Capítulo 5 — Entre Maldonado y el Rancho
No pensé que iba a hacerlo, pero lo hice. Salí de mi rancho, crucé la portera y agarré la ruta rumbo a Maldonado y todo por Clara. Porque si alguien me mueve de mi encierro, es ella.
Martín Saavedra, mi cuñado, la había embarrado feo. Otra vez. Ese hombre tiene la desgracia de que le encanta meterse en líos. Y esta vez no fue distinto. Cayó en una trampa, estafado como un principiante, por culpa de una idiota que no supo más que servirle el juego a otra sinvergüenza. Si me preguntás a mí, el mundo está lleno de gente así: viva para lo malo y torpe para lo bueno.
Cuando me llamó y me contó lo que pasaba, sentí que no podía fallarle a Clara. Ella me necesitaba, y aunque yo siempre me hice el duro, la verdad es que por mi hermana hago lo que sea. Así que apreté los dientes y me animé.
Llegar a Maldonado fue como volver a respirar. El aire ya no olía a establo ni a cuero, sino a sal, a ciudad viva, a movimiento. Los autos, la gente, los edificios… todo me mareaba un poco, pero también me sacudía. Me hizo darme cuenta de que estaba vivo.
Clara me recibió con los brazos abiertos, y ver a mis sobrinos fue como que me prendieran una vela en el pecho. Martina me abrazó gritando “¡tío!” y Benjamín me miró con esos ojazos inocentes que me recordaban a mis viejos. Ahí supe que había hecho lo correcto.
Pasé días viviendo con ellos. Desayunos donde Clara me miraba con ternura, como si no pudiera creer que yo estaba sentado a su mesa. Charlas con Martín, ese pobre hombre que se rompe el lomo pero parece tener imán para las desgracias. Lo cargaba, claro:
—Vos, cuñado, tenés un máster en meterte en líos —le dije una tarde, mientras compartíamos un mate en el patio.
Él me sonrió cansado, pero con honestidad.
—Lo sé, Mateo. Pero te juro que nunca le fallé a tu hermana.
Y yo le creí. Porque lo vi en sus ojos, y porque sé lo que es que te acusen de algo que no hiciste. No quería que Clara se divorciara, no quería que tirara por la borda lo que tanto habían construido. Martín puede ser un tonto a veces, pero es buena gente y Clara lo ama.
En esos días, volví a vivir. Caminaba por la rambla con mis sobrinos, llevaba a Martina en caballito y ella me decía que quería aprender a montar como su abuelo. Jugaba con Benjamín en el piso, lo alzaba y me hacía reír con esas carcajadas puras de bebé. Era como si el mundo me dijera: Mateo, todavía hay cosas por las que vale la pena quedarse acá.
Me animé a salir a hacer compras, a hablar con vecinos, hasta a mirar a la gente a los ojos. Era como si la coraza que me había puesto en el campo empezara a resquebrajarse. Y todo gracias a ellos, a Clara y a su familia.
Pero la vida nunca te deja mucho tiempo en paz. Una tarde me sonó el teléfono. Era uno de mis peones. La voz le temblaba.
—Patrón, se nos vino abajo una parte del establo. Hay caballos adentro. Necesitamos arreglarlo urgentemente, pero… la plata, patrón, no alcanza.
Se me heló la sangre. No podía quedarme de brazos cruzados mientras mi rancho se caía a pedazos. Tenía que volver. Tenía que estar ahí.
Me despedí de Clara con un abrazo largo. Ella me miró a los ojos, como si quisiera retenerme.
—Te necesito, hermano —me dijo bajito.
—Y yo a vos —le respondí—. Pero ahora mi rancho me llama. Y vos sabés cómo es.
Subí a la camioneta con el corazón apretado. Había vuelto a respirar gracias a ellos, a mi hermana, a mis sobrinos y hasta a ese cuñado que me hacía putear pero en el fondo respetaba. Maldonado me había devuelto un poco de vida. Pero el campo me esperaba con su reclamo de siempre.
Y yo, aunque cansado de cargar con pérdidas y con recuerdos, no podía darle la espalda.
A veces uno cree que ya nada le puede sorprender, que después de perder a los padres, de que tu mejor amigo te clave el cuchillo por la espalda y que la mujer que decías amar te corone de cuernos, la vida ya no tiene manera de agarrarte de las solapas y sacudirte. Yo pensaba eso, hasta que apareció ella.
Nube, mi yegua, hija de Bronco y hermana de Noche, siempre estuvo predestinada para la venta. Me dolía, sí, porque era un pedazo de historia, pero también sabía que yo no podía quedarme con todos mis animales. Y como dicen los viejos, los caballos de sangre corren donde los llevan. Así que la puse en las páginas de venta, con fotos y todo.
Un día me llega una llamada. Una abogada, Julieta, quería verla. “Voy a sacar fotos para un cliente”, me dijo, toda elegante, con ese tono que tienen los de ciudad, como si uno fuera un bruto que no entienda nada. A mí me hizo raro que el cliente no viniera, porque el que sabe de caballos los mira en los ojos, les toca el lomo, los escucha respirar. Pero ya me había cruzado con suficientes ricachones como para saber que a veces la plata compra la distancia. Así que le dije que viniera.
