prologo
Mecí a la bebé entre mis brazos tratando de calmarla.
¿Tenía hambre? ¿Se había ensuciado el pañal?
El corazón se me aceleró al ver su cara arrugadita. ¿En qué
estaba pensando?
Me invadió el pánico. Solo habían pasado cuatro horas
desde que los Servicios Sociales me habían llamado y me
habían dicho que tenía una sobrina. Después, me habían
informado de que debía quedarme a la bebé o iban a tener que
enviarla a una casa de acogida. ¿Podía dejar que la cuidaran
otras personas? La decisión fue una reacción instintiva: pues
claro que iba a quedarme con ella.
Ni siquiera sabía que mi hermana pequeña, Ryn, estaba
embarazada, pero no la había visto en seis meses. La última
vez estaba colocada y desesperada por conseguir dinero.
¿Estaba ya embarazada entonces? Hice los cálculos y
temblé de rabia. Durante años, Ryn había elegido las drogas
por encima de todo lo demás, y, al parecer, tener un bebé no le
había hecho cambiar de opinión.
Huyó. Se marchó del hospital y desapareció. Seguro que se
fue a otro antro de crack.
—¿Tienes hambre? —le pregunté a la diminuta bebé que
tenía en mis brazos. La niña ni siquiera tenía nombre. Mi
hermana ni se había molestado en hacer eso por ella.
Y, de nuevo, como era adicta a las drogas, tenía que
ocuparme yo de pagar sus platos rotos.
La bebé soltó un alarido que me hizo temblar todavía más.
¿En qué me había metido? No sabía nada de bebés, y en una
sola tarde me había llegado uno.
Por suerte, los Servicios Sociales pudieron proporcionarme
las cosas esenciales para salir del paso, pero iba a pasarmetoda la noche en sss pinchando en todos los productos de
la sección de bebés.
Estábamos a martes. ¿Qué iba a hacer con el trabajo por la
mañana? Había encontrado uno que me encantaba y tenía un
jefe increíble, pero ¿cómo iba a reaccionar cuando tuviera que
cogerme tiempo libre de repente? ¿Tenía derecho a tomármelo
por asuntos familiares?
Mi repentina maternidad iba a requerir cambios drásticos,
y necesitaba una estrategia. Pero tenía que esperar a hablar con
mi jefe. Si para entonces ya no estaba hecha un manojo de
nervios.
El mayor problema iba a ser mi novio, Pete. En los cuatro
años que llevábamos juntos habíamos hablado sobre nuestro
futuro, sobre casarnos y tener niños, pero nunca llegamos a
hacer nada para convertirlo en una realidad.
Cada vez que sacaba el tema, él me ponía alguna excusa.
—Todavía somos jóvenes, Roe. Tenemos tiempo.
Un estremecimiento me recorrió las venas, y me preocupé.
Empecé a hacer conjeturas, pero otro pequeño gruñido del
bulto que tenía en el regazo me provocó un aguijonazo en el
corazón y me recordó que, pasara lo que pasara, ella merecía
la pena.
El cerrojo de la puerta dio un chasquido y me giré hacia la
entrada con el estómago encogido. Pete se quedó parado de
pronto y abrió sus ojos marrones de par en par.
—¿Qué demonios es ese llanto? —preguntó, mirando a la
bebé que tenía en brazos—. ¿Estás haciendo de niñera?
—Hola, cariño.
Recorrió la sala con la mirada y se detuvo en las bolsas
que había en el suelo.
—Explica todo esto —dijo, mirando a la bebé con el ceño
fruncido.
Conocía ese tono. Después de años juntos, habíaescuchado todas sus entonaciones, y el tono duro y brusco de
sus palabras pronunciadas entre dientes me decía que esa
conversación no iba a ir bien.
—Esta es mi sobrina —contesté, girando a la bebé para
que la viera, con la esperanza de dulcificarlo.
—¿Ryn ha tenido una niña? —preguntó, y después la miró
con gesto de disgusto.
—Y va a vivir aquí.
Se le pusieron los ojos como platos.
—¿Aquí? ¿Con nosotros?
Tragué saliva con dificultad.
—Sí.
Él negó con la cabeza.
—No. Llama a Ryn y dile que venga a recoger a su
mocosa.
—¡Pete! Pero ¿qué dices? —Sabía la que se avecinaba.
Ryn nos había echado encima sus problemas muchas veces en
los últimos años, pero aquello no era lo mismo. Había una
bebé que me necesitaba. Una persona inocente que necesitaba
ayuda.
