Amélie se mantuvo de pie, con los brazos extendidos mientras una de las mujeres abrochaba los pequeños botones nacarados del vestido, y la otra ajustaba la faja con destreza. La tela se deslizaba sobre su piel como un susurro, pero en su mente, era otra la sensación que la invadía. No era seda, ni encaje. Era carne. Eran dedos. Los de él. Recordaba cómo la había tomado esa noche, no con furia, sino con una ternura voraz, esa que solo nace cuando dos cuerpos se reconocen después de años de ausencia. El salón lateral estaba a oscuras, salvo por la luz filtrada de una lámpara de aceite olvidada sobre una mesita. El aire olía a madera vieja y vino derramado, y ella aún tenía el sabor de su nombre en la boca cuando él la empujó suavemente contra la mesa. La superficie era fría, de mármol pu

