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Castigo
Connor Astley caminó a grandes zancadas por el gran corredor alfombrado del palacio. Su expresión molesta hacía que los sirvientes y lacayos le abrieran paso con rapidez para no enfrentarse a su furia.
Con un porte elegante y aristocrático debido a los años de entrenamiento y lecciones con múltiples tutores en variados ámbitos del conocimiento y la etiqueta, parecía una escultura digna de ser admirada. Cabello oscuro y expresión decidida sumado a un cuerpo trabajado por la equitación y los deportes hacía que muchas jovencitas suspiraran ante su presencia en los bailes de la corte o en eventos sociales.
Como segundo príncipe de Inglaterra se esperaba que tuviese un comportamiento ejemplar y digno, pero era impaciente y de temperamento volátil al ser el menor de los hermanos y el más mimado.
- ¡Alteza! - exclamó un lacayo que custodiaba la puerta de la sala de audiencias.
- Necesito hablar con mi padre... - le dijo sin detenerse abriendo las puertas de un empujón.
Cuando el joven príncipe entró a la sala de audiencias, su padre, Joseph I estaba sentado en el trono hablando con su hijo mayor, George, el príncipe heredero.
- ¡Padre! - gritó acercándose furioso a ellos - ¿En serio me enviarás a hacer esto?
Joseph miró a George y suspiró girándose a ver a su hijo menor. El rey adoraba a sus hijos, cada uno con diferentes personalidades, pero infinitamente capaces y fuertes a pesar de haberse criado sin su madre. La reina había muerto cuando Connor cumplió dos años durante el invierno por una neumonía de la que no pudo recuperarse.
George, el mayor, de veintisiete años, era serio y responsable. Dedicado a sus estudios y actividades como primer príncipe desde pequeño. Se esforzaba mucho en todos los ámbitos de aprendizaje y disciplina. Más diplomático y reservado, sus conocimientos en geopolítica europea y su habilidad para leer a las personas le hacían un príncipe heredero de excelencia. Desde los quince años asumió tareas administrativas para ayudar a su padre en los temas de gobierno destacándose en relaciones exteriores y el comercio. Tenía una prometida, una joven princesa de dieciséis años del linaje Hohenzollern cuyos gobernantes tenían territorios en Prusia, el Imperio Alemán y Rumania. Debido a su formación en un internado dependiente de un monasterio, George había esperado a que cumpliera diecisiete años para desposarla.
Connor, de veintidós años, era más impulsivo, disfrutaba las actividades al aire libre como montar a caballo, el polo o nadar. Le gustaban los bailes y la libertad que le daba su padre y, aunque estuvo involucrado con algunas mujeres, jamás se le pudo atribuir una amante formal. El mismo joven se preocupaba de escapar rápidamente de sus afectuosos brazos cuando trataban de presionarlo o exigir de su tiempo. Sin contar que se preocupaba especialmente de usar todo tipo de estrategias para no caer en trampas para producir un heredero. Ya había tenido varios intentos de mujeres ambiciosas para ser drogado, capturado y amarrado y estaba siempre alerta.
Eso creía.
Además, tenía un caballero escolta que lo acompañaba a todas partes y cuidaba su espalda desde la Real Academia Militar ubicada en Woolwich, donde tuvo que estar tres años según la formación a los miembros masculinos de la familia real: Ethan Abernathy. Dos años mayor que el príncipe, pero Connor agradecía que, aunque fuese una espina en su trasero, le había salvado en varias ocasiones.
- Buenos días, Connor. - saludó su padre marcando las palabras - ¿Olvidas con quien hablas?
El joven se detuvo descolocado y se inclinó formalmente frente a su padre.
- Buenos días, majestad. - dijo formal algo avergonzado - Lo siento.
- El que seas un príncipe no te da permiso de ser maleducado, Connor. - le regañó su padre - Estaba en reunión con tu hermano. Pedí que no me interrumpieran. - El rey miró más allá de su hijo donde el chambelán y los guardias suspiraban avergonzados.
- Tu asistente acaba de darme la misión para ir a Francia en carácter diplomático... - dijo ansioso - Supongo que se equivocó de príncipe, George es el más apto para esa tarea.
- No se equivocó. - dijo el rey frustrado - La asignación es para ti.
- Padre, no tengo habilidades diplomáticas. Tu mismo dices que me meto en problemas en cada baile o con las delegaciones extranjeras ¿Me envías a mi porque quieres comenzar otra guerra con Francia? Acabamos de salir de la anterior ¿No tenemos el Tratado de Amiens?
- Es justo por eso que te envío, Connor... - le dijo su padre indicando a George - Tu hermano ya es conocido en los entornos diplomáticos, los diplomáticos saben cómo se mueve y cuáles tópicos le interesan. A ti no te conocen... Tendrás la ventaja.
- Padre, estás enviando un elefante a una tienda de cristales. - aseguró el joven tratando de hacer que entrara en razón - Soy un peligro en un tarea de esa envergadura.
- Confío en ti, hermano. - le dijo George interviniendo en su argumentación - Ya discutimos este tema con padre y creemos que eres el indicado para llevarla a buen término.
- ¿Estuviste bebiendo? - le preguntó incrédulo - ¿No eres el mismo que me regañó hace dos días por escapar de la mansión del Conde de Jersey porque me encontró en la cama con su esposa?
Connor no entendía que le pasaba a su padre y a su hermano ¿Se habían vuelto locos y él era el único cuerdo al analizar esa situación descabellada? Con su reputación e impulsividad era una bomba de tiempo en una mesa diplomática.
- El que te asignara la tarea y abogara ante padre por ti es por esa razón. - dijo su hermano - El Conde ha enviado a su esposa a la casa en el campo y ha solicitado una indemnización cuantiosa a la corona por haber mancillado el honor de su joven esposa.
- ¿Perdón? Que él no cumpla con sus deberes de alcoba no es mi problema. Tiene sesenta años y la condesa dieciocho. - alegó Connor.
- Lo que pase al interior de cada pareja no es de nuestra incumbencia... - advirtió Joseph con voz dura - No eres quien para opinar sobre ello. La mujer le dijo que estaba embarazada de un hijo tuyo...
El príncipe tragó en seco.
- ¡¿Qué?!