Aquel día era importante. Claro que lo era. El cielo de París aún no había despertado del todo, pero en el interior del Hôtel Delacroix, la actividad era intensa. Criados iban y venían con prendas cuidadosamente planchadas, perfumes traídos de Oriente, y cajas de terciopelo con relojes de bolsillo y gemelos de ónix. El conde Enguerrand Delacroix estaba de pie frente a un espejo de cuerpo entero, observando cómo la vida le devolvía una imagen majestuosa. No era solo una visita. Era un acto de afirmación. De conquista honesta. —El terciopelo azul —dijo finalmente, sin apartar los ojos de su reflejo. El ayuda de cámara asintió y extendió el abrigo de gala. El conjunto completo había sido escogido con precisión: pantalones ceñidos color perla, chaleco bordado en hilo de oro, camisa de lino

