Las Sombras Bajo El Té
El servicio de té acababa de ser dispuesto en el jardín de invierno. Las buganvilias trepaban los ventanales altos y el aroma a lavanda se mezclaba con el del Earl Grey recién servido. Lady Honoria removía el azúcar con un gesto lento, casi ceremonioso. Frente a ella, Rowan sostenía la taza con elegancia, los labios curvados en una sonrisa despreocupada.
- Debo felicitarte, muchacho. - dijo la dama al fin, sin levantar la vista de su taza - El trato en París fue un éxito, según la correspondencia del marqués. Incluso ha mencionado tu “notable diplomacia” con sus socios del Loira.
Rowan inclinó ligeramente la cabeza.
- El marqués exagera. Pero me agrada que lo crea.
Lady Honoria asintió. Dejó la cucharilla sobre el platito con un leve tintineo y lo miró por fin, con esos ojos claros, siempre afilados como el filo de una daga escondida en terciopelo.
- Me alegra también que hayas regresado sano y salvo. Aunque, debo decirlo, Isabella no ha tenido los días más fáciles en tu ausencia.
Rowan no respondió enseguida. Tomó un sorbo de té, con una lentitud medida.
- ¿Ah, no? - inquirió con amabilidad forzada.
- Su menstruación llegó el mismo día de tu partida. - dijo la anciana, sin pudor ni rodeos - Ayer aún se encontraba algo débil. Pero no he visto que te hayas acercado siquiera a su habitación. No desde que llegaste hace tres semanas.
Rowan bajó la taza con deliberación. Una sonrisa ladeada se instaló en su rostro, esa que solía usar cuando sabía que estaba a punto de ser arrinconado, pero no vencido.
- Mi querida abuela. - replicó con tono socarrón - Tus espías son más eficaces que los de la corona. ¿También informan qué tan caliente está el agua del baño o cuántas veces bostezo antes de dormir?
- No necesito espías para saber que no cumples con tus deberes conyugales. - replicó ella con frialdad - La falta de calor no se oculta detrás de puertas cerradas. Y tu esposa, a pesar de todo su empeño, lo nota. Aunque se calle.
Rowan desvió la vista, fingiendo interés por una flor abierta junto al ventanal.
- No me malinterpretes. - dijo- Estoy orgulloso de lo que Isabella ha logrado. Se ha convertido en la anfitriona perfecta, una joya de Ashcombe. Y eso, gracias en gran parte a tu guía. Pero… nuestras vidas están llenas de compromisos. Las cenas, los bailes, las visitas de caridad… Apenas la veo sin una agenda en la mano o un encargo nuevo en la cabeza. La extenuación no es solo mía.
Honoria lo observó en silencio durante unos segundos demasiado largos.
- Te observo, Rowan. Y quiero recordarte algo. - su voz bajó, grave como el hierro - Tú pediste esta oportunidad. Reclamaste este papel. Y yo la hice tu esposa. Pero si juegas con su corazón, si la humillas o la usas como moneda… No habrá más juegos. Y te aseguro que no te gustará descubrir lo que queda cuando la abuela indulgente se va.
La sonrisa de Rowan apenas se mantuvo en su lugar. Asintió con suavidad, como si aceptara una reprimenda menor, aunque el brillo frío en su mirada decía otra cosa.
- Lo tendré en cuenta, Milady.
- Hazlo. - dijo ella y se levantó con la espalda tan recta como una reina - Porque Isabella puede ser joven… pero no es tonta. Y está aprendiendo más rápido de lo que tú crees.
Lady Honoria se marchó sin esperar respuesta, dejando a Rowan con el té tibio y el silencio que, por primera vez en mucho tiempo, pesaba más de lo que quería admitir.
La Voz de Ashcombe
El murmullo grave de las voces se extendía como un oleaje contenido bajo las altas bóvedas de la Cámara de los Lores. El mármol pulido reflejaba los destellos de las lámparas de gas, y los colores oscuros de las capas de los nobles contrastaban con los destellos plateados de los bastones, anillos y condecoraciones de honor. Rowan se mantenía erguido en su banca, sin moverse, aunque su pulso avanzaba como un tambor silencioso en el pecho.
Lord Somerville, duque de Norfolk, alzó la voz con la serenidad de quien sabe que no será interrumpido.
- Propongo que se considere el esquema de inversión sugerido por el joven conde de Ashcombe en relación con las rutas de importación desde Burdeos. No solo simplificaría los aranceles para el comercio de vino, sino que establecería un modelo replicable para otras importaciones que beneficien al Reino.
Un segundo silencio, expectante.
Lord Marchwood, con su bastón de águila dorada, asintió desde el extremo opuesto del salón.
- Coincido. El análisis presentado en la última sesión refleja una visión estratégica que merece nuestra atención. Ashcombe demuestra no solo herencia, sino competencia.
“Herencia”, pensó Rowan, sintiendo cómo ese peso invisible comenzaba a moverse de nuevo en su favor. La Casa Ashcombe. Un linaje que había sido símbolo de prestigio durante generaciones… hasta la decadencia. Hasta su padre y la suya.
Ahora, ante la mirada de hombres que alguna vez lo despreciaron por ser joven, imprudente, indigno, su nombre volvía a pronunciarse con respeto. No por nobleza heredada. No solo por su ingenio económico. Sino porque había aprendido a representar lo que ellos entendían como poder legítimo: honorabilidad doméstica, discreción, control y una esposa que no solo encajaba, sino que sobresalía.
Isabella.
Su sonrisa encantadora en los bailes. Su conversación sutil en las tertulias. Su forma de envolver a las otras damas con un aire natural de refinamiento y sencillez. La red de influencias tejida con delicadeza en los salones era la alfombra sobre la que él ahora caminaba en la Cámara.
- ¿Mi lord Ashcombe? - preguntó el presidente de la sesión - ¿Tiene algo que decir?
Rowan se levantó. Su voz fue firme, mesurada.
- Agradezco las palabras de mis ilustres colegas. Me honra que consideren mi propuesta digna de análisis. No busco beneficio propio, sino una economía más ágil y sólida para todos. Confío en que este sea solo el inicio de muchas colaboraciones por venir.
Un murmullo de aprobación siguió sus palabras.
Se sentó de nuevo, permitiéndose apenas una mínima exhalación.
Sabía jugar el papel. Y lo jugaba bien. Pero el eco de lo que realmente lo había traído a ese punto le martillaba la conciencia como un péndulo constante. Sin Isabella, sin su impecable desempeño como señora de Ashcombe Hall, su fachada no se habría sostenido más de un mes.
Y, aun así, no podía amarla.
No como ella merecía.
No como la parte más rota de él deseaba amar a otra.
Una mujer que lo hacía sentir vivo.