La terraza acristalada de la mansión Vernay relucía bajo la luz matinal, los ventanales abiertos dejando entrar la brisa fresca de Fontainebleau. La mesa, cubierta con un mantel de lino blanco bordado, estaba adornada con rosas amarillas, vajilla de porcelana, y bandejas de croissants, brioches, mermeladas, huevos escalfados, y café humeante. Los sirvientes se movían con pasos silenciosos, pero el desayuno carecía de vida, con varios rostros ausentes, especialmente de mujeres. Camille, Amélie, y Bernadette no estaban, sus sillas vacías un testimonio del drama que se tejía en las sombras de la noche anterior. Silas, en chaleco gris, tomaba café con gesto rígido, los ojos grises velados por la culpa tras su confesión cruel a Bernadette. Lucien, en levita azul, observaba la mesa, su mirada

