CAPÍTULO XVIIILa condesa Rostova, sus hijas y numerosos invitados estaban ya en el salón. El conde había llevado a los hombres a su despacho para mostrarles su colección de pipas turcas. A ratos salía a preguntar: «¿No ha venido?». Esperaban a María Dmitrievna Ajrosimova, a quien en sociedad llamaban le terrible dragon, dama famosa por su espíritu recto, su sencillez y franqueza, que no por su linaje ni su fortuna. La familia imperial conocía a María Dmitrievna; la conocía todo Moscú y todo San Petersburgo; era admirada en ambas ciudades pese a que se burlasen a sus espaldas de su rudeza y se contasen anécdotas a su costa. No obstante, todos la estimaban y temían.
En el despacho se hablaba entre humo de la guerra, declarada en un manifiesto, y sobre el reclutamiento. Nadie había leído el manifiesto, pero sabían que había sido decretado. El conde se sentaba en una otomana, entre dos fumadores que discutían. El conde no fumaba ni discutía, pero inclinaba la cabeza a un lado y a otro, miraba a los fumadores complacido y escuchaba la conversación provocada por él entre dos vecinos.
Uno de ellos era un civil con el rostro arrugado, rasurado, bilioso y flaco, viejo pero vestido como un joven a la última moda. Sentado en la otomana sobre las piernas, como si fuese de la casa, tenía la pipa de ámbar en un ángulo de la boca y aspiraba convulsivamente el humo con los ojos entrecerrados. Era el viejo solterón Shinshin, primo de la condesa, cuya mala lengua era conocida en todos los salones moscovitas. Al hablar parecía rebajarse al nivel de su interlocutor. El otro era un oficial de la Guardia, joven, de piel rosada, impecable, abotonado y repeinado. Tenía su boquilla de ámbar en el centro de los labios rosados; apenas aspiraba el humo y lo dejaba salir después de su hermosa boca en anillos. Era el teniente Berg, oficial del regimiento Semionovsky, con quien iría Boris para incorporarse a su destino y con el cual Natacha embromaba a Vera, su hermana mayor, llamando a Berg su novio. Sentado entre ambos, el conde escuchaba atento. Su diversión predilecta, después de su adorado boston, era escuchar cuando enfrentaba a dos charlatanes.
—¿Así que, padrecito, mon très honorable Alphonse Karlich43 —se burló Shinshin uniendo como solía las expresiones rusas populares con las más escogidas frases francesas—, que vous comptez vous faire des rentes sur l’État,44 obtener una renta a costa de su compañía?
—No, Piotr Nikoláyevich, solo quiero probar que en caballería hay muchas menos ventajas que en infantería. Considere, Piotr Nikoláyevich, mi situación…
Berg siempre hablaba con precisión, serena y correctamente. Su conversación solía girar sobre sí mismo; cuando hablaban de algo que no fuese él, callaba con calma. Y no hablaba aunque aquello durase horas sin experimentar ningún embarazo ni hacer que lo sintiesen los demás. Pero si la conversación le tocaba, hablaba sin parar y con evidente placer.
—Considere mi situación, Piotr Nikoláyevich. En caballería solo recibiría doscientos rublos trimestrales, aun siendo teniente y ahora cobro doscientos treinta —dijo mirando a Shinshin y al conde con una sonrisa cordial, pues le parecía obvio que su éxito fuese siempre la principal meta de todos—. Por otra parte, en la infantería siempre se está más a la vista y hay más vacantes. Y con doscientos treinta rublos puedo ahorrar y enviar algo a mi padre —concluyó expulsando una voluta de humo.
—La balance y est… comme dit le proverbe:45 el alemán haría la trilla hasta con el revés del hacha —Shinshin se pasó la boquilla de ámbar al otro lado de la boca y guiñó un ojo al conde, que rompió a reír.
