El reloj marcaba las once de la mañana, pero las cortinas seguían echadas, como si la luz del día pudiera revelar demasiado. Frente a él, de pie como una sombra educada, estaba un hombre enjuto, con rostro curtido por el tiempo y los secretos. Llevaba un abrigo gris oscuro, guantes de piel y una carpeta delgada bajo el brazo. —¿Sabe por qué está aquí? —preguntó Marcel, sin mirarlo. —Me hago una idea, monsieur Laurent —dijo el hombre con voz seca, acostumbrada a los encargos delicados—. Usted ha perdido a alguien importante. Y necesita que aparezca… antes de que lo hagan los rumores. Marcel no respondió. Abrió lentamente un cajón, sacó un retrato de tamaño pequeño. Bernadette. Cabello recogido, cuello alto, una expresión serena que no advertía tragedias. Lo empujó sobre el escritorio. —