—¿Dónde demonios vamos a poner un bebé? Este
apartamento apenas es lo bastante grande para los dos.
Aunque el apartamento de Lenox Hill en el que vivíamos
era más grande que el anterior, seguía teniendo solo un
dormitorio pequeño: la vida al más puro estilo de Nueva York.
—No lo sé, pero ya lo averiguaremos.
Él negó con la cabeza.
—No. No puede quedarse aquí.
—No tiene otro sitio a donde ir —solté, apretando los
dientes.
No había lugar a discusiones: iba a quedarse.
—Me importa una mierda. ¡Ese no es nuestro problema!
Que se ocupe otra persona.
Levanté la barbilla y negué con la cabeza.
—Es mi familia. No voy a entregársela a unos extraños.
Él entrecerró los ojos.
—No va a quedarse.
—Pete, por favor —insistí, tratando de que la conversación
no se convirtiera en una bomba nuclear que estaba a punto de
explotar.
Durante todo el tiempo que llevábamos juntos, solo
habíamos tenido ese tipo de discusiones unas cuantas veces,
pero, conforme estábamos actuando en ese momento, me di
cuenta de que esa iba a ser la peor que habíamos tenido en
meses.
Él volvió a menear la cabeza.
—No, Roe.
—¿Ni siquiera podemos hablar de ello? —pregunté.
—¿De qué hay que hablar? No quiero un niño ahora
mismo, ¡y mucho menos de la drogata de tu hermana!
—¿Qué acabas de decir? —inquirí. La grieta que se me
abrió en el corazón me dio la respuesta.
No podía ser. El hombre con el que había vivido desde la
universidad, el primero al que había querido, no podía estar
obligándome a decidir, a elegir entre él y una bebé indefensa.
—Lo que estoy diciendo es que o esa cosa o yo.
Y ahí estaba: el ultimátum. El que ya había visto venir. De
alguna manera, me las había apañado para convencerme de
que Pete no iba a decepcionarme.
Todavía necesitaba asegurarme.
—¿Estás pidiéndome que abandone a mi sobrina de solo
dos semanas?
Se cruzó de brazos delante de mí y miró a la bebé con una
mueca.
—Te estoy diciendo que, si no la devuelves, me voy yo.
No podía creerlo. Se me revolvió el estómago cuando lo
miré. Cuando lo miré de verdad. Tenía el pelo castaño
despeinado, como siempre, los ojos marrones entrecerrados y
las mangas de la camisa enrolladas, enseñando los tatuajes. En
comparación conmigo, era alto, pero no llegaba al uno
ochenta. Sin embargo, con esa postura parecía más grande e
imponente.
No me resultaba fácil confiar en la gente. Tenía mis
motivos, a causa de diversas experiencias, y a menudo me
reservaba una parte de mí misma. Siempre tenía un pie fuera
de la puerta. Y, aun así, tras años con Pete, había llegado a
concederle el beneficio de la duda. Había creído que nuestra
relación era sólida, algo que nunca había conocido antes.
Una gran parte de mí, en el fondo, supo que, en cuanto la
trabajadora social me había explicado las opciones que tenía,
iba a suceder algo así. La respuesta de Pete endureció todavía
más mi corazón.
En mi interior, casi pude sentir cómo se rompía nuestra
conexión y cómo se fortalecía la que tenía con la bebé en mis
brazos. No iba a dejarla marchar. Ni por él ni por nadie.
—No lo dirás en serio —anuncié.
—Lo digo muy en serio, Roe. No quiero los problemas de
tu hermana. Ya nos ha causado bastantes a lo largo de los años,
¿o es que no te acuerdas de que le dimos el dinero de nuestro
maldito alquiler para su rehabilitación, que abandonó solo tres
días después? —Se agachó y entrecerró tanto los ojos que solo
se veían dos pequeñas rendijas—. Además, no mereces tanto
la pena como para tener que pasar por todo esto.
Y ahí estaba, el verdadero motivo por el que no quería
ayudarme a cuidar de la bebé de mi hermana. Aquellas
palabras me dieron un puñetazo en el estómago, me causaron
una herida profunda en el pecho y me quemaron el corazón.Bajé los hombros y, de manera inconsciente, apreté con
más fuerza a la niña que estaba sosteniendo.
—Perdona, ¿qué? ¿Que no merezco tanto la pena? —le
pregunté, furiosa. Siempre había sido la novia perfecta. Había
accedido a hacer todo lo que él quería. En parte, por el deseo
de que me quisieran, y, en parte, porque era una persona
bastante afable.