Al ver que Shinshin estaba conversando, los demás invitados se acercaron para escuchar. Berg, sin atender a la indiferencia o a la ironía, siguió explicando que el paso a la Guardia le proporcionaba un grado de ventaja sobre sus compañeros de cuerpo, que en la guerra podían matar al capitán; entonces él, el más antiguo de la compañía, podría sustituirlo fácilmente, pues todos lo querían en el regimiento y su padre estaba muy contento de él. Berg se explayaba al contar aquello y ni sospechaba que los demás pudiesen tener sus propios intereses. Pero cuanto contaba era tan simpático e ingenuo y el candor de su egoísmo juvenil era tan obvio que desarmaba a sus oyentes.
—Bien, querido, da igual caballería o infantería, se abrirá camino en todas partes, se lo vaticino —recapituló Shinshin dándole unas palmaditas en la espalda y quitando las piernas del diván.
Berg sonrió. El conde, seguido de los invitados, fue a la sala.
Eran los instantes previos a una comida de gala, cuando los reunidos que esperan ser llamados para el aperitivo no entablan largas conversaciones pero creen necesario moverse y charlar para no mostrar impaciencia por sentarse a la mesa; es cuando los dueños de la casa miran a ratos a la puerta y luego entre sí, y los invitados tratan de adivinar en esas miradas a quién o qué esperan: quizá a un pariente importante que se retrasa o un plato que no está listo.
Pierre llegó poco antes de pasar al comedor. Se sentó en el primer sillón que encontró, en medio del salón, cortando el paso. La condesa trataba de que hablase, pero él solo miraba inocentemente alrededor, como buscando a alguien, y respondía con monosílabos a las preguntas de la dama. Estorbaba y era el único que no se percataba. La mayoría de los invitados, que conocían la historia del oso, miraban al joven corpulento y apacible. Al verlo tan torpe y modesto, se sorprendían de que fuese el autor de la broma.
—¿Ha llegado hace poco? —le preguntó la condesa.
—Oui, Madame46 —contestó él sin cesar de mirar alrededor.
—¿Aún no ha visto a mi marido?
—Non, Madame47 —sonrió sin motivo.
—Creo que estuvo hace poco en París. Debe ser muy interesante.
—Mucho.
La condesa miró a Ana Mijáilovna comprendió que le pedían entretener a Pierre, así que se sentó a su lado y le habló de su padre. Pero este, como a la condesa, solo respondía con monosílabos. Los invitados conversaban entre ellos.
«Los Razumovski… Ha sido encantador… Es usted tan buena… La condesa Apraksine…», se oía por doquier.
La condesa se levantó y fue a la sala…
—¡María Dmitrievna! —dijo en voz alta.
—¡La misma! —repuso una grave voz femenina, y María Dmitrievna entró en la sala.
Todas las señoritas, y hasta las señoras, excepto las mayores, se levantaron. María Dmitrievna se paró en la puerta. Desde lo alto de su maciza figura, la cabeza erguida con sus rizos grises, estudió a los invitados y arregló con calma las anchas mangas de su vestido. María Dmitrievna había cumplido los cincuenta y hablaba siempre en ruso.
—Os felicito a ti, querida, y a tus hijos —dijo con voz fuerte y grave que se imponía sobre todos los sonidos—. Y tú, viejo pecador —se volvió hacia el conde, que le besaba la mano—, supongo que te aburres en Moscú; aquí no puedes hacer correr a los perros… ¡Qué quieres, padrecito! Los pajarillos crecen —señaló a las chicas— y nos guste o no hay que buscarles novios… ¿Cómo está mi cosaco?
María Dmitrievna llamaba así a Natacha, que había ido hacia ella alegremente y sin temor para besarle la mano.
—Sé que eres un diablillo, pero te quiero —añadió acariciándola con una mano.
Sacó de su bolsón unos pendientes de rubíes ovalados y los entregó a la radiante y rubicunda Natacha; entonces se apartó de ella y fue a Pierre:
—¡Acércate, querido! Ven —intentaba que su voz fuese dulce y agradable—, ven, querido… —Y con gesto amenazador se arremangó nuevamente.
Pierre se acercó, mirándola inocentemente a través de sus lentes.
—¡Acércate, querido! Yo era la única que le decía la verdad a tu padre cuando lo merecía; en cuanto a ti, es Dios quien lo manda.
Calló. Todos guardaban silencio, expectantes, pues presentían que aquello era la introducción.
