CAPÍTULO 7 LA MASCARA SE CAE

1054 Words
—Mis disculpas, el golpe en la cabeza, ya saben. A veces veo cosas que no están ahí— levanta su copa—un brindis para compensar mi torpeza— nadie levanta sus copas, pero a él no le importa. —Por las familias perfectas— brinda Julián, mirando a Eleanor —por los padres devotos— mira a Richard —y por las hijas que sobreviven— clava sus ojos en Sofía al decir la última palabra. Sobreviven. No "viven". Sobreviven. Sofía levanta su copa con mano temblorosa y bebe. Es un acto de rebeldía, o quizás de sumisión ante el juego de este extraño. —Salud —murmura ella. Richard bufa y se termina su whisky de un trago. —Voy a traer el postre. Sofía, ayúdame— dice Eleanor levantándose bruscamente. Sofía se levanta, sintiendo las piernas débiles. Al pasar junto a la silla de Julián, él no la mira, pero ella siente su presencia como un campo gravitatorio, sigue a su madre hacia la cocina. Las puertas batientes se cierran detrás de ellas, amortiguando el sonido del viento, pero no la tensión; entonces Eleanor se apoya en la isla central, respirando agitadamente, con su máscara de perfección agrietada. —Ese hombre— sisea la mujer —hay algo mal en él. ¿Lo has visto? ¿Cómo nos mira? —Es solo un extraño, mamá y está herido— miente la chica, lavándose las manos en el fregadero sólo para tener algo que hacer. El agua está helada. —No, es un insolente. Y esa forma de habla— Eleanor se abraza a sí misma —quiero que se vaya. En cuanto amaine la tormenta, quiero que Richard lo eche. —No va a amainar hasta mañana— responde Sofía, secándose las manos —tendrá que dormir aquí. —En el sofá— decreta la madre —y cerraré la puerta de nuestro dormitorio con llave, no me fío de él. ¿Viste sus zapatos? son caros, pero viejos, además sus manos tienen cicatrices en los nudillos. Es un delincuente, Sofía, eso lo huelo. —Mamá, estás exagerando. —Tú siempre eres tan ingenua. Igual que tu herma…— Eleanor se corta a sí misma. Se tapa la boca con la mano, horrorizada por haber estado a punto de pronunciar la palabra prohibida y Sofía se gira lentamente. —¿Igual que quién?— la mujer recupera su postura rígida. —Saca el pastel de tronco de Navidad de la nevera y sonríe, no dejes que ese salvaje vea que nos afecta. Somos los Vane. Nada nos toca. Eleanor toma la bandeja de plata y sale de la cocina con la cabeza alta, recomponiendo su personaje; por su parte, Sofía se queda sola un momento en la luz fluorescente de la cocina. Mira el cuchillo para el pastel que está sobre la encimera, es un cuchillo largo, de sierra, con mango de nácar. Piensa en la mentira de su madre. "Sofía es nuestra única hija" y en la mirada de Julián. "Por las hijas que sobreviven". Toma el cuchillo y un pensamiento intrusivo cruza su mente, rápido y oscuro: Julián sabe lo de Lucía y ha venido a castigarlos. Lo lógico sería sentir miedo, lo lógico sería correr al despacho de su padre y buscar la escopeta de caza; pero mientras mira su propio reflejo distorsionado en el acero de la nevera, se da cuenta de que no siente miedo si no curiosidad y muy en el fondo, siente esperanza. Sofía regresa a la mesa con el Tronco de Navidad. Es una réplica helada de lo que yace afuera. Es un leño dulce, cubierto de azúcar glass que simula la nieve, adornado con miniaturas de acebo de plástico. Eleanor se sienta, forzando la sonrisa que le ha ordenado a Sofía mantener y Richard se sirve otro trago, ignorando a su esposa. —Espero que el pastel esté a la altura de sus estándares de "limpiador", Julián— dice Eleanor, con una acidez mal disimulada. —No tengo estándares, señora Vane— responde tomando el cuchillo de sierra que Sofía dejó en la mesa y cortando una porción perfecta —me conformo con lo que me dan y estoy agradecido por esta hospitalidad en un día tan inclemente. La chica lo observa cortar el postre, ve que sus movimientos son precisos y pausados. Detalla que la forma en que maneja el cuchillo sugiere que está acostumbrado a herramientas mucho más peligrosas. «ese hombre no es un accidente. Es una intención». Piensa. Él padre, en cambio, ha llegado a su límite, ya el alcohol ha erosionado su autocontrol. Se levanta, sacando de su bolsillo interior una cartera de cuero gruesa. —Escúchame bien, Julián— habla el hombre, con la voz áspera y autoritaria —aprecio que haya venido a cenar, pero esta situación es insostenible y necesita irse ahora— saca un cheque en blanco y una pluma Montblanc de oro —le pagaré por el disgusto,.por el accidente, por su tiempo; sólo ponga la cifra que quiera. ¿Mil? ¿Cinco mil? Tome el dinero y tome el riesgo, pero abandone mi propiedad en este instante. No quiero extraños en mi casa en Navidad. Julián deja el cuchillo en el plato, el tintineo es débil pero audible; su rostro, que hasta ahora ha sido una mezcla de encanto y misterio, se vuelve duro, frío y la máscara cae. —¿Cree que soy un mendigo, señor Vane?— cuestiona, la cortesía ha desaparecido. En su voz solo queda el filo del acero. —Creo que usted es una molestia que se resuelve con dinero. Esa es mi manera de resolver las cosas. —Y esa es la razón por la que estamos aquí —contesta el visitante sonriendo sin alegría —mi precio no se negocia con papel. Richard Vane está a punto de gritar una orden, de usar todo el peso de su poder, pero justo en ese instante, la luz parpadea y muere. La oscuridad es total, aplastante. Es una manta de terciopelo n***o que desciende sobre la mesa, sobre la comida a medio comer, sobre los rostros asustados. El silencio que sigue al apagón es solo interrumpido por el rugido amplificado del viento que golpea las ventanas. Eleanor profiere un grito ahogado. El miedo la ha deshecho...
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