11

1275 Words
Lo Que No Se Escribe La mañana había sido más gris de lo habitual. El cielo, cubierto de nubes bajas, filtraba la luz en tonos pálidos que hacían parecer aún más vastos los corredores de Ashcombe Hall. Isabella se encontraba en el invernadero cuando uno de los lacayos llegó a buscarla con una reverencia. - Milady… la valija del conde ha llegado. El señor Pomeroy la está revisando. Ella dejó las tijeras de jardinería con cuidado sobre la mesa y se alisó la falda. No sonrió, pero un destello cruzó sus ojos. Una mezcla de esperanza y contención. - Gracias. Iré enseguida. El trayecto hasta el despacho del mayordomo fue breve, pero Isabella se detuvo dos veces, como si quisiera alisar el tiempo, alargar la ilusión. Cada paso la acercaba a la posibilidad de tener noticias de él. No de Lord Ashcombe, no del político… sino de Rowan, su esposo, el hombre que había besado su frente en el salón rojo antes de partir. Al llegar, Pomeroy se encontraba junto al escritorio, revisando el contenido de la valija con meticulosidad. Sacaba documentos, listados, papeles sellados y los clasificaba sin perder su compostura. Isabella se mantuvo de pie, a una distancia prudente, sin interrumpirlo. - ¿Alguna misiva para mí? - preguntó finalmente, su voz tan suave que casi pareció un pensamiento. El mayordomo levantó la vista. No fue cruel. No fue indiferente. Pero su respuesta fue firme. - Me temo que no, Milady. Hay correspondencia oficial dirigida al Parlamento, una nota breve para Lady Honoria sobre el seguimiento de la propuesta y documentos contables. Pero no hay carta personal a su nombre. La condesa asintió. Solo eso. Pero algo en su rostro se apagó. No fue una expresión visible. Fue más bien un parpadeo lento, un gesto sutil con las manos, como si al oír la respuesta hubiera soltado el aire que contenía desde el amanecer. - Entiendo. - dijo, forzando una sonrisa que no llegó a sus ojos - Gracias, señor Pomeroy. - ¿Desea que le escriba, Milady? Puedo incluir una misiva con la próxima entrega oficial, si lo desea. Isabella miró el escritorio. Las hojas cuidadosamente dobladas, los sobres con cera roja, todo organizado en perfecto orden. Y, sin embargo, ni una palabra para ella. - No, no será necesario. Estoy segura de que tiene mucho trabajo… y poco tiempo. Se giró con gracia, recogiendo los pliegues de su vestido como si nada hubiera pasado. Como si no hubiera esperado. Como si no sintiera el corazón apretado en el pecho como una carta que jamás llegó. Subió lentamente las escaleras. No buscó compañía. No pidió que encendieran el fuego en su sala. Solo pidió que no la molestaran hasta la hora del té. Ya en su habitación, se sentó frente al tocador. Observó su reflejo. La mujer que le devolvía la mirada era hermosa, fuerte, admirada por las damas del reino. Pero en sus ojos - ojos oscuros como la tinta no usada - brillaba algo más: el eco de una soledad que ni los vestidos más elegantes ni las cortesías del salón podían ocultar. Tomó su diario. Abrió una página en blanco. Y escribió con pulso firme, como si su corazón necesitara hablar en tinta: “La valija ha llegado. No con su letra. No con su voz. Sólo con ausencias. A veces me pregunto si lo estoy perdiendo… o si nunca fue mío del todo. No es la falta de palabras lo que duele. Es el silencio donde debería haber habido una.” Cerró el diario con cuidado, como si al cerrarlo pudiera encerrar también la punzada en el pecho. Y salió a caminar sola por los jardines, fingiendo que solo necesitaba aire. Preparativos El reloj marcaba las once cuando el carruaje del servicio postal llegó al ala de administración. Isabella se encontraba en la biblioteca, revisando los últimos registros del comité de beneficencia local, cuando la doncella tocó suavemente a la puerta. - Milady, - dijo, con una leve inclinación - Lord Rowan y la delegación han partido de París esta mañana. El mensaje llegó por correo directo. Deberían arribar en menos de tres días. Isabella levantó la vista lentamente. El corazón le dio un vuelco sutil, casi imperceptible, pero suficiente para dejarla sin aliento unos segundos. Cerró el cuaderno de registros con cuidado y se puso de pie. - Gracias, Annelise. ¿Ha llegado algo más? - Un informe oficial para Lady Honoria y una nota del Lord Presidente de la Cámara, enviada con cortesía a Ashcombe. El mayordomo ya los está archivando. - Perfecto. Puedes retirarte. Cuando se quedó sola, Isabella caminó hacia la ventana y corrió ligeramente la cortina. Afuera, el jardín de invierno aún dormía bajo la luz blanca del mediodía. Pronto, ese mismo jardín recibiría el paso de su esposo. El salón rojo se volvería a llenar de su voz. Su perfume regresaría a las sábanas. Su sombra cruzaría otra vez los pasillos. Pero ¿Sería el mismo? La joven presionó los labios y entrelazó las manos. El pensamiento la había seguido como una sombra desde la última vez que él partió. La primera vez que sintió su frialdad. La primera vez que no hubo carta. Aún así, se alisó el vestido con un gesto determinado. - Debo prepararlo todo. - se dijo en voz baja - Esta es su casa. Mi casa. En las horas siguientes, Ashcombe Hall volvió a latir como una maquinaria precisa. Isabella, sin perder la calma ni la cortesía, dio instrucciones detalladas. - Que se abran las habitaciones del ala este. El conde querrá privacidad con sus colegas los primeros días. - Los jardines deben podarse antes del jueves. Deseo que el rosal esté despejado al anochecer. - Que laven las cortinas del salón rojo. Y que se preparen los vinos que trajo de Burdeos en su última visita. Los criados se movían con respeto, sin cuestionar sus decisiones. Desde hacía meses, la señora de Ashcombe se había convertido en el corazón del palacio. Cada evento, cada visita diplomática, cada comida social tenía su toque, su orden, su elegancia. Y aunque lo hacía por deber… también lo hacía por él. Porque aún le pertenecía. Porque lo amaba. Esa noche, pidió que le prepararan un baño temprano. Quería revisar personalmente las habitaciones antes de cenar. Mientras el agua perfumada llenaba la tina, se permitió mirar su reflejo. ¿Lo notaría? ¿Vería en ella a la mujer que había cuidado de su legado, de su nombre, mientras él negociaba tratados en el extranjero? O peor aún… ¿Vería a una extraña? Se vistió con un vestido azul pálido, sobrio, pero delicado en su caída. No era uno de sus vestidos nuevos. Era uno que él le había elogiado una noche, después de un concierto. Quizá no lo recordara, pero ella sí. Antes de dormir, escribió en su diario: “Vuelve en tres días. Siento el alma dividida entre la alegría y la inquietud. No he tenido carta, ni palabra suya y, sin embargo, he preparado la casa como si fuera a recibir a un rey. ¿Es esto lo que hacen las esposas cuando aman? ¿Preparar cada rincón como si el amor aún estuviera allí, escondido entre cortinas limpias y flores frescas?” Cerró el cuaderno con suavidad y lo guardó en el primer cajón. A la mañana siguiente, las flores recién cortadas fueron dispuestas en los jarrones, las alfombras sacudidas y el personal comenzó a practicar el protocolo de bienvenida. Isabella no dejó escapar detalle. Solo una cosa no pudo controlar: la ansiedad en su pecho. Y el silencio que aún reinaba en su bandeja de correspondencia.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD