El carruaje se balanceaba con lentitud por el camino de piedra, alejándose del campo y entrando en la ciudad todavía cubierta por la neblina de la mañana. Dentro, el ambiente era espeso, como si las paredes tapizadas de terciopelo rojo absorbieran el aire y lo devolvieran cargado de una tensión que no se disipaba. Silas iba sentado frente a Bernadette, con los brazos cruzados y la mirada fija en la ventanilla. No había dicho una palabra desde que partieron. Vestía con una sobriedad impecable, chaqueta oscura, cuello cerrado, el cabello bien peinado hacia atrás. El ceño fruncido no era nuevo, pero esta vez tenía filo. Bernadette, por su parte, se mantenía rígida, con las manos entrelazadas sobre el regazo. Llevaba un vestido azul pálido, y el cuello de encaje rozaba la línea de su mandíbu

