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es un encuentro casual

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conmigo, entonces, ¿con quién? Por la marca rosada de su

cuello, debía de tratarse de su compañera de trabajo, Jennifer.

Los había visto tontear en la fiesta de vacaciones de su trabajo

del año anterior. Lo había negado por aquel entonces, pero no

había duda de que, después de aquello, las cosas se habían ido

enfriando entre nosotros.

—¿Que soy egoísta? Ni siquiera has hablado conmigo

sobre esto. Y no sabes lo que dices en lo que a mi puta polla

respecta.

—¿Habría cambiado algo? —le pregunté, apretando los

dientes.

—Habría seguido siendo un puto «no».

Y ahí estaba otra vez. La verdad. Nos habíamos

acomodado demasiado, nuestra relación estaba estancada. Ni

crecía ni evolucionaba.

Era difícil procesar que habíamos llegado hasta ese punto.

Que quisiera tirar nuestra relación por la borda a causa de un

bebé. Aunque sabía que no era verdad. Se había estado

cocinando, pero era demasiado cobarde como para romper. La

bebé era una excusa de la que estaba sacando partido.

—Entonces, creo que ha llegado el momento de que te

marches —le dije, rechinando los dientes.

—Estás cometiendo un error al elegir esto antes que a mí.

—Hizo una mueca de desdén.

Solté otra carcajada fría.

—Creo que mi error ha sido creer que alguna vez

tendríamos futuro.

Se quedó allí, echando humo, antes de darse la vuelta e

irrumpir en el dormitorio. Tras preparar una maleta a toda

prisa, se metió en el baño, volvió a salir al salón y cogió su

portátil. No me moví de donde estaba mientras mi relación se

hacía añicos a mis pies.

