La lámpara de aceite chisporroteó sobre el escritorio de roble, derramando su luz dorada sobre los papeles amontonados, los libros de cuentas abiertos, las monedas que no alcanzaban. Silas se llevó una mano al cuello, aflojando el nudo de la corbata con un gesto impaciente. Había estado encerrado en su habitación desde antes del mediodía, sumido en las cifras que no cuadraban, en los números que lo perseguían desde hacía años. El crujir de la pluma sobre el papel llenaba la habitación, un sonido frenético que no calmaba el nudo en el estómago. El Château Deveraux, con su fachada de piedra gris y salones de terciopelo, era una máscara que ocultaba la ruina. Silas, encerrado en su alcoba del ala oeste, empezó a caminar de un lado a otro, el frac desabrochado, el chaleco arrugado. La dot