—Vaya pieza, sobran los comentarios, muchacho… Su padre a las puertas de la muerte y él se divierte atando a un comisario a la espalda de un oso. ¡Qué vergüenza, querido! Mejor sería que fueses a la guerra.
Se apartó de Pierre y dio su brazo al conde, que reprimía la risa.
—Bueno, creo que es hora de ir a la mesa, ¿no? —dijo María Dmitrievna.
El conde y la recién llegada abrieron la marcha. Los siguió la condesa del brazo de un coronel de húsares, un hombre necesario, pues Nikolái debía ir a su regimiento con él. Les seguían Ana Mijáilovna y Shinshin. Berg daba el brazo a Vera. Nikolái iba con la risueña Julie Karagina. Seguían otras parejas por la sala. Al final de todos, los niños, sus preceptores e institutrices. Los camareros se pusieron en marcha, hubo un ruido de sillas y los invitados, al compás de la música que sonaba en la galería, se sentaron. La música de la orquesta del conde se mezcló con el tintineo de cuchillos y tenedores, la conversación de los comensales y los pasos de los camareros.
La condesa se sentaba a una de las cabeceras de la mesa; a su derecha estaba María Dmitrievna y Ana Mijáilovna y otros convidados a su izquierda. En el otro extremo, el conde tenía a su izquierda al coronel y a su derecha a Shinshin, seguidos de otros señores. A un lado de la mesa estaban los jóvenes más mayores: Vera con Berg, Pierre y Boris juntos; al otro lado, los niños, los preceptores y las institutrices. El conde miraba por encima de las copas de cristal de roca, botellas y fruteros, a su mujer tocada con cofia y cintas azules; servía el vino a sus invitados sin olvidarse de sí mismo. La condesa no olvidaba su papel de anfitriona y, desde detrás de las piñas, miraba al marido, cuya cabeza calva y rostro le parecían diferenciarse como nunca de su cabello cano.
La charla de las mujeres era silenciosa y regular; los hombres daban voces fuertes, especialmente el coronel de húsares, que comía y bebía sin mesura, cada vez más colorado hasta que el conde lo puso de ejemplo a los demás. Berg, aseguraba con una sonrisa a Vera que el amor no era un sentimiento terrenal, sino divino. Boris decía a su nuevo amigo Pierre los nombres de los invitados mientras miraba a Natacha, que se sentaba enfrente. Pierre hablaba poco, observaba las caras desconocidas y comía con apetito. Desde las dos sopas, escogió la de tortuga, y la empanada hasta las ortegas, no dejó pasar un plato, ni un vino que hacía surgir misteriosamente el mayordomo sobre el hombro del vecino con la botella envuelta en una servilleta diciendo: «Madeira seco», «Tokay» o «vino del Rin». Acercaba a su mano la primera copa de las cuatro que tenía delante con el monograma del conde, bebía con fruición y contemplaba satisfecho a los invitados. Natacha estaba enfrente y miraba a Boris como suelen hacer las chicas de trece años al muchacho que han besado por primera vez y de quien están enamoradas. A veces la misma se posaba en Pierre, que veía los ojos de aquella joven divertida y alegre y tenía ganas de reír también sin saber el motivo.
Nikolái se sentaba lejos de Sonia, junto a Julie Karagina, a quien narraba algo con idéntica sonrisa involuntaria. Sonia trataba de sonreír, pero los celos la martirizaban y ora palidecía ora se ruborizaba y atendía a la conversación de Nikolái y Julie. La institutriz miraba intranquila en torno a ella, como si fuese a rechazar un ataque si alguien molestaba a los niños. El preceptor alemán trataba de memorizar los nombres de los platos, los postres y los vinos para describirlo con detalle en su carta a su familia, que vivía en Alemania, y se enojaba cuando el mayordomo, la botella envuelta en una servilleta, pasaba sin detenerse. El alemán arrugaba el entrecejo y se afanaba para que los demás supiesen que él no quería aquel vino; que si estaba irritado era porque nadie parecía comprender que no necesitaba aquel vino para calmar la sed o por gula, sino por conocer más.