Capítulo seis: El arte de servir al marido

1262 Words
Bernadette apenas podía respirar cuando su padre, Marcel, irrumpió en su habitación al anochecer, el bastón golpeando el suelo. Su rostro, normalmente duro, tenía un brillo de triunfo, algo que ella percibió al momento, significaba que había buenas noticias. —La boda será en una semana—anunció con un tono tan alegre que era completamente raro en él—. Silas ha aceptado. Ella parpadeó, el corazón latiéndole en el pecho. Había creído que lo había perdido, que Silas, con sus ojos grises y su frialdad, se había dado cuenta de que ella no sería una esposa adecuada. La duda la había consumido desde la cachetada de Marcel, desde las palabras de Claire: “No creo que la quiera.” Pero ahora, la verdad la golpeó como una ola. Se casaría. Con Silas Deveraux. Esa noche, sola en su cama, las lágrimas corrieron por sus mejillas, no de tristeza, sino de una felicidad frágil. Cubrió su rostro con las manos, el camisón de lino pegándosele a la piel. No sabía si era alivio, esperanza, o algo más, pero aquello era algo a lo que aferrarse. El afán de su padre por casarla había dado frutos y ahora ella tendría un marido, pero eso también significaba nuevos retos. Una vida que no conocía y un esposo al que debía convencer de que ella sí tenía valía. Tres días después, la madrugada la arrancó del sueño. Claire, la criada, abrió las cortinas con un tirón, dejando entrar un frío que erizó la piel de Bernadette. —Levántate. Nos vamos—dijo con el mismo desdén con el que siempre le hablaba, pese a ser la criada. Bernadette se incorporó, confundida, el cabello rubio platino cayendo en mechones desordenados. Claire ya tenía un vestido preparado: lana gris, sencillo, con un corsé ligero que aún apretaba sus costillas, alzando sus pechos redondos. Dos criadas más entraron, cepillándole el cabello y recogiéndolo en un moño apretado. No había espejo, no había polvo rosado. Todo era rápido, casi secreto. La puerta se abrió, y Marcel entró, su chaleco impecable pero los ojos hundidos. Bernadette se puso de pie, el vestido susurrando. Él la miró de arriba abajo, asintiendo, como si aprobara su aspecto, su padre siempre estaba al pendiente de cómo lucía. Si algo podía presumir de su hija, esa era su belleza, y no podía darse el lujo de que ella luciera de otra manera, explotaba lo más que podía el aspecto tan agraciado de la joven. —Te vas dos días. A un lugar donde aprenderás… el arte de servir al marido. —Bernadette sintió que su rostro ardía, las mejillas encendidas. Marcel alzó una mano, cortando el aire—. No te hagas la inocente. Las damas no deben saber de estas cosas, sino aprenderlas con su esposo. Pero tú eres un caso particular. No hablas, Bernadette. Tu belleza es tu virtud, pero no basta. Silas debe quedar complacido, en todo sentido. Especialmente en la cama. —Ella bajó la mirada, el calor extendiéndose por su cuello. Nunca había oído a su padre hablar así, con esa crudeza. Marcel dio un paso más, su voz baja, casi un susurro—. Esto es clandestino. Nadie debe saberlo, ni siquiera Silas. No puedes mantener un matrimonio con silencio, pero puedes con… otras habilidades. El viaje será largo, pero valdrá la pena. Claire irá contigo. Ella nunca había oído hablar de esas cosas, apenas sabía cómo se hacían los bebés, debido a que no tenía amigas y estaba tan poco integrada en la sociedad, desconocía demasiado de la vida marital, podría ser una charla que se diera entre mujeres, algunas que otras frases, pero ella se había perdido de todo eso. Algunas veces escuchaba susurros entre los criados, charlas tan privadas y escandalosas que no se podían decir en voz alta, pero ellas callaban desde que notaban su presencia. Y tampoco tenía una madre que le hablara al respecto, mientras su padre pretendía enfocarse directamente en el placer del esposo. Que ella supiera como mantener al hombre feliz en las noches de unión. Bernadette alzó los ojos, buscando los de Claire, pero la criada estaba ocupada doblando un chal. Marcel salió sin otra palabra, el bastón resonando en el pasillo. Las criadas terminaron de vestirla, envolviéndola en un abrigo de lana y un sombrero discreto. Bernadette siguió a Claire al carruaje que esperaba en la grava, el cielo aún oscuro, las estrellas desvaneciéndose. Dentro del carruaje, el traqueteo de las ruedas era lo único que rompía el silencio. Claire, sentada frente a ella, miraba por la ventana, su rostro tenso. Bernadette apretó las manos en el regazo, el corazón acelerado. ¿Qué significaba “el arte de servir al marido”? ¿Qué le enseñarían? Las palabras de Marcel giraban en su mente, vergonzosas pero inescapables. No tenía idea de lo que la esperaba, solo que debía complacer a Silas, un hombre cuya respuesta de hacerla su esposa la había tomado por sorpresa. Esperaba otro rechazo. El cansancio la venció, y se durmió, la cabeza apoyada contra el asiento. Horas después, un codazo de Claire la despertó. —Hemos llegado. Bernadette abrió los ojos, el carruaje detenido frente a una casa de piedra de dos pisos, escondida en un camino boscoso. Las ventanas estaban cubiertas con cortinas rojas, y una lámpara de aceite parpadeaba en la entrada. Claire bajó primero, sus ojos entrecerrados, escudriñando el lugar. Bernadette la siguió, el aire frío mordiéndole la piel. —Dios mío —susurró Claire, su voz temblando—. Esto es un burdel. Te han traído a un burdel. ¿Estás segura de que tu padre no te ha vendido aquí? ¿Que no es mentira lo de la boda? No me creo nada, creo que te han vendido a un burdel. ¡Es un burdel! Bernadette se congeló, el pánico apretándole el pecho. Un burdel. Las historias que había oído, susurros de criadas sobre mujeres que vendían sus cuerpos, le vinieron a la mente. Miró a Claire, buscando una broma, pero la criada estaba pálida ante la idea de que la joven había sido vendida allí por la incapacidad de su padre en encontrarle esposo. Antes de que pudiera reaccionar, la puerta de la casa se abrió. Una mujer salió, alta, con el cabello pelirrojo cayendo en rizos sobre los hombros. Su vestido escarlata era escandalosamente ajustado, los pechos, más grandes de lo que Bernadette había visto jamás, apenas contenidos por el escote. Sonrió, pero sus ojos eran fríos, evaluándola. —Bienvenida, mademoiselle Laurent. Soy Madame Vivienne. Tu padre me habló de ti. Bernadette dio un paso atrás, el corazón latiéndole en los oídos. Claire puso una mano en su brazo, protectora, pero no habló. Madame Vivienne señaló la entrada, tenía una voz muy peculiar, casi como seda, encantadora y al mismo tiempo fuerte. —No temas. Estás aquí para aprender, no para quedarte. Dos días, y estarás lista para tu esposo. Entra. Bernadette miró la casa, las cortinas rojas como sangre contra la piedra. No había vuelta atrás. Con un nudo en el estómago, siguió a Madame Vivienne, Claire a su lado. El interior olía a perfume y cera, las paredes cubiertas de tapices oscuros. Una escalera conducía al piso superior, donde risas apagadas se filtraban por las puertas. Madame Vivienne se detuvo, girándose hacia ella. —No te preocupes por lo que veas aquí. Tu padre pagó bien. Aprenderás lo que necesitas, y nadie lo sabrá. Te enseñaré como hacer que tu hombre se acueste temprano todas las noches, solo para estar a tu lado.
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