Capítulo: El primer encuentro con el deseo

1845 Words
La mañana era demasiado brillante para el humor de Lira. Sentada en la mesa del desayuno, jugueteaba con una tostada, sintiendo el peso de la pareja que simulaba ser una familia feliz. ​—Lira, cariño, no has salido de aquí en días —dijo la madrastra, su voz cubierta con una capa de dulzura excesiva—. Este lugar es hermoso. Tienes que ver el pueblo. ​—Estoy bien aquí —murmuró Lira, sin levantar la vista. Sabía que la madrastra no sentía genuino interés, solo culpa y el deseo de mostrarle a su padre que estaba "intentando". ​Su padre dejó el periódico sobre la mesa con un ruido sordo que resonó como una orden. ​—Ya basta, Lira. Vamos a salir. Los tres. Iremos al centro, almorzaremos fuera, te distraerás. Necesitas socializar, ver gente. ​La palabra "socializar" le revolvió el estómago. Era otra vez lo mismo: la corrección, la obligación de ser "normal". Sintió el ardor del resentimiento. ​—¿Por qué? ¿Para que puedan decir que tuvimos un "momento familiar" y luego volver a olvidarme? Estoy aquí porque me trajiste, no porque me quisieras cerca. ​El silencio fue áspero, más doloroso que cualquier grito. El padre de Lira se levantó, su rostro contraído por la frustración más que por la ofensa. ​—¡Es suficiente! —Su voz tronó, y por primera vez, sonó el viejo tono de autoridad, no el tono distante que había adoptado con su nueva vida—. Te vistes. Ahora. Vamos. No es una petición. ​Lira se levantó, sintiendo el peso de la soledad volverse tangible. No era un paseo; era una ejecución. La estaban obligando a actuar una parte que ya no sabía interpretar. Se vistió con ropa oscura y sin adornos, una armadura contra el mundo exterior. ​La Jaula de la Plaza ​El pequeño pueblo era bullicioso, lleno de vida y risas que Lira sintió como un insulto personal. La arrastraron a través de tiendas de souvenirs y panaderías, la madrastra charlando sin parar, su padre asintiendo con forzada efusividad. Lira se encogía, sintiendo el peso de las miradas imaginarias. Se sentía expuesta, frágil y totalmente fuera de lugar, anhelando el silencio protector de su cabaña. ​Finalmente, se sentaron en el kiosco central de la plaza, donde su padre insistió en comprarle un helado que ella apenas tocó. Su mente estaba en el bosque, en la quietud de los árboles y en las flores que la esperaban en su cuarto. ​Miró a su alrededor, tratando de desaparecer en el paisaje. Y entonces, lo vio. ​Kael. ​Estaba parado solo, al otro lado de la plaza, junto a la fuente de piedra antigua. Llevaba exactamente la ropa que Kael se había forjado: la chaqueta de cuero n***o y los jeans rotos. Parecía demasiado intenso, demasiado esculpido para ser real. Su cabello n***o azabache brillaba bajo el sol, enmarcando ese rostro de pómulos altos y el perfil fuerte y misterioso. ​Lira sintió que el mundo se detenía. El ruido del pueblo se silenció. El helado empezó a derretirse en su mano, pero ella no lo notó. No era solo atractivo, era una presencia, una sombra oscura y magnética en medio de la luz del día. Era la encarnación viva del tipo de héroe oscuro y anhelado que leía en sus libros. ​Él estaba de pie, con una mano apoyada en la piedra de la fuente, su mirada de un gris tormentoso fija en el horizonte, como si estuviera esperando algo que no pertenecía a ese pueblo. ​Lira sintió un vuelco en el pecho, una emoción tan intensa que era casi miedo. Era la primera vez que un hombre tan deslumbrante capturaba su atención de esa manera. Y sintió el familiar pellizco de la inseguridad: él jamás la notaría. ​Kael, con cada célula de su nuevo cuerpo humano, la sentía. Sentía su mirada clavada en él, la vibración de su desesperación y su recién encendida curiosidad. Era un triunfo. Su máscara funcionaba. ​Pero no podía reaccionar. No podía abalanzarse. Tenía que ser un hombre, no una bestia. ​Él mantuvo su mirada en el horizonte, fingiendo desinterés absoluto. Estaba estudiando los gestos humanos, la lentitud con la que se movían. Se obligó a encender un cigarrillo con parsimonia, una pose roquera que había observado en su aprendizaje mágico, sabiendo que el humo y el gesto añadirían a su aura de peligro atractivo. ​Finalmente, Kael giró la cabeza con lentitud, como si estuviera escaneando el paisaje sin verdadero propósito, y dejó que sus ojos grises rozaran brevemente la mesa donde ella estaba. El contacto visual duró solo una fracción de segundo, pero fue suficiente para que Lira sintiera un escalofrío eléctrico que recorrió todo su cuerpo. ​Él no sonrió, no la reconoció. Solo la miró con esa intensidad fría y distante, y luego siguió su camino, alejándose lentamente de la fuente, sin volver la vista atrás. ​Lira se quedó inmóvil. El desdén y la indiferencia que había percibido en el sueño, esa sensación de no ser vista por el objeto de su deseo, se había manifestado en la realidad, pero de una manera diferente. Él no la había rechazado; simplemente, no la había visto. ​El helado goteó sobre su mano. Lira sintió una punzada de dolor, pero también el inicio de algo nuevo y peligroso: la necesidad de que ese hombre la viera. El ruido del pueblo se había vuelto