El viento ese día soplaba seco, movía el polvo del corral y traía el olor dulce del heno mezclado con bosta fresca. Cuando bajó del auto y la vi, con su traje entallado y tacos hundiéndose en la tierra, lo primero que pensé fue: “Esta mujer se va a arrepentir de haber venido hasta acá”. Pero no dije nada. Soy hombre de campo: yo observo.
La llevé a ver a Nube. Ella sacó el celular último modelo, le sacó fotos desde todos los ángulos, caminó alrededor de la yegua como si supiera algo. Y en eso apareció Noche, como siempre curiosa, queriendo ver quién había llegado al rancho. Se le puso al lado de la abogada, levantó la cabeza orgullosa y después la bajó, como ofreciéndose.
Ahí Julieta, con esa seguridad arrogante de abogada de ciudad, me dijo:
—Yo sé montar, ¿puedo probarla?
Yo la miré de arriba abajo. Uñas pintadas, perfume que desentonaba con el establo, y me mordí la lengua para no reírme.
—¿Sabe montar, dice? —pregunté, haciéndome el inocente.
—Por supuesto —contestó, con la barbilla en alto—. Mi padre me llevaba a cabalgar desde chica.
Yo me la imaginé en un club de fin de semana, en un petiso manso con casco brillante y profesor al lado. Pero Noche era otra cosa: hija de Bronco, sangre caliente, carácter fuerte, pura mirada desafiante. Yo mismo, que la conocía desde potrilla, sabía que había que entrarle con respeto.
—Bueno, abogada, suba si quiere. —Me crucé de brazos—. Noche es buena, mientras no la ofenda.
Ella me miró como si le hablara en chino.
—Por favor, yo no ofendo a los caballos.
Se acomodó la chaqueta, subió con cierta elegancia, y yo apenas alcancé a advertirle:
—Acuérdese, Noche no es de paseo…
No me dio tiempo a terminar. Noche, apenas sintió el tironeo torpe en las riendas, bufó, dio dos vueltas como si tanteara el terreno y en la tercera saltó como alma del demonio. En un segundo, la abogada que se decía amazona salió volando como bolsa de papas.
El aterrizaje fue glorioso: directo sobre la bosta fresca del propio corral.
Yo no me pude contener. Me doblé de la risa, me agarré la panza, las lágrimas se me escapaban de los ojos. Y ahí estaba la señora abogada, con su traje carísimo, toda embarrada y perfumada de establo. Se levantó roja, entre la vergüenza y la bronca.
—¡Esto es una falta de respeto! —gritó, sacudiéndose la chaqueta.
—¿Falta de respeto? —repliqué, ahogado de la risa—. Noche es una dama, pero no le gusta que la traten como pony de paseo. Y además… le dijiste a ella caballo. Es una yegua. La ofendiste.
Me fulminó con la mirada. Le tendí la mano, me sacudió de mala gana, y caminó directo a la casa.
—Necesito un baño —dijo, con la dignidad hecha jirones.
El problema fue que en mi casa ya no quedaba nada de mujer. Todo lo de Tatiana lo había tirado a la mierda, como se tiran las cosas podridas que uno no quiere volver a ver. No había ropa de repuesto. La señora que me ayuda solo tenía camisas de gaucho, bombachas de campo.
Al final tuve que prestarle una de mis camisas. En ella parecía un vestido. Y cuando salió del baño, con el pelo mojado, los labios aún tensos de bronca y esa camisa que apenas le cubría las rodillas, yo me quedé mirándola. Juro por Dios que lo primero que pensé fue: “Esa mujer tiene que ser mía”.
Pero enseguida recordé. Las mujeres traicionan. Mi ex me traicionó . La única en la que confío es Clara.
De todos modos, esa imagen se me quedó grabada: ella, con mi ropa, caminando por la cocina como si hubiera estado siempre ahí.
La venta de Nube se concretó, aunque me quedó la espina de que el cliente nunca apareciera. Pero no me importó. La plata servía y yo necesitaba terminar las reparaciones del establo.
Lo que sí me importó fue lo que sentí. Porque esa mujer, con toda su arrogancia y sus tacos hundidos en la tierra, me había hecho reír como no lo hacía desde hacía años.
Esa tarde, apenas se fue, agarré el teléfono y llamé a Clara.
—Ay, hermana… no sabés lo que me pasó hoy —le dije, todavía riendo—. Vino una abogada, Julieta. Muy fina, muy de ciudad, muy segura de sí misma. Se quiso subir a Noche y la yegua la mandó a volar en dos vueltas. ¡La tiró derechito sobre la bosta!
Escuché la risa de Clara del otro lado, tapándose la boca para no despertar a los chicos.
—Mateo… sos terrible —me dijo, entre divertida y preocupada.
—Terrible es ella, que se cree amazona y no aguanta ni cinco segundos. Igual, te digo la verdad, hermana: me dejó algo raro acá adentro. —Me toqué el pecho, aunque ella no pudiera verme—. Como si hubiera entrado sin permiso.
Hubo silencio un momento. Clara, que me conoce más que nadie, habló bajito:
—Escúchame hermano. No todas son como Tatiana.
Corté la llamada con un resoplido. Yo juré que no iba a confiar en ninguna mujer. Y sin embargo, ahí estaba, con el recuerdo de esa abogada rondándome en la cabeza.
Lo que no sabía era que ese encuentro de risas y bronca iba a ser apenas el principio. Porque aunque uno jure que está cansado del amor, el destino tiene su forma de meterte la zancadilla.
En mi caso, esa zancadilla se llamaba Julieta Medina.