—Volveré a por el resto —dijo; caminó hacia la puerta y se

puso el abrigo a toda prisa. Se giró y me miró—. Es tu última

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prologo
Mecí a la bebé entre mis brazos tratando de calmarla. ¿Tenía hambre? ¿Se había ensuciado el pañal? El corazón se me aceleró al ver su cara arrugadita. ¿En qué estaba pensando? Me invadió el pánico. Solo habían pasado cuatro horas desde que los Servicios Sociales me habían llamado y me habían dicho que tenía una sobrina. Después, me habían informado de que debía quedarme a la bebé o iban a tener que enviarla a una casa de acogida. ¿Podía dejar que la cuidaran otras personas? La decisión fue una reacción instintiva: pues claro que iba a quedarme con ella. Ni siquiera sabía que mi hermana pequeña, Ryn, estaba embarazada, pero no la había visto en seis meses. La última vez estaba colocada y desesperada por conseguir dinero. ¿Estaba ya embarazada entonces? Hice los cálculos y temblé de rabia. Durante años, Ryn había elegido las drogas por encima de todo lo demás, y, al parecer, tener un bebé no le había hecho cambiar de opinión. Huyó. Se marchó del hospital y desapareció. Seguro que se fue a otro antro de crack. —¿Tienes hambre? —le pregunté a la diminuta bebé que tenía en mis brazos. La niña ni siquiera tenía nombre. Mi hermana ni se había molestado en hacer eso por ella. Y, de nuevo, como era adicta a las drogas, tenía que ocuparme yo de pagar sus platos rotos. La bebé soltó un alarido que me hizo temblar todavía más. ¿En qué me había metido? No sabía nada de bebés, y en una sola tarde me había llegado uno. Por suerte, los Servicios Sociales pudieron proporcionarme las cosas esenciales para salir del paso, pero iba a pasarmetoda la noche en sss pinchando en todos los productos de la sección de bebés. Estábamos a martes. ¿Qué iba a hacer con el trabajo por la mañana? Había encontrado uno que me encantaba y tenía un jefe increíble, pero ¿cómo iba a reaccionar cuando tuviera que cogerme tiempo libre de repente? ¿Tenía derecho a tomármelo por asuntos familiares? Mi repentina maternidad iba a requerir cambios drásticos, y necesitaba una estrategia. Pero tenía que esperar a hablar con mi jefe. Si para entonces ya no estaba hecha un manojo de nervios. El mayor problema iba a ser mi novio, Pete. En los cuatro años que llevábamos juntos habíamos hablado sobre nuestro futuro, sobre casarnos y tener niños, pero nunca llegamos a hacer nada para convertirlo en una realidad. Cada vez que sacaba el tema, él me ponía alguna excusa. —Todavía somos jóvenes, Roe. Tenemos tiempo. Un estremecimiento me recorrió las venas, y me preocupé. Empecé a hacer conjeturas, pero otro pequeño gruñido del bulto que tenía en el regazo me provocó un aguijonazo en el corazón y me recordó que, pasara lo que pasara, ella merecía la pena. El cerrojo de la puerta dio un chasquido y me giré hacia la entrada con el estómago encogido. Pete se quedó parado de pronto y abrió sus ojos marrones de par en par. —¿Qué demonios es ese llanto? —preguntó, mirando a la bebé que tenía en brazos—. ¿Estás haciendo de niñera? —Hola, cariño. Recorrió la sala con la mirada y se detuvo en las bolsas que había en el suelo. —Explica todo esto —dijo, mirando a la bebé con el ceño fruncido. Conocía ese tono. Después de años juntos, habíaescuchado todas sus entonaciones, y el tono duro y brusco de sus palabras pronunciadas entre dientes me decía que esa conversación no iba a ir bien. —Esta es mi sobrina —contesté, girando a la bebé para que la viera, con la esperanza de dulcificarlo. —¿Ryn ha tenido una niña? —preguntó, y después la miró con gesto de disgusto. —Y va a vivir aquí. Se le pusieron los ojos como platos. —¿Aquí? ¿Con nosotros? Tragué saliva con dificultad. —Sí. Él negó con la cabeza. —No. Llama a Ryn y dile que venga a recoger a su mocosa. —¡Pete! Pero ¿qué dices? —Sabía la que se avecinaba. Ryn nos había echado encima sus problemas muchas veces en los últimos años, pero aquello no era lo mismo. Había una bebé que me necesitaba. Una persona inocente que necesitaba ayuda. —¿Dónde demonios vamos a poner un bebé? Este apartamento apenas es lo bastante grande para los dos. Aunque el apartamento de Lenox Hill en el que vivíamos era más grande que el anterior, seguía teniendo solo un dormitorio pequeño: la vida al más puro estilo de Nueva York. —No lo sé, pero ya lo averiguaremos. Él negó con la cabeza. —No. No puede quedarse aquí. —No tiene otro sitio a donde ir —solté, apretando los dientes. No había lugar a discusiones: iba a quedarse. —Me importa una mierda. ¡Ese no es nuestro problema! Que se ocupe otra persona. Levanté la barbilla y negué con la cabeza. —Es mi familia. No voy a entregársela a unos extraños. Él entrecerró los ojos. —No va a quedarse. —Pete, por favor —insistí, tratando de que la conversación no se convirtiera en una bomba nuclear que estaba a punto de explotar. Durante todo el tiempo que llevábamos juntos, solo habíamos tenido ese tipo de discusiones unas cuantas veces, pero, conforme estábamos actuando en ese momento, me di cuenta de que esa iba a ser la peor que habíamos tenido en meses. Él volvió a menear la cabeza. —No, Roe. —¿Ni siquiera podemos hablar de ello? —pregunté. —¿De qué hay que hablar? No quiero un niño ahora mismo, ¡y mucho menos de la drogata de tu hermana! —¿Qué acabas de decir? —inquirí. La grieta que se me abrió en el corazón me dio la respuesta. No podía ser. El hombre con el que había vivido desde la universidad, el primero al que había querido, no podía estar obligándome a decidir, a elegir entre él y una bebé indefensa. —Lo que estoy diciendo es que o esa cosa o yo. Y ahí estaba: el ultimátum. El que ya había visto venir. De alguna manera, me las había apañado para convencerme de que Pete no iba a decepcionarme. Todavía necesitaba asegurarme. —¿Estás pidiéndome que abandone a mi sobrina de solo dos semanas? Se cruzó de brazos delante de mí y miró a la bebé con una mueca. —Te estoy diciendo que, si no la devuelves, me voy yo. No podía