Capítulo 3

2273 Words
La mañana me recibió con una resaca que parecía querer partirme la cabeza en dos. No era la primera vez que probaba el alcohol, ni mucho menos, pero sí la primera en la que sentía que mi cráneo era una caja de resonancia, amplificando cada latido, cada paso que daba sobre el suelo. A pesar del dolor punzante y las náuseas amenazantes, me obligué a levantarme, a vestirme y a seguir adelante con mi rutina matutina. La disciplina era mi ancla, mi salvavidas en medio del caos. Revisé mis pendientes con meticulosidad, uno por uno, asegurándome de no dejar nada al azar. Di un recorrido lento y exhaustivo por cada rincón del restaurante, escudriñando cada detalle con ojo crítico. Verifiqué que todo estuviera en perfecto orden: la pulcritud de la cocina, la disposición de las botellas en el bar, la confirmación de las reservas, el registro de cualquier queja o sugerencia por parte de los clientes. Cada detalle debía estar bajo control, cada posible problema debía ser anticipado y resuelto. La perfección era mi obsesión. Me acerqué al bar con pasos lentos y cautelosos, buscando un poco de apoyo en la sólida barra de madera. Me recargué en ella, sintiendo el frío del mármol contra mi piel, y observé cómo el restaurante comenzaba a llenarse justo a la hora pico, el momento crucial donde la eficiencia y la coordinación eran esenciales. Respiré profundo, intentando controlar la acidez en mi estómago y la persistente punzada en mi sien. Todo marchaba bien, al menos eso quería creer. Esa era la fachada que debía mostrar al mundo, incluso si por dentro me sentía a punto de desmoronarme. —¿Cómo estás, Taylor? —la voz detrás de mí era inconfundible, un eco familiar que siempre lograba erizarme la piel. Me giré lentamente y me encontré con William, tan impecable y pulcro como siempre. Su presencia era una constante en mi vida, una mezcla de admiración y exasperación que me mantenía alerta. —Bien, gracias —respondí con una sonrisa leve, fingiendo normalidad a pesar del malestar evidente en mi rostro—. Y gracias otra vez por lo del chófer… y el vino. La gratitud era una obligación, aunque en el fondo supiera que esos favores tenían un precio. Él se recargó de medio perfil contra la barra, adoptando esa pose relajada que parecía cuidadosamente ensayada frente a un espejo. Cada gesto suyo era calculado, cada palabra elegida con precisión. —Espero que el vino haya sido relajante y no torturador —dijo, señalando sutilmente mi rostro con una mirada penetrante, probablemente detectando mi gesto de resaca a pesar de mis intentos por disimularlo. Su observación me irritó, pero no lo dejé traslucir. Noté algo distinto en su atuendo, una pequeña pero significativa alteración en su impecable imagen: no llevaba su típica corbata perfectamente anudada, un accesorio que parecía ser una extensión de su personalidad. Fruncí el ceño sin pensarlo, una reacción instintiva ante lo inesperado, y él sonrió al notarlo, complacido de haber captado mi atención. —Lo sabía —comentó divertido, con un brillo travieso en sus ojos—. Eres la primera en darse cuenta de que hoy no la llevo. —Es raro verte sin una —admití, incapaz de ocultar mi sorpresa. Su ausencia era una anomalía, una nota discordante en la sinfonía de su perfección. Le di unas indicaciones a la encargada del bar, detalles menores para asegurar la fluidez del servicio, y estaba a punto de despedirme, buscando una excusa para escapar de su presencia, pero él me detuvo con un gesto sutil. —¿Podemos hablar? Asentí, resignada. Sabía que negarme no sería una opción. Lo seguí hasta su oficina principal, un espacio amplio y lujoso que reflejaba su poder y su influencia. Me cedió el paso con esa cortesía exagerada que me sacaba de quicio, un recordatorio constante de la distancia que nos separaba. Me señaló la silla frente a su escritorio, un gesto protocolario que no lograba ocultar la tensión palpable en el ambiente. Esperé que la conversación no se alargara; tenía que hacer llamadas importantes a proveedores, negociar precios y asegurar el suministro para los próximos días. Él se sentó, recargándose en el respaldo de su silla de cuero, sin apartar su mirada de mí. Su escrutinio me incomodó, haciéndome sentir como un insecto bajo un microscopio. —¿Y de qué quieres hablar? —pregunté, directa, intentando