El laboratorio me recibió con su habitual aroma a alcohol y agar, mezclado con el olor penetrante de los productos químicos que Saint James parecía dominar como si fueran extensiones de su propio cuerpo. Caminé entre las mesas, con mis guantes ajustados y la bata ligeramente arrugada por la resaca de la noche anterior, tratando de que nadie notara que estaba medio zombie. La determinación, sin embargo, me empujaba hacia adelante: no permitiría que mis nervios me derribaran, no después de todo lo que había pasado.
Saint James estaba allí, revisando placas con su expresión habitual de suficiencia y desaprobación silenciosa. Cada vez que levantaba la cabeza y me miraba, sentía que evaluaba no solo mi trabajo, sino mi capacidad de existir sin colapsar en su presencia. Respiré hondo y me concentré en mi estación. Hoy, cada tubo de ensayo, cada micropipeta y cada muestra de ADN debía ser perfecto.
—Buenos días, Srta. García —dijo Saint James con su tono cortante, sin siquiera levantar la vista de su cuaderno de notas.
—Buenos días —respondí, ajustando mi bata y tomando la pipeta como si sostuviera mi propia cordura.
Mi primera tarea era aislar el ADN de una muestra de tomate, pero los recuerdos de la noche anterior seguían rondando mi mente. La manera en que Saint James había protegido al tipo que intentó acosarme era… confusa. No podía decidir si estaba agradecida, desconcertada o irritada por la mezcla de sensaciones. Cada vez que él pasaba a mi lado, sentía un escalofrío extraño, una mezcla de respeto, miedo y algo que no podía nombrar.
—¿Todavía sigues con esos experimentos infantiles? —murmuró, apenas audible, como si su intención fuera provocarme sin que nadie más lo escuchara.
—No son infantiles —contesté, tratando de que mi voz no temblara—. Son protocolos de laboratorio que debo dominar.
Saint James arqueó una ceja y suspiró, como si mis palabras fueran demasiado simples para su comprensión. Me volví a mi trabajo, ignorando el calor que subía a mis mejillas. Taylor, desde la otra esquina del laboratorio, me lanzaba miradas que decían: “Respira, Maya, no estás sola”.
Durante toda la mañana, trabajé con precisión y cuidado, revisando cada paso, asegurándome de que cada resultado fuera exacto. Cada vez que sentía que la duda me invadía, cerraba los ojos un instante y recordaba a Taylor sonriéndome mientras caminábamos por el campus, el olor del café de la cafetería y el suave roce de su mano al ayudarme con el cabello enredado. Esa imagen era un ancla en medio del caos.
El almuerzo fue un alivio momentáneo. Salimos a caminar y hablar de tonterías, evitando deliberadamente el tema de Saint James y la noche anterior. Hablamos de música, de libros y de lo ridículo que era el campus con su jerga científica. Taylor tenía esa habilidad increíble de hacer que todo pareciera menos pesado, menos mortal. Mientras reíamos, por un momento, me sentí humana de nuevo, lejos de la presión, los químicos y los juicios.
Cuando regresamos, el laboratorio estaba más tenso que nunca. Saint James apareció junto a mi estación con un cuaderno en la mano.
—He revisado tus experimentos de ayer —dijo, su voz cargada de precisión y fría evaluación—. Algunas técnicas muestran potencial, pero tu ritmo es preocupantemente lento. Necesitas mejorar tu eficiencia.
Tragué saliva, sintiendo cómo mi corazón aceleraba. Era un recordatorio cruel de que no podía equivocarme, de que cualquier error podría costarme la pasantía. Pero esta vez no iba a derrumbarme.
—Lo entiendo —dije—. Trabajaré más rápido y prestaré más atención a los detalles.
Su mirada se suavizó ligeramente, un gesto tan fugaz que casi lo dudé. Tal vez estaba siendo demasiado optimista al interpretarlo, pero por un instante sentí que no era invisible ante él, que mi esfuerzo podía ser reconocido aunque fuera de manera mínima.
El resto de la tarde transcurrió entre microscopios, pipetas y placas de Petri. Saint James pasaba con regularidad, evaluando, señalando pequeños errores y corrigiendo procedimientos, siempre con ese aire de superioridad que me irritaba y fascinaba a la vez. Por momentos, sentía que podía romper en llanto o gritar, pero respiraba hondo y seguía. Taylor me lanzaba miradas alentadoras y pequeñas sonrisas, recordándome que no estaba sola en esta guerra silenciosa.
Al final del día, cuando empaqué mis cosas, Saint James se acercó y me dijo:
—Srta. García, tu determinación es… aceptable. No la desperdicies.
No supe qué responder. Solo asentí y me marché, sintiendo que mi mente era un torbellino de emociones: frustración, alivio, confusión y un extraño respeto.
En casa, Taylor me esperaba con una botella de vino y dos copas.
—Hoy sobreviviste al peor examen de fuego —dijo con una sonrisa—. ¿Quieres celebrar que sigues con vida o llorar un poco primero?
Me dejé caer en el sofá y reí, aunque con lágrimas a punto de salir.
—Un poco de ambas cosas —admití.
Nos pasamos la noche entre risas, confidencias y música, un breve respiro antes de regresar al mundo del laboratorio y de Saint James, un respiro que me recordó que no estaba sola y que aún podía encontrar pequeñas victorias en medio de la batalla diaria.