Aquella mañana la casa fue limpiada dos veces. Claire ordenó que cambiaran las flores del jarrón de la entrada, aunque nadie las olía. El comedor fue dispuesto con mantelería nueva y vajilla que nunca habían tocado. Todo estaba alineado con una precisión casi ridícula, pero Bernadette no dejaba de mirar la puerta cada pocos minutos; estaba de pie en el salón principal de Villa Lys, las manos apretadas contra el vestido de lana gris que Claire le había elegido esa mañana. Camille Deveraux, la hermana de Silas, vendría a conocer a la futura esposa de su hermano, y Bernadette no sabía cómo enfrentarla. No podía hablar, no podía ofrecerle una conversación ingeniosa ni un té con frases corteses. Sus dedos temblaban al alisar la falda, buscando algo, cualquier cosa, que pudiera hacer para no par

