4— El Encierro y el Regreso

1408 Words
Capitulo 4— El Encierro y el Regreso Cuando nació Benjamín estuve muchas veces por salir. Prendía la camioneta y llegaba hasta la portera, pero en el último segundo volvía para atrás. A veces me levantaba en la noche, convencido de que ahora sí lo iba a lograr, que esa vez iba a poder arrancar la ruta y llegar hasta el hospital, pero nunca pasaba. No había hora del día en que pudiera salir de mi casa. Era mi prisión. Una cárcel de la que yo mismo tenía la llave y, aun así, no podía usarla. Probé de todo, hasta los ejercicios que había visto en internet. Respirar hondo, contar hasta diez, imaginarme en otro lugar. Pero nunca hubo un médico, nunca busqué ayuda de verdad. Todo lo hacía desde casa. Hasta mis compradores venían hasta acá. Ya no corrí ni una sola carrera más. Solo me dediqué a mis caballos. El tambo lo vendimos. Fue una decisión dura, porque era el orgullo de papá, pero ni Clara ni yo podíamos manejarlo, y hubo gente buena, amigos de mis padres, que se ofrecieron a cuidarlo y mantenerlo vivo. Así lo decidimos. Clara recibió cien mil dólares de la herencia y yo me quedé con la casa, un poco de plata y los caballos. Mis caballos. Un día, mientras revisaba los correos, me llegó la invitación a la boda de mi ex y de mi mejor amigo. Una burla, un cachetazo a mi depresión, como si hubieran querido rematarme cuando yo ya estaba en el suelo. No sé qué intentaron hacer esos dos, pero en vez de destrozarme me encontré riendo. Riendo como un niño que se da cuenta de que el truco de magia nunca fue real. Por algo pasan las cosas, pensé, y en ese instante me saqué un peso de encima. Esa mujer nunca fue fiel. Si en lugar de apoyarme cuando más la necesitaba, cuando acababa de perder a mis padres, eligió irse a revolcar con el que yo consideraba mi hermano, entonces no era amor. Quizás nunca fui el mejor novio, ni el mejor hombre, pero yo le era fiel, yo la amaba y ella, simplemente, no. Ese día los quemé. Los quemé de mi vida. Dejaron de existir, así como dejaron de existir mis padres, pero con una diferencia: mis padres duelen todavía, y siempre van a doler, mientras que ellos, no. Ellos ya no. El amor, para mí, dejó de existir. No quería, ni quiero, confiar en nadie. ¿Quién puede confiar en una mujer, en una persona, cuando vos estás destruido y lo único que recibís es reproche? Porque no la llevaba al shopping, porque prefería quedarme en el campo con mis caballos, porque me ayudaba a vender un caballo y ella exigía quedarse con la tajada. Me doy cuenta ahora, qué imbécil fui. Pero ya está,eso quedó atrás. Muchas veces intenté salir del rancho, ir a ver a mi hermana. No pude. Cuando nació Benjamín me prometí que esa sería la vez en que lo lograría, pero fallé. Clara estuvo grave, al borde de la muerte,y yo no pude estar ahí. Me repetía que tenía que cambiar, pero no lo lograba. Un día, sin avisar, apareció ella. Clara. Calladita la boca, como es, silenciosa y amorosa. Ella me trajo a Benjamín, me trajo a mi sobrino tan pequeño. Venía con su suegra, Olivia, y con Martina, su hijita mayor, un amor de niña, la luz de los ojos de mis padres. Cuando la tuve en mis brazos sentí que los viejos estaban conmigo otra vez. Y me acordé, como un relámpago, de aquel día en que papá, porfiado como siempre, insistió en manejar a la ciudad. “Dame la pastilla de la presión”, le pidió a mamá, y ella se la dio. Yo tenía carrera y me acuerdo como si fuera hoy, mamá me dijo “ese trofeo lo quiero en la repisa, para mí y para tu padre”. Ese día gané. Levanté el trofeo al cielo y lo dediqué a ellos. Cuando bajé del caballo —no era Bronco, Bronco ya estaba enfermo de las patas y lo dejaba descansar en el campo, solo venía al establo a dormir— me encontré