La calle principal de Évreux, bajo un cielo plomizo, era un hervidero de pasos apresurados y murmullos, el empedrado húmedo crujiendo bajo las botas de Lucien D’Artois. Él sostenía a Amélie en sus brazos, su vestido nuevo manchado por la caída, las rodillas raspadas sangrando bajo la tela. Su sollozo fuerte, un gemido roto, resonaba en la plaza, atrayendo miradas de transeúntes: comerciantes, mujeres con cestas, niños curiosos. Lucien sentía el corazón latir con una prisa que nunca había conocido, los brazos tensos a los lados, los ojos castaños fijos en Amélie, que temblaba sin control, el rostro pálido enterrado en su pecho. Pierre estaba frente a ellos, los ojos esquivos, la mano temblando al ajustar su sombrero. —¡Bájame, Lucien, por favor! —sollozó Amélie, su voz quebrada, los de

