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Amor en línea

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Blurb

Después de otra cita fallida, Olivia decide rendirse en el amor. Una noche, entre el cansancio, una botella de vino y la necesidad de probar algo diferente, se inscribe en una página de citas en línea. Esta vez, decide mentir un poco... solo para ver qué se siente ser otra persona por una noche.

Pero cuando hace match con un hombre que parece demasiado perfecto, su pequeño juego se convierte en una red de verdades a medias, emociones reales y decisiones que podrían cambiarlo todo.

Porque, ¿qué pasa cuando el amor llega disfrazado de mentira?

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Capítulo 1
La canción Insomnia de Daya sonaba en mis audífonos mientras intentaba completar mi rutina de trotar por la mañana. Era viernes. Viernes de cita. Desde mi relación fallida con Fabián, hacía un año, había decidido no rendirme y seguir buscando el amor. Aunque él, muy rápido, había encontrado a otra chica apenas una semana después de terminar conmigo, yo opté por tomarme un tiempo: cerrar heridas, pensar… respirar. Ahora, una de mis amigas había tomado como misión presentarme gente nueva en citas a ciegas, dos viernes al mes. Y hasta el momento, no había hecho clic con ninguno. Había tenido de todo: el presumido, el callado, el que no superaba a su ex y el que hablaba solo de su perro. Así que me prometí que si esta cita tampoco funcionaba, aceptaría mi destino, me compraría un gato y dejaría de buscar al amor de mi vida. El aire quemaba mis pulmones con cada respiración. Me detuve, jadeando, y me quité uno de los audífonos. —Tranquila, Olivia. Respira. —me dije a mí misma, aunque no fue tan fácil. —¿Estás bien? —preguntó un tipo, también sudoroso, con el pecho cubierto de vello pegado a la piel. Asentí con una sonrisa apurada. —Veo que te ha ido mal. ¿Quieres agua? Tengo una botella extra. —Estoy bien, gracias. —respondí con educación, y me despedí con un gesto de la mano antes de seguir hacia el Starbucks a dos calles. —¿Eres de aquí? —insistió, alcanzándome. —De Toronto. —contesté, sin dejar de caminar. —Yo soy de Los Ángeles. Por cierto, me llamo Rick. —extendió la mano, y la acepté por cortesía. —Olivia. —respondí. —He de admitir que te he visto trotar por aquí desde hace semanas. Nunca me atrevía a saludarte. —¿Ah, no? ¿Por qué? —intenté que no se notara el rubor en mis mejillas. —Porque te ves intimidante. Solté una carcajada que no pude contener y luego me disculpé. —Es la primera vez que me dicen eso. —¿En serio? —rio. Seguimos caminando un par de metros más. —Te dejo, que tengas un bonito día, Olivia de Toronto. —me dio una palmadita ligera en el hombro y siguió trotando, saludando a alguien al pasar. —¿Qué acaba de pasar? —murmuré divertida al empujar la puerta del Starbucks. Regresé al departamento con mi café en mano, pensando en el día que tenía por delante y en la cita de la noche. Tras una ducha rápida y un desayuno improvisado, salí corriendo hacia el trabajo. Era administradora de uno de los restaurantes más icónicos de Nueva York: Wallace Restaurant. Lujo en cada esquina. Candelabros de los años cuarenta, escaleras curvas que daban a una segunda planta con vista a los jardines, y un bar tan surtido que podrías pedir cualquier bebida del mundo y la tendrían. Si un turista extrañaba un buen tequila, lo encontraba ahí. Y la comida… espectacular. Justo el tipo de lugar donde amaba trabajar. Llevaba mi conjunto de dos piezas perfectamente planchado, el cabello castaño recogido en un moño pulcro y un maquillaje discreto. No era una supermodelo, pero tenía con qué defenderme. Mi madre solía decir que mi figura recordaba a un reloj de arena —algo que yo trataba de disimular bajo los uniformes impecables de marca— aunque, bueno, había días en los que mis piernas y mi trasero hablaban por sí solos. —¿Está todo en orden? —escuché a mi lado la voz de William Wallace, el hijo del dueño. —Sí, todo perfecto. —contesté, mirando de reojo, pero al hacerlo noté algo: una mancha de lápiz labial en su cuello. Sin pensarlo, estiré la mano y la limpié con el pulgar. Él se sobresaltó por el gesto. Nuestros ojos se cruzaron, y de inmediato retiré la mano. —Lo siento, tenías una mancha. —murmuré, bajando la voz. —¿Labial? —repitió, sorprendido. Noté un leve rubor en sus mejillas. William era el tipo de hombre que resultaba peligroso por naturaleza: atractivo, amable cuando quería, pero reservado. Uno de esos hombres que te rompen el corazón sin proponérselo. —Escuché que tienes una cita hoy. —comentó de repente, y levanté una ceja. ¿Quién diablos le contó eso? —Sí. —respondí con una sonrisa forzada. —¿Y quién es el desafortunado? —bromeó. Pocas veces lo veía de buen humor, y menos conmigo. —Aún no lo sé. Es una cita a ciegas. —¿Todavía existen esas cosas? —rio. —¿No temes que sea un psicópata? —¿Tanto te preocupa? —pregunté, divertida. —Eres mi mejor empleada, Olivia. Diriges este lugar como nadie. Si te pasa algo, ¿quién ocuparía tu puesto? —dijo con un tono entre serio y protector. —Acepto tu preocupación como cumplido. —dije sonriendo. Él asintió, mirando a su alrededor. —Me retiro. Tengo un partido de golf. —Que gane el mejor. —Y tú... —hizo una mueca. —Ten una cita agradable y regresa sana y salva. —Gracias, señor Wallace. Puso los ojos en blanco. —Te encanta fastidiarme con eso, ¿verdad? Me haces sentir como un viejo. —protestó mientras se alejaba hacia la puerta, levantando una mano en despedida. —Finalmente se ha ido. —escuché detrás de mí. Era Natalie, la jefa de meseros. Se cruzó de brazos, cuidando no arrugar su blusa blanca. —¿Tienes todo listo para la cita? —preguntó con una sonrisa traviesa. Me tensé. —Dime que esta vez no es otro de tus psicópatas. —¡Lo juro! —levantó las manos—. Ray me aseguró que es un buen tipo. Algo serio, pero emocionado por conocerte. —Está bien, confiaré en ti. Pero solo por esta última cita. —advertí. —Vamos, Liv, ten fe. —me guiñó un ojo—. Tal vez hoy sea el día en que el universo decida compensarte. Rodé los ojos, aunque una parte de mí quería creerle. Esa parte que, a pesar de todo, seguía aferrándose a la idea del amor. El día pasó entre reservaciones, llamadas y clientes exigentes. Cuando el reloj marcó las seis, me di cuenta de que no había comido nada desde el desayuno. Subí a la oficina para cambiarme, y mientras me maquillaba frente al pequeño espejo del tocador, me asaltó la duda: ¿Y si volvía a salir mal? ¿Y si el tipo era otro desastre más en mi lista de decepciones? Sacudí la cabeza y sonreí para mi reflejo. —Nada puede ser peor que Fabián. —me recordé. Tomé mi bolso, inhalé profundo y salí del restaurante. Afuera, el cielo comenzaba a teñirse de tonos naranjas y rosados. Una noche perfecta para una cita… o para una nueva historia que aún no sabía si quería empezar.

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