--- Al llegar al primer pueblo de la frontera, una sensación de malestar se apodera de mí. Las náuseas me revuelven el estómago y mi cuerpo entero se siente pesado, agotado. No he dejado de llorar en las últimas horas. Todo lo que he vivido parece haber drenado mis fuerzas. Camino por el pequeño pero moderno pueblo. Las tiendas, restaurantes y joyerías le dan un aire de ciudad a pesar de sus pocas calles. Entre la bruma de mi cansancio, mis ojos encuentran un motel económico pero decente. Sin pensarlo demasiado, entro y pago una habitación. —¿Puedo pedir algo de comer a la habitación? —pregunto con voz apagada. —No, señorita, no tenemos cocina —responde el recepcionista con amabilidad. Suspiro, sintiéndome aún más exhausta. —No importa. Saldré a comprar algo. Gracias. —A su servicio.

