso, cuando lo vio manejarse en aquél tugurio donde actuaba Rita, La Salvaje. Lo había impresionado su rudeza, le faltaban los dedos de su mano diestra, cosa que no le impedía defenderse. Como en aquella ocasión en que tuvo que separar a dos gánsteres, sin que pareciese sentir dolor al ser atacado por ambos. Enceguecidos y bajo los efectos del alcohol, al querer intervenir, lo agredieron con cuchillo, uno y un cúter, el otro. Dos orangutanes volando por el aire. Sangre por doquier y el Don, sonriendo, diciendo yo lo quiero al Toro ése. Y nada se le negaba a Don Chiche… De allí le quedó el apelativo Toro. Fue perfecto para Ágata, no sabía cómo se iba a arreglar para escapar de Vincenzo, y ahora estaba hecho. Un Toro para la familia.
Poseía una alta resistencia al dolor, perdió tres dedos cuando alguna vez quisieron que rompiera la Omertá, y se los fueron cercenando, uno a uno. Pero nunca habló. Y eso se supo y lo volvió implacable y muy valorado. Siempre gustó de trabajar por su cuenta, pero la oportunidad de servir al Don, fue como el ascenso tan esperado, como sumar para el Currículum. Ya era alguien importante. Y mejor aun, cuando determinaron que la protegería. Esa noche la arrojó a la cama y se metió en la entrepierna a tiempo que le ubicaba su pija en la boca, y la obligaba a acariciar sus bolas. Por un momento, Ágata se distrajo viendo por primera vez una mancha de nacimiento, justo ahí, donde confluyen las pelotas. Y fue tan intensa la primera chupada, que creyó sofocarse. Alfonso era un siciliano morrudo, un toro, y con la pasión del momento, y el desenfreno amoroso se iba acomodando, sin medir su peso. La gloria de lo que la hacía sentir, no impedía que le faltara el aire y que pidiera más, asimismo. Cada encuentro de los amantes era así, un huracán pasional, desmesurado y loco.
Acabar para ambos en esa postura fue increíble. Estaban hechos para encajar, así, como aquella canción que cantaba una criada, cuando ella era una niña. Una portuguesa que cantaba Cóncavo y convexo:
…cada parte de ti tiene una forma ideal y que cuando estás junto a mí, hay una coincidencia total de cóncavo y convexo. El amor de los dos es locura que trae un sueño de paz bonito por demás. Cuando nos besamos, al amar olvidamos la vida allá afuera. La canción habla sobre un encuentro perfecto entre el tuyo y mi pecho, y que nuestro amor es así para ti y para mí.
Eso canturreaba, la joven, apenas abriendo la boca, satisfecha, aceptando la letra como tal. Así eran. El uno para el otro, complementos perfectos a la hora de amar. La primera vez, aun cuando ella no permitió que la penetrara, lo había sentido, con ésa habilidad que tienen las mujeres cuando los hacen suyos y es para siempre.
. La felicidad del hombre siempre consiste en la excitación de contemplar un objeto de deseo y conseguirlo. Una mujer o un hombre atractivo son los premios que se quieren lograr, de ese modo, dos personas se enamoran cuando sienten que han encontrado el mejor “objeto” disponible en el mercado, dentro de los límites impuestos por sus propios valores de intercambio. Y estaban locos el uno por el otro.
Ella se decidió por reunir a cinco de sus soldados más fieles y, confiado la tarea de que lo regresaran, sano y salvo, a Rosario. Debían traerlo a más tardar en de una semana o conocerían su mal carácter, les había prometido…
Ya hablaría con Tono. Ellos debían cumplir la orden de la Flor de la Mafia, como la llamaban. Ordenaba, y le refulgían aquellos ojazos verdes, de mando.
Lo que no sabía la joven, es que también su esposo tenía planes para Alfonso. A cargo de los asuntos del Don, como su abogado de confianza, no olvidaba que su Pantera, otro mote con que se la conocía, debía ser sólo para él. ¡Era duro el Toro, tantos disparos y los resistió! ¡Y ahí permanecía, dando una dura pelea, en Grecia! Se acomodó el sombrero tipo Fedora y mirando de reojo, le hizo seña a su guarda espaldas para que lo siguiera. Sabía cómo usarlo para ocultar el rostro, para amedrentar, y cuando, por elegancia.
El Fedora tiene historia, viene de una pieza teatral del autor francés Victorien Sardou, presentada en París allá por 1882 y cuya heroína Sarah Bernhardt encarnaba y jugaba Fedora. La actriz llevaba un sombrero de fieltro, flexible, que se volverá el accesorio estrella de la época. Con el tiempo, el sombrero de los duros, de los gánsteres, de los detectives y de casi todo los hombres en los años 30.
Le encomendó a su mano derecha, una tarea muy especial. Reunió a sus hombres y tomaron un vuelo rumbo a Grecia.
Aquella tarde, la enfermera entró a la habitación de Alfonso para hacer las curaciones diarias. Aunque maltrecho, las dimensiones de aquél guapo matón, la tenían deslumbrada. Limpiaba su herida mientras se deleitaba mirando ésos brazos masculinos, musculosos. El vello n***o, resistente, también la subyugaba. Por entonces, llegaban muchos heridos, pero casi nunca un pandillero en persona, o eso le habían contado. Éste era diferente. Tenía unos enormes ojos azules, que contrastaban con el vello y el cabello oscuro, y alguna vez cuando le pidió agua, notó el tono de su voz, tan viril, tan macho. ¿Cuánto tiempo hace que no la aman? Enviudó y parecía que, con su finado, también había muerto. Trabajar todo el día y los domingos, el vestido n***o de misa. A los chicos los cuidaba su suegra y la vigilaba a ella. ¿Qué pensaba? Ya había perdido la virginidad, como quedó establecido en las sábanas manchadas de sangre. ¿Y ahora? ¿Esperar la muerte? Hasta que llegó el gánster, el bello. Siempre quiso un hombre de ojos azules. Y Alfonso, los tenía, enormes, profundos, y cuando la miraba parecía poder estampar su figura contra la pared. ¡Mamma mía qué forza!
No tuvo tiempo de seguir con el tratamiento, lo había puesto de lado para limpiar las heridas de la columna, cuando su mano dejó de funcionar, un disparo había terminado con su vida y otro, voló hacia la sien de Alfonso. El tirador salió corriendo. Afuera lo esperaba un auto en marcha.