Casimiro lo miró con absoluta frialdad, sin inmutarse por la ira que irradiaba su yerno.
—Cuidado con cómo me hablas, Rafael. Recuerda muy bien por qué estás casado con mi hija. Cuando nadie apostaba un centavo por ti, cuando eras un don nadie en la política, fui yo quien puso toda mi fortuna y mi reputación en juego para apoyarte. Incluso te entregué en bandeja de plata a Esmeralda para sellar esta unión entre nuestras familias.
La expresión en el rostro de Rafael cambió drásticamente, pasando de la furia a la impotencia contenida.
—No lo olvides jamás —prosiguió Casimiro, bajando el tono con advertencia—. Si tú no puedes controlar a Esmeralda, entonces lo haré yo. Y créeme, mis métodos serán menos delicados que los tuyos.
Rafael apretó los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos, conteniendo la respuesta que quería gritarle. Odiaba admitirlo, pero Casimiro tenía razón.
Le debía demasiado como para desafiarlo abiertamente.
Y esa deuda, ahora más que nunca, lo ataba de pies y manos.
****
Esmeralda caminó con paso rápido hacia el estacionamiento, intentando contener las lágrimas que le quemaban los ojos, pero en cuanto subió al auto y cerró la puerta, no pudo contenerse más. Rompió en llanto, golpeando con impotencia el volante, odiándose por ser tan débil, por ceder siempre a los caprichos y amenazas de su padre.
Secó con rabia las lágrimas y giró la llave para encender el vehículo.
Nada.
Lo intentó de nuevo, esta vez con más fuerza.
El auto seguía muerto.
—¡No puede ser! —exclamó con desesperación, golpeando el volante con ambas manos.
La frustración, sumada a todo lo que acababa de ocurrir, la empujó a salir del auto con los ojos brillantes por la ira. Golpeó con fuerza una de las llantas, como si así pudiera descargar todo lo que sentía.
—¿Necesitas ayuda?
Una voz masculina, amable y tranquila, interrumpió su desahogo. Esmeralda se giró sorprendida, encontrándose frente a un hombre alto, de porte elegante, piel bronceada y cabello oscuro ligeramente rizado. Sus ojos, tan cafés como profundos, la miraban con sincera preocupación.
Ella tardó unos segundos en reaccionar, aturdida por la inesperada amabilidad y atractivo del desconocido. Finalmente, sacudió la cabeza para despejarse.
—No lo sé… simplemente no enciende y yo no tengo idea de autos.
Él sonrió con calidez, relajado, se acercó un poco más.
—Déjame echar un vistazo. Quizá pueda solucionarlo rápido.
—No, no es necesario, se ensuciará la ropa —susurró ella con timidez—. No se moleste.
—Tranquila. Tengo otra camisa en el auto.
Sin darle oportunidad a que volviera a negarse, el hombre abrió el capó y revisó el motor con destreza. Esmeralda lo observaba en silencio, sintiendo que las lágrimas aún querían escapar de sus ojos. La amabilidad genuina de aquel desconocido contrastaba con la frialdad constante a la que estaba acostumbrada.
En pocos minutos, el auto encendió. Él cerró el capó con una sonrisa de satisfacción y se limpió las manos con una franela, entonces notó que ella había llorado. Su sonrisa se suavizó con preocupación sincera.
—¿Estás bien? —preguntó en voz baja, ofreciéndole el pañuelo de seda que sacó de su bolsillo—. Toma, úsalo.
Esmeralda dudó un instante, pero aceptó el pañuelo, secándose discretamente las lágrimas.
—Gracias… Es solo un mal día.
Él asintió, respetando su privacidad.
—Mi nombre es Leandro Castañeda —se presentó extendiendo la mano hacia ella con amabilidad—. Un placer ayudarte.
—Esmeralda Landeros —respondió ella con suavidad, estrechando su mano.
El contacto duró apenas unos segundos, pero fue cálido, cercano, sincero. Nada parecido a los fríos apretones que solía recibir de Rafael.
Pero entonces, la voz profunda y tensa de Rafael interrumpió aquel breve encuentro:
—¿Interrumpo algo?
Esmeralda se soltó rápidamente de Leandro y giró sobresaltada. Rafael estaba ahí, rígido, con una expresión que combinaba incredulidad y furia contenida.
—Rafael… él solo me estaba ayudando con el auto —murmuró ella, incómoda por su mirada afilada.
Rafael dio dos pasos firmes hacia ellos, observando fijamente al desconocido, analizando cada detalle del hombre que, en ese instante, representaba todo lo que odiaba.
—Y claro, tú necesitabas su pañuelo para solucionar los problemas mecánicos, ¿verdad?
Leandro se irguió, desconcertado, pero mantuvo la compostura.
—Solo estaba ayudando a la señorita con su auto —explicó con calma.
Rafael, sin quitar la vista de él, se colocó junto a Esmeralda con una posesividad que ella jamás había visto en él. Su brazo se deslizó alrededor de la cintura de su esposa, atrayéndola firmemente hacia él.
—Yo puedo encargarme perfectamente de mi esposa, gracias —espetó Rafael, enfatizando la última palabra.