La mayor parte del tiempo.
Pero me había llevado al límite.
Todo mi cuerpo temblaba, pero cuando hablé, lo hice con
una calma mortal.
—Así que, si te dijera que estoy embarazada, ¿qué? ¿Me
dirías que me deshiciera de él?
—Eso es distinto, y lo sabes de puñetera sobra —gruñó.
—Entonces, si la devolviera, ¿podría dejar de tomar
píldoras anticonceptivas y tener yo un bebé? —le pregunté,
obligándolo a responder con sinceridad.
Él se quedó congelado y apretó la mandíbula.
—No estoy listo para eso.
—Y yo no estoy lista para esto —siseé—. Pero ¿sabes
qué? Que la vida a veces no te prepara para nada.
—Te quiero, nena, pero esto es… —Señaló hacia la bebé
que tenía en mis brazos—. No va a ocurrir. Conmigo no. No
voy a quedarme.
Solté una carcajada sarcástica.
—Maldito cabrón egoísta. ¿Que me quieres? —me burlé, y
puse los ojos en blanco. Al fin habíamos destapado lo que se
estaba cociendo desde hacía mucho tiempo—. Estoy segura de
que ni has podido mantenerla dentro de los pantalones durante
los cuatro últimos meses.
No nos habíamos acostado desde hacía más tiempo que
ese, lo que hacía que me preguntara… si no lo estaba haciendo conmigo, entonces, ¿con quién? Por la marca rosada de su
cuello, debía de tratarse de su compañera de trabajo, Jennifer.
Los había visto tontear en la fiesta de vacaciones de su trabajo
del año anterior. Lo había negado por aquel entonces, pero no
había duda de que, después de aquello, las cosas se habían ido
enfriando entre nosotros.
—¿Que soy egoísta? Ni siquiera has hablado conmigo
sobre esto. Y no sabes lo que dices en lo que a mi puta polla
respecta.
—¿Habría cambiado algo? —le pregunté, apretando los
dientes.
—Habría seguido siendo un puto «no».
Y ahí estaba otra vez. La verdad. Nos habíamos
acomodado demasiado, nuestra relación estaba estancada. Ni
crecía ni evolucionaba.
Era difícil procesar que habíamos llegado hasta ese punto.
Que quisiera tirar nuestra relación por la borda a causa de un
bebé. Aunque sabía que no era verdad. Se había estado
cocinando, pero era demasiado cobarde como para romper. La
bebé era una excusa de la que estaba sacando partido.
—Entonces, creo que ha llegado el momento de que te
marches —le dije, rechinando los dientes.
—Estás cometiendo un error al elegir esto antes que a mí.
—Hizo una mueca de desdén.
Solté otra carcajada fría.
—Creo que mi error ha sido creer que alguna vez
tendríamos futuro.
Se quedó allí, echando humo, antes de darse la vuelta e
irrumpir en el dormitorio. Tras preparar una maleta a toda
prisa, se metió en el baño, volvió a salir al salón y cogió su
portátil. No me moví de donde estaba mientras mi relación se
hacía añicos a mis pies.
—Volveré a por el resto —dijo; caminó hacia la puerta y se
puso el abrigo a toda prisa. Se giró y me miró—. Es tu últimaoportunidad.
Lo miré a los ojos.
—Lárgate.
Se giró y, dando un portazo tras de sí, se marchó. En
cuanto se hubo ido, solté un sollozo al darme cuenta del
silencio que había dejado.
La bebé empezó a llorar conmigo, y yo la acerqué y le di
un beso en la frente.
—No pasa nada —le susurré, mientras las lágrimas me
resbalaban por las mejillas—. No lo necesitamos. Estaremos
bien.
La decisión de Pete me había dolido. Mucho. Tanto si yo
me reservaba una parte de mí misma como si no, habíamos
pasado muchos años juntos. Su respuesta a esa preciosa recién
nacida era la gota que colmaba el vaso. Nos había obligado a
los dos a ver nuestra relación como lo que era.
Debí haber sabido que no podía confiar en él. Echando la
vista atrás, a nuestra historia, me di cuenta de que me había
decepcionado en muchas ocasiones: desde no recogerme
después de que me quitaran la muela del juicio hasta pequeñas
cosas, como usar todas las toallas y no lavarlas.
Ahora ya nada de eso importaba.
Aun así, me dolía haberlo perdido.
Iba a ser difícil, pero, con ella en brazos, supe que nunca
iba a dejarla marchar.