cortar la tensión con una dosis de pragmatismo. —Mi padre llegará esta noche a la ciudad —anunció, soltando la bomba con una calma inquietante, y automáticamente me tensé. Su nombre siempre provocaba una reacción visceral en mí, una mezcla de temor y resentimiento. Lo notó, por supuesto, y una sonrisa socarrona se dibujó en sus labios—. Tranquila, solo vendrá a cenar mañana. Le mostré tus propuestas, pero… me preguntó si ya te tomaste tus vacaciones. Sentí el golpe antes de que terminara la frase, un mazazo invisible que me dejó sin aliento. La sola idea de tener que tomarme unas vacaciones me aterraba. —No es necesario que me mandes de vacaciones, por favor —mi voz casi sonó suplicante, una súplica que me avergonzó al instante. No tenía a dónde ir, ni con quién estar. Desde que mi madre falleció, estaba sola en el mundo. Y la soledad, en silencio, me pesaba más que cualquier jornada de trabajo extenuante. El restaurante era mi refugio, mi familia, mi razón de ser. —Tienes que tomarlas —replicó, divertido, disfrutando de mi incomodidad. Parecía deleitarse con mi sufrimiento—. Fue una orden directa de mi padre, si quieres que considere tus propuestas. Me crucé de brazos, adoptando una postura defensiva. No iba a ceder tan fácilmente. —No tengo relevo. —Ya lo tengo solucionado. —Sonrió con descaro, revelando su plan oculto—. Me encargaré yo. Solté una breve risa incrédula, una reacción involuntaria ante la absurdidad de la situación, pero me forcé a mantener la compostura. William, detrás de la barra, preparando cócteles y lidiando con proveedores… sería un espectáculo digno de ver, aunque también un desastre potencial para el restaurante. —Por tu cara veo que dudas de mi capacidad —dijo, desafiante, picado por mi reacción. —Es tu restaurante, conoces las funciones desde abajo: apertura, cocina, almacén, cierre. —Elevé una ceja, cuestionando su conocimiento práctico—. ¿Verdad? —Por supuesto —respondió con fingida seriedad, intentando ocultar su falta de experiencia real—. Y, por si lo olvidaste, llevas cuatro años sin tomarte vacaciones. —Dos días serán suficientes. —Intenté sonreír, buscando una solución intermedia. —¿Dos días? Estás bromeando. —Se inclinó hacia adelante, invadiendo mi espacio personal. —Es lo que necesito —contesté firme, manteniendo mi compostura a duras penas. —Olivia, son cuatro años. Mi padre ha autorizado dos meses de vacaciones. —¿Qué? —exclamé horrorizada, incapaz de contener mi asombro y mi pánico— ¡Me volveré loca dos meses sin trabajar! Él soltó una carcajada, disfrutando de mi desesperación. —Dos semanas por año. Es simple aritmética. Así que hoy es tu último día. —William, no puedes hacerme esto. No necesito tanto tiempo libre, solo una semana. —¿A qué le tienes miedo, Olivia? Otro en tu lugar estaría celebrando esta oportunidad. —No necesito vacaciones. —Aprovecha el tiempo —insistió—. Descansa, viaja, visita a tu familia, tómate un martini en la playa. —No tengo familia, ni amigos, no conozco la playa y detesto los martinis —contesté sin rodeos, cortando de raíz sus sugerencias frívolas. Él suspiró, fastidiado por mi resistencia. —Si no tomas las vacaciones, preséntame tu renuncia. Abrí los ojos, incrédula. No podía creer lo que estaba escuchando. —¿Me estás pidiendo que renuncie? —Es mi restaurante. Son mis reglas. —Bien, señor Wallace. —Recalcando el “señor” solo para irritarlo, para desafiar su autoridad. Sus hombros se tensaron y su mandíbula se marcó, revelando su frustración. Lo logré, había logrado sacarlo de sus casillas. —¿Por qué no mejor me entregas tu renuncia de una vez, Taylor? —Lo pensaré. Te daré mi respuesta cuando regrese. —Me levanté con firmeza, dispuesta a poner fin a esa conversación absurda—. Si no hay nada más, tengo trabajo que hacer. Él agitó la mano, dándome por despedida, mientras yo salía de su oficina antes de decir algo peor, antes de ceder a la tentación de insultarlo. La discusión me dejó una mezcla de rabia y ansiedad, un nudo apretado en el estómago. ¿Dos meses sin trabajar? Sentí el pecho oprimido, como si me faltara el aire. Mi celular vibró en el bolsillo, interrumpiendo mis pensamientos. Al mirar la pantalla, fruncí el ceño con disgusto. “Nuevo mensaje de: Conoce al amor de tu vida en un clic.” —Oh, no… —murmuré, sintiendo que mi desgracia se