creerlo. Se me revolvió el estómago cuando lo miré. Cuando lo miré de verdad. Tenía el pelo castaño despeinado, como siempre, los ojos marrones entrecerrados y las mangas de la camisa enrolladas, enseñando los tatuajes. En comparación conmigo, era alto, pero no llegaba al uno ochenta. Sin embargo, con esa postura parecía más grande e imponente. No me resultaba fácil confiar en la gente. Tenía mis motivos, a causa de diversas experiencias, y a menudo me reservaba una parte de mí misma. Siempre tenía un pie fuera de la puerta. Y, aun así, tras años con Pete, había llegado a concederle el beneficio de la duda. Había creído que nuestra relación era sólida, algo que nunca había conocido antes. Una gran parte de mí, en el fondo, supo que, en cuanto la trabajadora social me había explicado las opciones que tenía, iba a suceder algo así. La respuesta de Pete endureció todavía más mi corazón. En mi interior, casi pude sentir cómo se rompía nuestra conexión y cómo se fortalecía la que tenía con la bebé en mis brazos. No iba a dejarla marchar. Ni por él ni por nadie. —No lo dirás en serio —anuncié. —Lo digo muy en serio, Roe. No quiero los problemas de tu hermana. Ya nos ha causado bastantes a lo largo de los años, ¿o es que no te acuerdas de que le dimos el dinero de nuestro maldito alquiler para su rehabilitación, que abandonó solo tres días después? —Se agachó y entrecerró tanto los ojos que solo se veían dos pequeñas rendijas—. Además, no mereces tanto la pena como para tener que pasar por todo esto. Y ahí estaba, el verdadero motivo por el que no quería ayudarme a cuidar de la bebé de mi hermana. Aquellas palabras me dieron un puñetazo en el estómago, me causaron una herida profunda en el pecho y me quemaron el corazón.Bajé los hombros y, de manera inconsciente, apreté con más fuerza a la niña que estaba sosteniendo. —Perdona, ¿qué? ¿Que no merezco tanto la pena? —le pregunté, furiosa. Siempre había sido la novia perfecta. Había accedido a hacer todo lo que él quería. En parte, por el deseo de que me quisieran, y, en parte, porque era una persona bastante afable. La mayor parte del tiempo. Pero me había llevado al límite. Todo mi cuerpo temblaba, pero cuando hablé, lo hice con una calma mortal. —Así que, si te dijera que estoy embarazada, ¿qué? ¿Me dirías que me deshiciera de él? —Eso es distinto, y lo sabes de puñetera sobra —gruñó. —Entonces, si la devolviera, ¿podría dejar de tomar píldoras anticonceptivas y tener yo un bebé? —le pregunté, obligándolo a responder con sinceridad. Él se quedó congelado y apretó la mandíbula. —No estoy listo para eso. —Y yo no estoy lista para esto —siseé—. Pero ¿sabes qué? Que la vida a veces no te prepara para nada. —Te quiero, nena, pero esto es… —Señaló hacia la bebé que tenía en mis brazos—. No va a ocurrir. Conmigo no. No voy a quedarme. Solté una carcajada sarcástica. —Maldito cabrón egoísta. ¿Que me quieres? —me burlé, y puse los ojos en blanco. Al fin habíamos destapado lo que se estaba cociendo desde hacía mucho tiempo—. Estoy segura de que ni has podido mantenerla dentro de los pantalones durante los cuatro últimos meses. No nos habíamos acostado desde hacía más tiempo que ese, lo que hacía que me preguntara… si no lo estaba haciendo conmigo, entonces, ¿con quién? Por la marca rosada de su cuello, debía de tratarse de su compañera de trabajo, Jennifer. Los había visto tontear en la fiesta de vacaciones de su trabajo del año anterior. Lo había negado por aquel entonces, pero no había duda de que, después de aquello, las cosas se habían ido enfriando entre nosotros. —¿Que soy egoísta? Ni siquiera has hablado conmigo sobre esto. Y no sabes lo que dices en lo que a mi puta polla respecta. —¿Habría cambiado algo? —le pregunté, apretando los dientes. —Habría seguido siendo un puto «no». Y ahí estaba otra vez. La verdad. Nos habíamos acomodado demasiado, nuestra relación estaba estancada. Ni crecía ni evolucionaba. Era difícil procesar que habíamos llegado hasta ese punto. Que quisiera tirar nuestra relación por la borda a causa de un bebé. Aunque sabía que no era verdad. Se había estado cocinando, pero era demasiado cobarde como para romper. La bebé era una excusa de la que estaba sacando partido. —Entonces, creo que ha llegado el momento de que te marches —le dije, rechinando los dientes. —Estás cometiendo un error al elegir esto antes que a mí. —Hizo una mueca de desdén. Solté otra carcajada fría. —Creo que mi error ha sido creer que alguna vez tendríamos futuro. Se quedó allí, echando humo, antes de darse la vuelta e irrumpir en el dormitorio. Tras preparar una maleta a toda prisa, se metió en el baño, volvió a salir al salón y cogió su portátil. No me moví de donde estaba mientras mi relación se hacía añicos a mis pies. —Volveré a por el resto —dijo; caminó hacia la puerta y se puso el abrigo a toda prisa. Se giró y me miró—. Es tu últimaoportunidad. Lo miré a los ojos. —Lárgate. Se giró y, dando un portazo tras de sí, se marchó. En cuanto se hubo ido, solté un sollozo al darme cuenta del silencio que había dejado. La bebé empezó a llorar conmigo, y yo la acerqué y le di un beso en la frente. —No pasa nada —le susurré, mientras las lágrimas me resbalaban por las mejillas—. No lo necesitamos. Estaremos bien. La decisión de Pete me había dolido. Mucho. Tanto si yo me reservaba una parte de mí misma como si no, habíamos pasado muchos años juntos. Su respuesta a esa preciosa recién nacida era la gota que colmaba el vaso. Nos había obligado a los dos a ver nuestra relación como lo que era. Debí haber sabido que no podía confiar en él. Echando la vista atrás, a nuestra historia, me di cuenta de que me había decepcionado en muchas ocasiones: desde no recogerme después de que me quitaran la muela del juicio hasta pequeñas cosas, como usar todas las toallas y no lavarlas. Ahora ya nada de eso importaba. Aun así, me dolía haberlo perdido. Iba a ser difícil, pero, con ella en brazos, supe que nunca iba a dejarla marchar.

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