un zumbido doloroso en la cabeza de Lira. Sentía que el aire era demasiado delgado, que las sonrisas de la gente eran demasiado estridentes. La breve e indiferente mirada de aquel hombre en la fuente, Kael, había dejado un hueco helado en su pecho, una confirmación de su invisibilidad. ​—Lira, mira este folleto sobre senderismo —insistió su madrastra, con una voz que sonaba a papel crujiente. ​—Ahora regreso. Voy a buscar un baño —mintió Lira, sintiendo la desesperación por escapar. ​No esperó respuesta. Se escabulló por el lateral de la plaza, buscando la primera calle lateral que prometiera silencio. Se internó en un estrecho callejón, donde los edificios antiguos proyectaban sombras largas y la vida del pueblo se apagaba. Respiró aliviada. El aroma de la callejuela era a piedra mojada y a moho, un bienvenido alivio comparado con el azúcar y el perfume artificial de la plaza. ​Se detuvo frente a una vieja librería con un letrero desgastado, buscando refugio en la familiaridad del papel. En ese preciso instante, una figura emergió de la oscuridad de una puerta lateral, cargando una caja de madera que parecía demasiado pesada. ​El encuentro no fue un choque, sino un roce. Lira se apartó justo a tiempo, pero la caja se desestabilizó. Con un ruido seco, un montón de viejos vinilos que sobresalían de ella cayeron al suelo de piedra, esparciéndose como círculos negros. ​Lira sintió una ola de pánico. ​—¡Oh, lo siento mucho! No lo vi… —empezó a disculparse, su voz apenas un susurro de culpabilidad. ​—No te preocupes. Soy yo el que no veía bien por la luz —respondió una voz profunda, grave, que resonó en el estrecho callejón. ​Lira levantó la vista y su respiración se atascó. Era él. Kael. ​Estaba a un metro de ella, arrodillado entre los discos, su chaqueta de cuero crujiendo. De cerca, el impacto era mil veces más poderoso. Sus ojos, ese gris tormentoso casi plateado, se fijaron en los de ella, y esta vez, no fue una mirada distante. Fue un foco, una intensidad que desarmó todas las defensas de Lira. La estaba viendo. No a la chica invisible, sino a Lira. ​Kael se había movido con precisión calculada, utilizando un pequeño golpe de su magia de fauno para hacer que la caja se tambaleara justo cuando ella pasaba. La colisión no era solo física; era la grieta que él había creado en su mundo. ​—Déjame ayudarte —dijo él, y su voz era extrañamente musical, como el sonido del agua cayendo sobre la piedra. ​Ambos se arrodillaron. Mientras recogían un disco, sus dedos se rozaron. El contacto fue un chispazo, una descarga que hizo que Lira retirara la mano como si se hubiera quemado. Los ojos de Kael se suavizaron por un instante, y la intensidad de su mirada la envolvió. ​—Te ves... pálida —dijo él, sin sonar inquisitivo, sino simplemente observador. Era la primera vez que alguien notaba su estado emocional, no solo su presencia física. ​—Estoy bien. Simplemente… no me gusta mucho la gente —admitió Lira, sintiéndose extrañamente honesta con este desconocido, como si el muro de su soledad se estuviera desmoronando a sus pies. ​Kael sonrió, una curva lenta y pequeña en sus labios perfectos que no alcanzó sus ojos grises. Esos ojos seguían siendo un enigma. ​—Los bosques son mejores que las multitudes —declaró él, y ese simple comentario hizo que Lira sintiera que él conocía su secreto, que había estado con ella en la cabaña, mirando los árboles. ​—Sí —dijo ella, asintiendo con la cabeza, sintiendo un escalofrío de complicidad. ​Kael se puso de pie, sosteniendo la caja reparada con una facilidad casual. Se inclinó un poco hacia ella, y el aroma a cuero, aire fresco y algo antiguo y especiado la inundó, un olor que recordaba lejanamente al ramillete de flores. ​—Mi nombre es Kael —dijo, ofreciéndole una mano limpia y fuerte. ​—Lira —respondió ella, aceptando el apretón. La mano de Kael era tibia y firme, un ancla en su caos. ​—Lira. Un nombre hermoso. Como una melodía antigua. ​El cumplido, tan poético y único, fue como un bálsamo para su alma hambrienta de aprecio. En ese momento, en esa callejuela oscura, Lira sintió que era una princesa, una obra de arte, tal como en su sueño. Kael no solo la veía, sino que la veneraba con sus palabras. ​—Gracias —murmuró ella, sonrojándose, una sensación que no había experimentado desde niña. ​Kael asintió, su expresión volviendo a ser distante, pero su mirada prometía algo más. ​—Espero que el pueblo no te ahogue. Algunos de nosotros necesitamos más… profundidad que esto. ​Con esa última palabra, cargada de doble sentido, se dio la vuelta. Se alejó sin prisa, perdiéndose en la penumbra del callejón, llevándose consigo la caja de discos y dejando a Lira sola, pero irrevocablemente cambiada. ​Lira se tocó la mejilla, sintiendo el calor. Ya no estaba pálida. El hombre que había rechazado a la chica en el sueño ahora la había visto, la había tocado y le había susurrado una complicidad que solo ellos compartían. Su corazón latía con una emoción viva y peligrosa que la hizo olvidar por completo a su padre y a la madrastra. ​Su destino se había reanudado, y Kael era el hilo conductor.
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