Esmeralda sintió cómo se le aceleraba el corazón. Lo miró de reojo, confusa, porque en su voz había rabia contenida, algo que nunca antes había mostrado frente a terceros.
Leandro alzó ambas manos en señal de inocencia, retrocediendo con prudencia.
—Disculpa, solo intentaba ayudar. No tenía intención de incomodar.
—Pues lo hiciste —respondió Rafael con una dureza que no intentó disimular.
Esmeralda sintió que debía intervenir antes de que aquello empeorara. Miró a Rafael con reproche y luego volvió la vista hacia Leandro, avergonzada.
—Gracias por tu ayuda —dijo con suavidad—. De verdad lo siento. —Le devolvió el pañuelo para no tener más problemas.
Leandro asintió, sonriendo amablemente pese a la hostilidad manifiesta de Rafael, agarró la prenda en sus manos.
—No te preocupes, un gusto ayudar —respondió, y luego se dirigió a Rafael—. No sabía que era su esposa, señor Altamirano. Mis disculpas nuevamente. Buena suerte en las elecciones. —Sonrió, y su mirada brilló.
Rafael apretó la mandíbula, ignorando por completo la disculpa, y sin mediar palabra tomó a Esmeralda del brazo con firmeza, guiándola al vehículo.
—Sube al auto —ordenó con voz baja, claramente molesto.
Esmeralda obedeció, aunque la incomodidad y la rabia la consumían. Cuando ambos estuvieron dentro del auto, ella no pudo contenerse más.
—¿Qué demonios te pasa, Rafael? ¡No tenías derecho a hablarle así!
Él la miró fijamente, con los ojos cargados de un fuego que rara vez mostraba.
—¿Y tú sí tenías derecho a permitir que un desconocido estuviera tocándote la mano? ¿O es que te sentías muy cómoda recibiendo atención de otro hombre?
Ella soltó una risa incrédula, negando con la cabeza.
—¿De qué estás hablando? Él solo intentaba ayudarme con el auto.
—¿Ah sí? Pues para mí parecía otra cosa.
—No seas absurdo, Rafael.
Él se inclinó ligeramente hacia ella, su rostro muy cerca del suyo.
—Que quede claro, Esmeralda: eres mi esposa. Y no solo eso, eres mi mujer, me perteneces. No necesito que otro hombre te rescate. Eso es algo que me corresponde a mí, aunque no te guste.
La firmeza y la posesividad en sus palabras hicieron que Esmeralda se estremeciera, confusa. Nunca lo había visto tan territorial, tan celoso.
—¿Desde cuándo te importa lo que hago o dejo de hacer? —susurró ella, con la voz casi temblorosa.
Rafael no respondió. Simplemente se apartó.
Nunca Rafael Altamirano había mostrado tanto interés por ella.
Mientras él arrancaba el auto en completo silencio, Esmeralda no pudo evitar mirar por el espejo retrovisor.
Ahí estaba Leandro, aun observándolos desde lejos.
Y en su rostro, lejos de molestia, había una sonrisa leve. Como si aquel encuentro hubiera resultado exactamente como él esperaba.
****
El trayecto transcurrió en absoluto silencio.
Ninguno pronunciaba palabra. Rafael conducía con la mandíbula tensa y la vista clavada en el frente, mientras Esmeralda observaba distraída el paisaje por la ventanilla, perdida en sus propios pensamientos.
Apretó las manos sobre su regazo con fuerza, confundida. Por un breve momento había creído ver celos en Rafael. Había creído que por primera vez él reaccionaba como un hombre al que le importaba lo que sucedía con su esposa. Pero rápidamente descartó esa absurda idea.
No era posible.
Rafael no sentía celos. No por ella.
Probablemente lo que lo molestaba era la imagen. Su campaña dependía de una fachada perfecta: un matrimonio ideal, una esposa intachable, y ella charlando con un extraño rompía esa falsa perfección.
Apretó los labios con amargura, consciente de que nunca sería más que eso para él: un adorno que debía actuar conforme a su voluntad.
Mientras tanto, Rafael también libraba su propia batalla mental. Su irritación crecía a medida que pensaba en la escena del estacionamiento. La manera en que Esmeralda había permitido que ese hombre se acercara tanto, que la consolara, le enfurecía.
«¿Lo había hecho a propósito? ¿Estaba intentando castigarlo por algo?»
—No vuelvas a hacerlo —soltó él finalmente, con la voz más áspera de lo que pretendía.
Ella giró el rostro, sorprendiéndose por su tono.
—¿A hacer qué exactamente? ¿Permitir que alguien me ayude cuando tú no estás disponible?
Rafael apretó el volante con fuerza.
—No finjas inocencia, Esmeralda. Sabes perfectamente a qué me refiero.
—No sé de qué hablas —respondió ella con frialdad, apartando la vista.
Él se quedó callado, aunque por dentro hervía de frustración. Ella siempre sabía cómo hacerlo sentir impotente, fuera de control, algo que él no soportaba.
El resto del camino continuó igual, ambos encerrados en sus propios pensamientos, convencidos de que la distancia que los separaba ahora era mucho más profunda de lo que habían imaginado.