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EL ARTE DE LA TRANSGRESIÓN- PASIÓN. SECRETO.OBSESIÓN

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Hay líneas que la pasión no debería cruzar. Hay reglas sociales que, al romperse, destruyen tanto el prestigio como el alma. Esta es la historia de cómo dos personas destinadas a vivir en mundos paralelos cruzaron esa frontera, obligados a enfrentarse no solo a la sociedad, sino a la oscuridad que reside en el corazón humano.

​Arthur Gerard es el epítome del orden. Un hombre de poder y prestigio, Director y Profesor de una de las escuelas de arte más influyentes del país, dueño de la vastísima hacienda "El Edén". Su vida es una obra maestra de disciplina y éxito.

​Katrina Chéjov es la antítesis. Una artista con un talento arrollador, forzada por la necesidad a vivir al margen de las sombras. Su vida es una composición caótica, marcada por la fragilidad y un pasado que, de ser revelado, la condenaría.

​Cuando Arthur, el maestro, y Katrina, la alumna, se encuentran, la atracción es inmediata y devastadora. Es un fuego que amenaza con consumir todo a su paso. Pero pronto, Arthur descubre que la belleza de Katrina oculta una transgresión de una naturaleza tan profunda y peligrosa que desafía todo lo que él creía saber sobre el amor y la moral.

​"El Arte de la Transgresión" es la crónica de un rescate desesperado y una obsesión ineludible. Es un viaje donde la luz de los caballetes se enfrenta a la penumbra de los secretos, y donde la única posibilidad de redención radica en la capacidad de ambos para amar incondicionalmente, incluso cuando ese amor se siente prohibido, sucio y cruel.

​¿Qué sacrificio está dispuesto a hacer Arthur para salvar a la mujer que ama? ¿Y qué precio deberá pagar Katrina por arrastrarlo al abismo de su verdad?

​Adéntrate en la transgresión. El lienzo está en blanco, y el amor está a punto de desatar su pincelada más violenta.

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CAPITULO I : LA INOCENCIA Y EL HASTÍO
El aire en el estudio principal de la Academia Gerard de Bellas Artes siempre olía a trementina, óleos frescos y la leve pátina del polvo sobre lienzos viejos, una sinfonía olfativa que Arthur Patrick Gerard, a sus veinticinco años, consideraba el único hogar verdadero. Medía un metro noventa de pura presencia, una figura atlética esculpida no por gimnasios, sino por las horas interminables de pie frente a caballetes, moviendo brazos fuertes y dedos largos y precisos. Sus ojos, de un azul grisáceo tan profundo como el mar en un día nublado, escudriñaban el vacío, buscando la forma perfecta, el trazo definitivo que aún se le resistía. En ese momento, sin embargo, su mirada no estaba en un lienzo. Estaba en el umbral de la puerta, donde una nueva estudiante permanecía con una mezcla de timidez y una curiosidad infantil, un contraste chocante con la solemnidad del lugar. El silencio de la sala, roto solo por el susurro de la calefacción central, se tensó con la llegada de la joven. Era la hora de su clase de introducción al dibujo, y esperaba a los recién llegados, pero ella... ella no era lo que esperaba. Arthur se sintió de repente incómodo bajo la luz cenital que siempre le había parecido familiar. La muchacha, de no más de quince años, según la documentación que había revisado superficialmente, era un espectro de luz en el sombrío estudio. Su cabello rubio caía en cascadas ligeras hasta la mitad de su espalda, atrapando los últimos rayos del sol otoñal que se filtraban por los ventanales altos. Sus ojos, de un verde puro y transparente como esmeraldas pulidas, exploraban la sala con una inocencia desarmante, absorbiendo cada detalle: los bustos de mármol, las pilas de pigmentos, los lienzos esperando su destino. Una sensación extraña, casi intrusiva, se apoderó de Arthur, como si su presencia pura fuera una crítica tácita a la rudeza de su propio mundo. Una oleada de ansiedad lo invadió. Se había forjado una reputación de genio temperamental, un artista dotado que dirigía la academia de su padre con una mano firme y un ojo intransigente para la perfección. Pero ante esta visión etérea, cada fibra de su ser se tensó. El aire entre ellos vibraba con una electricidad silenciosa que no le era familiar. Recordó que su nombre era Catrina, y que venía de Rumania, un dato que solo la hacía parecer aún más exótica y fuera de lugar en la gris y ordenada Londres. Se enderezó, sintiendo el peso de su propia autoridad, un peso que, por primera vez, se sintió menos como una armadura y más como una jaula. El sudor frío se acumuló en su nuca mientras ella, sin darse cuenta del revuelo que causaba en su interior, daba un paso adelante, como una aparición que prometía alterar la quietud de su existencia. Él no sabía cómo lidiar con algo tan inmaculado y ajeno a su mundo de sombras y pigmentos, un mundo que ahora parecía de repente, descolorido. —Buenos días —su voz, más profunda de lo que pretendía, resonó en el amplio espacio. Los demás estudiantes empezaban a llegar, llenando el estudio con el murmullo de voces, pero para Arthur, solo existía Catrina—. Soy Arthur Gerard. Bienvenido a la Academia. —Tragó con dificultad, notando cómo el verde de sus ojos se encontró con el azul grisáceo de los suyos, un choque de colores que le hizo sentir un escalofrío. Ella era tan frágil, tan joven, y sin embargo, su mirada contenía una intensidad que lo desarmaba, una chispa que prometía incendiar su mundo ordenado. Su mano, larga y elegante, se movió casi por inercia para señalar una de las estaciones de dibujo libres, un gesto que esperaba transmitiera profesionalidad. El aroma sutil que emanaba de ella, una mezcla de flores silvestres y algo puramente juvenil, lo embriagó, haciendo que el habitual olor a trementina se disipara en su mente. Era un presagio, una promesa o una advertencia, aún no lo sabía, pero la academia nunca volvería a ser la misma. Catrina asintió con un movimiento ligero de la cabeza, su boca formando una línea perfecta y seria, casi de mármol. La clase comenzó. El primer ejercicio, simple y rutinario, era dibujar un busto de yeso de una Afrodita clásica, una lección sobre luces y sombras, sobre la curva inalterable. Mientras Arthur se movía por el estudio, ofreciendo comentarios técnicos a los demás estudiantes sobre el ángulo del carboncillo y la presión del trazo, sus pasos lo llevaban inevitablemente hacia la estación de Catrina. Se detuvo a su espalda, su gran altura proyectando una sombra sobre su figura menuda. Pudo sentir la leve exhalación de su aliento, el ritmo pausado con el que su mano se movía sobre el papel. Era un patrón diferente al de los demás; donde los otros luchaban con la estructura, ella parecía acariciar la forma, sin miedo, sin titubear. Arthur, acostumbrado a desmantelar el trabajo de los estudiantes con una crítica implacable, se encontró sin voz. Observó su mano deslizarse. Era delgada, pálida, con una muñeca delicada que se curvaba con la gracia de un tallo. La punta del carboncillo bailaba, no luchaba. Capturaba la textura del yeso, no solo el contorno. "Inmaculada", pensó, y el adjetivo le supo a pecado. Era inaceptable. Él era su profesor, el director, y su función era solo técnica, profesional. Sin embargo, su mente se dedicaba a trazar las líneas de su cuello expuesto, la curva de su espalda baja ligeramente inclinada sobre el caballete. Era una distracción tóxica que nunca antes había experimentado en el santuario de su arte. Un profesor de su posición, de su edad, no podía permitirse la deriva de la fascinación por una estudiante, y mucho menos por una tan joven. Se obligó a concentrarse en el dibujo. —Catrina —dijo, pronunciando su nombre como si fuese la primera vez que lo oía, un susurro ronco en medio del estudio. El sonido pareció hacerla estremecer levemente, y su mano se detuvo de golpe. Al levantar la mirada, sus ojos verdes lo atraparon. No había miedo en ellos, solo una intensa concentración que lo desafiaba a encontrar un defecto—. El sombreado de la base es correcto, pero estás perdiendo el volumen. La luz no solo cae, sino que rebota. Debes capturar esa reverberación, el rastro sutil de la sombra que se disipa. Su voz era una orden, fría y profesional, pero su interior ardía con la necesidad de acercar su mano a la de ella, de guiar el carboncillo para sentir la temperatura de su piel. Era la más pura de las tentaciones: mezclar la pureza del arte con la suciedad de su deseo. Catrina no respondió con palabras, sino con una acción. Su mano, con una seguridad pasmosa, deslizó el carboncillo por un lado del busto, no siguiendo su instrucción al pie de la letra, sino interpretándola con una libertad que lo dejó estupefacto. No perdió volumen; lo ganó. Demostró una comprensión innata que lo superaba, una conexión con el arte que él había tardado años en conseguir. El golpe de ese talento inesperado fue casi físico, un puñetazo en la boca del estómago. Necesito alejarme, pensó Arthur, sintiendo que si se quedaba un segundo más, ese aire profesional se rompería. Se apartó de ella con una rapidez que desmentía su habitual calma, caminando hacia la ventana para mirar el cielo grisáceo. La lluvia comenzaba a caer, diminutos trazos acuosos contra el cristal, replicando la ansiedad que le corroía la médula. Se preguntó qué locura lo había llevado a aceptar a una estudiante de tan corta edad. Una chispa tan brillante, tan joven, era peligrosa, no solo para su reputación, sino para la propia estabilidad emocional que había construido meticulosamente con los años. Ella no era una estudiante; era una distracción encarnada, una musa que prometía quemar la academia hasta los cimientos. El tiempo se arrastró, marcado solo por el sonido rítmico de los lápices. Cuando el timbre sonó, anunciando el final de la sesión, Arthur sintió un alivio fugaz, solo para verse inmediatamente consumido por la necesidad de prolongar el contacto. Los estudiantes recogían sus materiales con prisa. Catrina, con su orden rumana, guardaba cada herramienta con una metódica lentitud. Arthur se acercó a su estación bajo la excusa de revisar el lienzo de un estudiante ausente. Cuando Catrina se inclinó para recoger un estuche de madera que había caído al suelo, su cuerpo quedó expuesto por un instante, la curva de su cuello, la línea de su clavícula. Arthur sintió el impulso de tocarla, de anclarla a la realidad solo para asegurarse de que no era una ilusión. —Tu trabajo es... inusual —dijo Arthur, su voz grave, mientras tomaba un pequeño trozo de carbón vegetal que ella había olvidado sobre la mesa. Lo sostuvo entre sus dedos por un momento, la temperatura del material aún conservando el calor de la mano de ella. El gesto era una confesión silenciosa, un ancla palpable de su presencia—. Mañana, trae una libreta diferente. Esta es demasiado porosa. Catrina, ya de pie, lo miró. Esta vez, el verde de sus ojos no era solo curiosidad, sino un lago profundo donde Arthur sentía que se ahogaba. Sus labios se abrieron muy ligeramente, y por un segundo, Arthur creyó que diría algo que rompería todas las reglas, pero ella solo asintió con una formalidad impecable. —Sí, señor Gerard. —Su voz era suave, con el acento rumano un hilo fino de seda. Se dio la vuelta y se fue, la luz del pasillo capturando el último destello de su cabello rubio. Arthur se quedó solo en el centro del estudio, con el trozo de carbón vegetal todavía en la palma de su mano. La academia, su refugio de arte y orden, ahora se sentía vacía, helada, y terriblemente vulnerable. El recuerdo de esos ojos verdes, la forma en que su muñeca se había curvado con gracia sobre el caballete, se grabó en su mente como una marca a fuego, un trazo prohibido. Sabía que con la llegada de Catrina, no solo había entrado una nueva estudiante a la academia, sino que una fuerza incontrolable había entrado en su vida, una que prometía desmantelar su vida tranquila y reemplazarla con una tormenta. Arthur cerró la mano sobre el carbón, sintiendo el dolor del deseo y la conciencia de la absoluta e ineludible prohibición.

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