Mari A la mañana siguiente, al llegar a la comisaría, comprobé que la noche de desvelo no había arruinado del todo los efectos de mi paso por el salón más exclusivo de la ciudad. Aunque ya vestía mi uniforme policial y no el elegante abrigo blanco de Patri, causé cierta… sensación. Mientras avanzaba por el pasillo hacia la sala de homicidios, me alcanzó una mezcla de exclamaciones, silbidos disimulados y chasquidos de lengua. No necesitaba mirar para saber que todos me seguían con la vista. Y eso no fue todo. Al entrar en la sala, mis compañeros se quedaron boquiabiertos. Pasaron varios segundos sin decir nada, mirándome como si no terminaran de creer que fuera yo. —¡No puede ser! ¿Álvarez… eres tú? —exclamó Carlos, con cara de susto alegre. —¡Dios mío, ¿quién es esta diosa con placa