acumulaba—. Dime que no fue real. Abrí el correo y confirmé mi desgracia: me había suscrito a esa ridícula aplicación de citas por seis meses. ¡Seis! Era una pesadilla. —¡Maldita sea, Olivia! —me regañé en voz baja, furiosa conmigo misma por mi estupidez. Golpearon la puerta, sobresaltándome. —¿Qué? —ladré sin querer, descargando mi frustración en la primera persona que se cruzara en mi camino. No respondieron más. Solté un suspiro, intentando recuperar la compostura, me guardé el celular en el bolsillo y regresé al salón, donde el trabajo me esperaba. Johnny, el chef, me miró curioso, preocupado por mi estado. —¿Todo bien, señorita Taylor? —Sí, lo siento. No era mi intención contestar así. Él sonrió, comprensivo. —Tranquila, pequeña. ¿Qué te tiene tan alterada? —Consecuencias del vino —me apreté el puente de la nariz y exhalé, intentando aliviar la presión en mi cabeza. —¿Lista para tus vacaciones? —preguntó divertido, ajeno a la tormenta que se desataba en mi interior. —Obligatorias, no deseadas. —Las mereces —dijo con sinceridad—. Siempre estás aquí. Madrugas, sales de noche… te vendrá bien desconectarte. —No sé qué haré con tanto tiempo libre. —Suspiré, sintiendo el peso de la soledad sobre mis hombros. No volví a ver a William el resto del día. Me dediqué a dejar todo organizado, a hablar con proveedores, a redactar instrucciones detalladas para cada área del restaurante. Quería que mi ausencia fuera lo menos disruptiva posible, aunque en el fondo sabía que mi presencia era insustituible. Cuando llegué a casa, solté mi bolso en el sillón con un gesto de cansancio y me fui desabotonando la ropa hasta quedarme frente a la bañera, buscando un poco de alivio para mi cuerpo y mi mente agotados. La llené con agua caliente y sales aromáticas, buscando refugio en el ritual del baño. El aroma a lavanda llenó el baño, creando una atmósfera de calma y serenidad. Me sumergí hasta sentir que el agua caliente me abrazaba, aliviando la tensión en mis músculos. Por primera vez en mucho tiempo, respiré sin prisa, permitiéndome disfrutar del momento presente. —Esto sí que es vida… —murmuré con los ojos cerrados, sintiendo una fugaz sensación de paz. El tono de un mensaje me hizo abrir un ojo, interrumpiendo mi momento de relajación. Lo ignoré, intentando prolongar la sensación de calma, pero volvió a sonar. Dos veces. Estiré la mano con pereza, tomé el celular y vi el remitente: la aplicación de citas, el recordatorio constante de mi estupidez. Curiosidad. Solo eso. Me dejé llevar por la tentación de echar un vistazo, de buscar una distracción en el absurdo. Un simple “Hola”. Luego otro. Sonreí, avergonzada de mí misma. —¿En serio, Olivia? —me burlé de mí misma mientras abría su perfil, sucumbiendo a la curiosidad. La foto mostraba a un hombre alto, de espaldas, sobre una motocicleta. El logo era un águila con la bandera del país, un símbolo de libertad y rebeldía. Habíamos hecho “match.” El universo parecía conspirar en mi contra. Otro mensaje llegó: “Hola, ¿cómo estás?” Me reí, incrédula ante la situación. No podía creer que estuviera contestando a un desconocido desde la bañera, en medio de mi crisis existencial. “Hola, bien. ¿Y tú?” envié, entrando en el juego a pesar de mi resistencia inicial. “Bien. ¿Eres nueva en esto?” “¿Se nota?” “Un poco. Cuéntame de ti.” Intenté recordar qué demonios había puesto en mi perfil, qué mentiras había inventado para atraer a un posible pretendiente. Oh, cierto… todo era mentira. “Soy nueva y estoy esperando conocer a alguien con quien hacer amistad.” “Ya somos dos. ¿A qué te dedicas?” Me mordí el labio, sintiendo el peso de la falsedad sobre mis hombros. “¿Qué quieres que sea?” —tecleé riendo, intentando aligerar la tensión— “Soy chef.” Tardó unos minutos en responder. Me salí del baño, me puse la bata y comencé mi rutina de cremas, buscando una excusa para demorar la respuesta. Cuando el sonido volvió, lo abrí de inmediato, presa de la curiosidad. “Debes cocinar delicioso. He leído que montas a caballo. ¿Qué te parece si te invito a cabalgar este fin de semana?” —Mierda… —susurré, sintiendo un escalofrío recorrer mi cuerpo. Le tenía pánico a los caballos. “El fin de semana trabajo. ¿Qué te parece si mejor tomamos un café?” “Contraoferta: cenemos hoy.”
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