con Ramiro en ese momento era mi amigo ,ahora mi ex amigo y fue él el que me dio la noticia que me partió en dos: mis padres habían muerto en un accidente en una curva. Se habían despistado. No hubo un milagro. Me quise morir y después del entierro, Clara volvió a la ciudad y yo no salí más de la casa. Nunca más. ¿Para qué? Cuando lo hice, me encontré con Tatiana poniéndome los cuernos con Ramiro. ¿Qué sentido tenía salir al mundo? Sin embargo, cuando Clara volvió con sus hijos y con Olivia, fueron los mejores quince días de mi vida. Me reí como hacía años no lo hacía. Le enseñé a Martina a subir a caballito y le prometí un potrillo de Noche, aunque todavía era muy joven para ser cruzada. Pasamos días preciosos. Olivia en casa era como ver a mamá otra vez. Carlos vino el fin de semana. Clara brillaba, porque siempre fue ejemplar, mi padre lo decía: “esa niña va a ser grande, es la mejor”y tenía razón. Yo cuidaba el rancho porque mi padre me lo había pedido. “Usted me cuida esto”, me dijo, y no volvió. Se fue para ver a su nieta, y nunca regresó. Ese dolor sigue vivo, pero en esos días con Clara, Martina y Benjamín, el campo volvió a sonar a vida. Ellos eran el orgullo de mis viejos. De Clara hablaban con los ojos brillando: “nuestra hija es artista”, decía mamá. Las fotografías de mi hermana estaban colgadas en la sala, cada premio que ganaba en la ciudad terminaba en la repisa del comedor, y papá presumía de ella en la feria, como si cada medalla fuera suya. La veían llegar con las cámaras, con los cursos que hacía en la universidad, y repetían que había nacido para más y Clara lo demostró. Clara era luz. Yo era distinto. No fui a la universidad, aunque lo intenté. Quise estudiar veterinaria, pero no llegué a recibirme. Los caballos eran mi mundo y me especialicé en ellos, hice cursos de asistente, aprendí de a poco, paso a paso. Nunca me consideré un experto, pero cada día sabía un poco más. Últimamente hacía cursos por internet, porque todo cambia: la forma de domar, de alimentar, hasta de bañarlos. Siempre quería aprender algo nuevo, aunque mi vida pareciera detenida. Clara tenía a Martín y mis padres confiaban en él. Lo respetaban. Mamá decía que su yerno era un hombre de palabra, papá lo trataba como a un hijo más. Confiaban también en Carlos, porque era noble, porque había demostrado ser un buen hombre, y lo querían como si fuera de la familia. Y tenían razón: Martín y Carlos eran distintos, gente de principios, de esas que sabés que no te van a soltar la mano. Clara tenía también a sus suegros, dos personas de bien que la cuidaban como si fuera su propia hija. Yo lo veía y pensaba: al menos ella no está sola. Yo me encerré, pero Clara seguía teniendo un mundo que la abrazaba. Después Clara se fue y yo me quedé otra vez en silencio. Pasaron casi tres años. Tres años sin salir, encerrado en esa depresión que yo me negaba a nombrar, pero que me tenía atrapado, como si viviera enlatado, oprimido, respirando a medias. Hasta que recibí la llamada de Martín, mi cuñado. Me dijo: “necesito tu ayuda, hermano, tu hermana me quiere dejar”. Me contó la trampa que le habían hecho, la estafa, y me juró que nunca engañó a Clara y yo le creí. Porque sé lo que se siente ser engañado. Sé lo que duele. Esa vez me dije que no podía fallarle a mi hermana. Esa vez no y salí. No sé cómo, pero salí. Agarré la ruta con miedo en cada curva, con las manos sudadas en el volante. En medio del camino paré a respirar, a sentir el aire en la cara. Le escribí a Clara, le hablé, sin decirle exactamente dónde estaba. Cuando me vio, no lo podía creer. Yo tampoco,lo había logrado. Había salido de mi encierro. Salí, pero para ver a mi hermana sufrir.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD